RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL Y LA ACADEMIA

Pedro Álvarez de Miranda

Real Academia Española
Fundación Ramón Menéndez Pidal


Boletín de información lingüística de la Real Academia Española
[BILRAE · 11 · Marzo de 2019]
http://revistas.rae.es/bilrae/article/view/282


En el arranque de lo que la Fundación que lleva su nombre ha convenido en llamar «Bienio Pidalino», esta es la cuarta ocasión en que se celebra en nuestra Academia un homenaje a don Ramón Menéndez Pidal. El primero fue el que la Corporación dedicó en 1959 a su director, con ocasión de cumplir este los noventa años: un acto en el que intervinieron Gregorio Marañón, Vicente García de Diego, Rafael Lapesa, Gerardo Diego y José María Pemán, además de, naturalmente, el propio homenajeado nonagenario, que pronunció unas palabras de agradecimiento.

A la segunda, la solemne sesión pública del 13 de marzo de 1969, fecha en la que don Ramón, muerto pocos meses antes, habría cumplido los cien años, asistió el joven de solo quince que entonces yo era y que, por serlo, aún hoy la recuerda bien. Tomaron la palabra Antonio Tovar, Julián Marías, Pedro Laín, Rafael Lapesa, Francisco Javier Sánchez Cantón, Dámaso Alonso. Y leyeron poemas Luis Rosales, Joaquín Calvo-Sotelo, Vicente Aleixandre y Pemán.

En fin, la Academia celebró nueva junta pública hace ahora treinta años, el jueves 17 de noviembre de 1988, con motivo de cumplirse los veinte de la desaparición del gran sabio, y en esa ocasión intervinieron Gregorio Salvador –aún por dicha entre nosotros–, Manuel Alvar, y de nuevo Marías, Laín y Lapesa.

Nombres, todos ellos, cuya sola enunciación basta para amilanarlo a uno llegado el momento de tomar aquí esta tarde la palabra.

La relación de Menéndez Pidal con la Academia comienza cuando obtiene el premio convocado por ella sobre «Gramática y Vocabulario del Poema del Cid». Don Ramón se da cuenta de que a esas dos palabras, «Gramática y Vocabulario», tiene que anteponer una tercera: «Texto», y así lo hace. Aunque el premio se falló en 1895, el plazo de presentación de los trabajos se había cerrado en 1893, es decir, cuando quien llegaría a ganarlo tenía solo 24 años. Es natural que no estuviera entonces plenamente satisfecho con el resultado, y los tres volúmenes de su Cantar de Mio Cid. Texto, gramática y vocabulario no aparecerán hasta quince años después.

Lo hacen cuando ya don Ramón es académico de número, pues, a propuesta de su maestro Menéndez Pelayo y de Miguel Mir y Emilio Cotarelo, es elegido el 21 de marzo de 1902 y toma posesión el 19 de octubre del mismo año, con un discurso en el que abandona la temática medieval para ocuparse de El condenado por desconfiado de Tirso.

Puede decirse que con don Ramón, y más aún tras él y por impulso suyo, entró en esta Corporación la mejor filología que se ha hecho en España, la que surgiría del Centro de Estudios Históricos dirigido por el propio Pidal, aquella a cuyo brillante cultivo tanto contribuyeron discípulos del maestro que también fueron académicos, como Tomás Navarro Tomás, Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Samuel Gili Gaya o Salvador Fernández Ramírez.

Así supo intuirlo Menéndez Pelayo al dar la bienvenida en la Casa en 1902 al nuevo académico (desde el atril situado frente al que ocupo, si es veraz el cuadro de Luis Menéndez Pidal que podrán ver en la exposición que se ha instalado en una sala de la planta baja). «El día presente –dijo don Marcelino– no solo es de júbilo para la Academia Española, sino que marca el comienzo de un período de renovación de los estudios que son materia de nuestro Instituto. [] Ramón Menéndez Pidal [] es por ventura el más joven de los cultivadores de la erudición literaria y de la Filología en España []. En pocos años [] ha transformado el aspecto de la Edad Media española, [] ha dado luz al caos de nuestra primitiva historiografía y al de los orígenes poéticos».

El 13 de diciembre de 1925 fallece don Antonio Maura, pocos días después de haber sido reelegido para la dirección. Solo diez más tarde la Academia elegirá director interino a Ramón Menéndez Pidal, y, transcurrido otro año –estamos ya pues en el 3 de diciembre de 1926–, para mantener la tradición de proveer los cargos el primer jueves de diciembre, sus compañeros lo hacen director en propiedad.

La llegada de un filólogo a la dirección de la Academia, frente a los sucesivos prohombres de la cosa pública que lo habían precedido en el cargo, supuso una novedad que iba a ser determinante para el desenvolvimiento de la institución.

