RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL Y LA ESPAÑA PRIMITIVA

Juan Gil

Real Academia Española
Fundación Ramón Menéndez Pidal


Boletín de información lingüística de la Real Academia Española
[BILRAE · 11 · Marzo de 2019]
http://revistas.rae.es/bilrae/article/view/280


Cuando se examina la obra de don Ramón Menéndez Pidal, llama poderosamente la atención su manera especialísima de emprender la investigación. En efecto, ya en el planteamiento del tema se fijan las metas más amplias y ambiciosas que imaginarse quepa, para evitar que pueda escaparse al análisis ningún detalle pertinente al campo del incipiente estudio. Esta pasmosa visión global se aprecia de forma muy clara en el proyecto en el que don Ramón trabajó durante toda su vida sin que, por desgracia, llegase a verlo terminado por completo: su monumental historia de la lengua española. El título de la obra es similar al de otras que se hicieron a comienzos del siglo xx sobre otras lenguas romances y también sobre el latín y el griego. Más lo importante es que don Ramón se tomó muy en serio la historia, es decir, los acontecimientos externos que conformaron la evolución de nuestra lengua, que, evidentemente, no hubiera sido la misma si, por poner un ejemplo, Tariq no hubiese plantado pie en la Península Ibérica. Pero ello quería decir al mismo tiempo que, enfrentado a la diacronía, el lingüista no podía desentenderse de la prehistoria de las lenguas romances, pues los idiomas prelatinos bien podían explicar fenómenos propios del español por efecto del substrato, un concepto que, por aquella época, usó con grandes frutos el sabio italiano V. Bertoldi.

Así fue como Menéndez Pidal, por exigencias de su riguroso método, se vio obligado a abordar temas que, aparentemente –solo aparentemente–, caían muy lejos del limitado campo de estudio de un romanista. En primer lugar, el vasco, el gran enigma. A principios del siglo xx estaba de moda la teoría del vascoiberismo, propugnada, entre otros, por el gran Hugo Schuhardt. Don Ramón, erróneamente, admitió en un principio la identificación del vasco y del ibérico, una afirmación categórica que, como él mismo señaló, fue atenuando poco a poco en ulteriores trabajos. Pero si en este punto genérico estaba equivocado, en cambio, nos llena de pasmo la maestría con que, descendiendo a lo particular, señaló la existencia de dialectalismos en el euskera, ejemplificados en el doblete Jabier/Chabarri, ambos derivados del sufijo eche ‘casa’ y berri/barri ‘nuevo’: en la consonante inicial, contrasta la africada ĉ con la fricativa š; además, la segunda vocal es abierta en el caso de Javier, como muestra la propia diptongación. Esta diferente evolución vocálica permitió a don Ramón delimitar dos áreas dialectales, una oriental (Exaberri: Navarra y Guipúzcoa) y otra occidental (Echabarri: Vizcaya y Álava). El influjo del vasco en nuestra lengua común siguió preocupando a don Ramon, que atribuyó el paso de la f- latina a la h- castellana (hierro, hijo < ferrum, filium) a la dificultad que tiene el hablante euskera para pronunciar la f inicial de palabra, una explicación que, a pesar de las fuertes críticas que ha recibido, no deja de ser muy sugestiva. Pero hay más. Al terminar su luminoso estudio sobre las vocales en vascuence, escribió don Ramón en 1918: «Gran parte de la historia del vasco está archivada en los nombres de lugar, donde se conservan fósiles de la lengua primitiva que no dejaron de sí otra memoria alguna». Pues bien, aplicándose él mismo el cuento, Menéndez Pidal fue rastreando, gracias a los datos de la toponimia, la repoblación de procedencia vascongada y navarra en la Castilla medieval: Báscones, Villabáscones, Basconcillos (Vasconcellos en Portugal), Naharros, Narros, pero también en la vieja Carpetania: Chamartín derivaría del nombre Eita + Martín, al igual que otros topónimos provistos de idéntico prefijo, como Cha-vida, Cha-garcía, Cha-herrero.

Su interés por la toponimia prerrománica llevó a don Ramón a estudiar las topónimos en -eno -ena, un sufijo que, siguiendo a Bertoldi, consideró de origen preindoeuropeo, así como a defender, siguiendo a d’Arbois de Jubainville y C. Jullian, la presencia en España de lígures, ya en parte indoeuropeizados, antes de la expansión de los celtas. De nuevo en este punto erró nuestro gran sabio al poner la etiqueta general; en cambio, ¡cuánta sabiduría se despliega en los detalles más nimios y, sobre todo, en el documentadísimo catálogo de las formas en -ena!