Se elegía entonces director cada tres años –no con el ritmo cuatrienal hoy vigente–. Don Ramón, a partir de ese momento director indiscutible e indiscutido, fue refrendado como tal por los académicos en 1929, en 1932 y en 1935.

Pero llega la guerra. Y, como es sabido, en septiembre de 1936 un decreto del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes de la República establece la disolución de las Academias y la destitución de todos sus miembros. Durante el

resto de la contienda en esta Casa solo permanecieron el conserje y un retén de milicianos que la custodiaban.

Al tiempo, en la llamada España nacional se creaba a finales de 1937 el Instituto de España, y algunos académicos volvían a reunirse: en Burgos, en Salamanca, en Sevilla, en San Sebastián. Un decreto gubernamental del 1.º de enero de 1938 nombra director accidental de la Academia a José María Pemán, pese a que este aún no había leído su discurso de ingreso –lo haría terminada la guerra, el 20 de diciembre de 1939, en la única ocasión, por cierto, en que Franco pisó este estrado–.

La situación, finalizada la contienda, era en verdad compleja y delicada. Aunque sí habían pasado tres años, y más, desde diciembre de 1935, don Ramón no había completado el trienio para el que entonces había sido reelegido. La Academia se encontraba en cierto modo con dos directores, uno con la legitimidad moral: don Ramón; el otro impuesto por la nueva legalidad del régimen: Pemán.

El primero, cumplidos los setenta años y por tanto jubilado ya de su cátedra, retirado en su casa de Chamartín, recibe el 20 de agosto de 1939 la visita de Julio Casares. Gracias a las notas manuscritas autobiográficas que aquel tenía por costumbre apuntar, podemos hacernos una idea de cómo transcurrió la tensa entrevista.

Casares entera a don Ramón de que el Gobierno ha promulgado un decreto por el que los académicos electos pueden ocupar cargos, lo que despeja el camino a Pemán. Este quiere hacerle llegar al sabio filólogo, por intermediación de Casares, el mensaje de que él se considera interino, y que, si Pidal lo desea, se retirará. Don Ramón anota en su cuartilla lo siguiente:

Yo digo que me parece bien la candidatura de Pemán, hombre de grandes méritos, y que esto coincide con mi propósito de retirarme de toda labor extraña a mi trabajo personal. El Caudillo dice que necesita España que cada uno dé su mayor rendimiento, y yo puedo darlo en mi trabajo personal.

Había otro problema, el del nuevo juramento preceptivo, para el que don Eugenio d’Ors se había inventado una fórmula más bien peregrina. Casares le propone a Menéndez Pidal que jure, y que asista al menos a una sesión. «Yo –escribe don Ramón– digo que para qué, pues no voy a asistir en lo sucesivo. [] Que para mí el volver allí es triste».

Entonces Casares le hace una propuesta retorcida y absurda, además de humillante: que jure, que le elijan director y luego renuncie.

Me negué a la farsa condicionada –leemos en las mencionadas notas–, primero por ser una ficción, segundo porque pasé sobre ella como sobre ascuas, y conocí que era ocurrencia del momento e insegura oferta.

Sabemos por otra fuente, una carta de Casares, que, según este manifestó a don Ramón «algunos [académicos] opinan que para las relaciones oficiales de la Corporación con las autoridades del nuevo régimen podría ser provechosa la elección de un director cuya personalidad haya estado vinculada desde el principio al glorioso Alzamiento».

He ahí la clave de la cuestión. La cosa estaba bastante clara, y terminó la entrevista. Cuatro días después don Ramón devolvió a la Academia su medalla, con un oficio que molestó sobremanera a Casares, pues en él pudo leer que Menéndez Pidal procedía a esa devolución, «en vista de las indicaciones que usted me ha hecho el día pasado en su visita a San Rafael».

En otras anotaciones del mismo verano don Ramón escribe con amargura:

Fui director de la Academia con Monarquía, Dictadura, República, y ahora no puedo serlo. El Centro que yo valoricé con mi esfuerzo y que acreditó la marca de fábrica «Revista de Filología Española - Centro de Estudios Históricos» me lo quitan también. Cultivo la humildad, pero la humildad útil. Y recelado y desconsiderado no podría hacer labor útil. Ahora me ofrecerían el oro y el moro, ¿pero luego? Carezco de apoyo, de consideración, no obtendría recursos para la labor.

Y en otras más leemos:

Si alguna vez el Estado idea algo de tan pura selección científica y de tanta altura, algo de tanta independencia respecto de presiones políticas como la Junta para Ampliación de Estudios (cuyos defectos soy el primero también en reconocer), colaboraré con gusto.

El caso es que el primer jueves de diciembre de 1939 los académicos eligieron director a Pemán. Ratificaban con ello la imposición de Franco, pero no dejaban de manifestarle, al mismo tiempo, que la potestad de nombrar director seguía residiendo en ellos.

Don Ramón no pisó esta Academia en ocho años. A lo largo de los cuales se sucedieron al frente de la Casa varios directores. A saber: Pemán –que, como la vida da muchas vueltas, fue destituido de modo fulminante por el propio Régimen en el verano de 1940, por haber participado en un acto al que se atribuyó significación monárquica–, Francisco Rodríguez Marín, Miguel Asín Palacios y de nuevo Pemán.

Pero debía de pesar en el ánimo de muchos académicos el deseo de que don Ramón volviera, y con todos los honores. Y así, tras los breves interregnos a los que acabo de referirme, los académicos, en una operación en la que el papel del propio Pemán fue determinante, lo eligen por unanimidad nuevo director –y de nuevo director– el 4 de diciembre de 1947, y él acepta. Lo será ya hasta su muerte en 1968, aunque desde el 11 de marzo de 1965, y en razón de su avanzada edad, lo suplirá con carácter accidental don Vicente García de Diego. Así pues, y aunque con un paréntesis forzado por trágicas circunstancias, don Ramón Menéndez Pidal fue director de esta Academia durante treinta y dos años, uno más, incluso, que quien en tiempos de la Restauración se diría casi director perpetuo, el también muy longevo conde de Cheste.

Hay que subrayar la nobleza del comportamiento de Pemán en los difíciles años de la guerra y la inmediata posguerra. Rememorándolos en 1972, él mismo escribió:

Lo único [] que justifica esta preferencia que me otorga, en el tema, la curiosidad periodística son los años []. A lo que algunos añaden la consideración de haber sido director de la Academia durante dos mandatos. Mi único programa, que anuncié puntualmente en mi primera toma de posesión, consistió en el tenaz propósito de entregar, al salir, una Academia recobrada en su convivente serenidad, sin cicatrices polémicas. Símbolo vivo de esa reintegración académica a su ritmo vital era la figura de don Ramón Menéndez Pidal. Me parecía ridículo presidir yo una Academia de la Lengua de la que era miembro don Ramón. Era como ser capitán de un pelotón en que formara, como soldado raso, Napoleón. Logré mi propósito, sacándole a tirones no de ningún exilio, sino de sus ficheros, sus libros y su jardín en la Cuesta del Zarzal.

Según información que amablemente me brinda don Luis María Anson, y que él por su parte conoció de labios de Pemán, este fue a hablar con Franco para convencerle de que don Ramón debía volver a dirigir la Academia. El «Caudillo» se mostró receloso de que Pidal pudiera ser algo así como un rojo emboscado. Y la única manera que halló Pemán de convencerle de que no lo era fue explicarle que había sido el principal responsable de la exaltación de la figura del Cid. Eso despejó el camino…

En fin, solo he podido aquí hoy referir sumariamente unos hechos que hablan, digámoslo así, de las relaciones externas de Menéndez Pidal con esta Casa. Mucho más habría que indagar sobre su trabajo interno en ella. Según testimonio de Dámaso Alonso, dado en tiempos de la ya extrema ancianidad del sabio, «lo mismo en la sesión del jueves que en la de la comisión los viernes, he visto durante estos dieciséis años presidir a Menéndez Pidal sin apenas perder sesión. [] Atento a todos los pequeños problemas que ofrece cada palabra, él ha encarrilado siempre la discusión en todas las sesiones».

Me quedaré también con una significativa muestra de su huella. La edición decimoquinta del diccionario fue la primera en que este se tituló de la lengua española, no, como hasta entonces, de la lengua castellana. Esa decisión, un logro de don Ramón, se adoptó –escribe en sus notas autobiográficas– «después de largas discusiones en que se opusieron Ortega Munilla, Picón y Sandoval. Es decir, la Mesa de la Academia era hostil. Maura, Director, no tomó partido en la discusión. Privadamente nos decía que temía que el nuevo nombre, lengua española, disgustase a los catalanes». Hasta aquí don Ramón, que no solo consiguió imponer su criterio, sino que además muy pronto sucedió a Maura, como ha quedado dicho.

El devenir de esta corporación está hecho de continuidades. El tajo de la guerra las destrozó por un tiempo, pero la Real Academia Española supo encontrar el modo de que las aguas volvieran a su cauce, en muy difíciles circunstancias. La figura y la mesura de don Ramón Menéndez Pidal fueron decisivas para ello, para anudar, o más bien reanudar, el hilo de la historia.