Como no podía ser menos, también la lengua de los indoeuropeos que invadieron más tarde la Península Ibérica interesó a don Ramón, por lo que no es extrañar que propusiese varias etimologías de raíz céltica. Así, el nombre de la capital, Madrid, vendría de Mageterito, un compuesto de mago- y ritu- que significaría ‘gran puente’. También serían de origen céltico topónimos como Alcobendas, Arganda o Coslada. Una inscripción de Tuy está dedicada a Marti Cariocieco; con certera intuición Menéndez Pidal desentrañó el epíteto del dios como un adjetivo del topónimo Carioca, es decir, el actual Quiroga. Bien puede decirse, pues, que don Ramón y don Manuel Gómez Moreno, con su genial desciframiento del alfabeto ibérico, sentaron las bases para el estudio de las lenguas célticas, un campo que, en España, cultivó después con tanto tino como maestría Antonio Tovar. Y los nombres de los dos grandes lingüistas –Menéndez Pidal y Tovar– acabaron unidos en los Orígenes del español, cuando don Ramón, haciendo suya una tesis de don Antonio, defendió el origen céltico de la sonorización de las sordas intervocálicas en español, esto es, el paso de securum > ‘seguro’, lupum > ‘lobo’, vitam > ‘vida’.

De capital importancia son las conclusiones a que llegó Menéndez Pidal sobre las características del latín hablado en la Península Ibérica por los romanos, la penúltima oleada indoeuropea. Llamó su atención la rara asimilación progresiva que se da en los documentos de la cuenca del Ebro y que es común hoy en catalán: anar (cast. andar), demanar (cast. demandar), etc. En efecto, lo normal es que la asimilación sea regresiva, es decir, que prevalezca la consonante final: es lo que ocurre en español en todos los grupos bi- o triconsonánticos: ursum > ‘oso’, etc. Ahora bien, en osco y en umbro (la primera, la única lengua itálica que, por su cultura, hizo verdadera competencia al latín), sí existió esa extraña asimilación: el gerundio -nd- dio en estas dos lenguas -nn-, de modo que en osco se dijo sacrannas, una forma que en latín conservó el grupo primitivo: sacrandas. La conclusión a que llegó don Ramón no puede ser, en principio, más lógica. Si esta asimilación es herencia del osco, ello quiere decir que los soldados que colonizaron Hispania no nacieron en el territorio propiamente romano, sino que procedieron de zonas dialectales o directamente del área osca. Cabe reforzar esta deducción con otro ejemplo: lo mismo sucedió siglos más tarde en la colonización de América, pues los españoles que imprimieron unas características especiales al habla que llevaron consigo no fueron los del centro peninsular, los castellanos propiamente dichos, sino los de la periferia, esto es, los andaluces y los extremeños. Don Ramón, siempre atento a los detalles de la historia, apoyó su teoría con dos datos más. La zona donde resistió largo tiempo el gran rebelde, Sertorio, fue precisamente la cuenca del Ebro; y Sertorio nació en Nursia, ciudad sabina (por tanto, en una región ya latinizada, pero sometida todavía a un fuerte influjo de su lengua primitiva, el osco), y se sabe gracias a Plutarco que fundó una escuela en Osca donde se educaban los niños iberos juntamente con los romanos; el propio nombre de esta Osca (la actual Huesca) evidencia a las claras, a su juicio, el origen de los colonos que en ella se asentaron.

La teoría de don Ramón fue objeto de duras críticas por parte de varios lingüistas. Contra ellas se revolvió el gran sabio con tanta soltura como viveza en la última edición de sus Orígenes del español. Y aun, con asombrosa lozanía, en su verde senectud añadió a las características ya señaladas todavía una más. En su opinión, el paso de la l- a ll-, un rasgo que une al catalán con el mozárabe y el asturiano, no solo habría sido en un principio común a todas las lenguas de la Península, sino que también podría ser atribuido a una herencia dialectal de los colonos romanos. Con estas tesis de don Ramón se puede estar o no de acuerdo; mas no cabe duda de que roturaron nuevos campos y abrieron nuevas perspectivas para la investigación, de suerte que, en verdad, fueron realmente fecundas.

Hemos visto cómo en todos estos estudios, incluso en los primerizos, campea una idea fundamental. Si el substrato opera silenciosamente a lo largo del tiempo y solo son visibles sus efectos al cabo de los siglos, se deduce que ese cambio de tan larga gestación tuvo que mantenerse durante muchos años en estado latente. Sus estudios fundamentales sobre el romancero vinieron a estimular a don Ramón en la búsqueda de todos los fenómenos lingüísticos o culturales que llevan una existencia soterrada: un romance puede vivir oralmente durante centurias sin asomarse un ápice a la literatura escrita. Creo probable que, además del fecundo concepto de literatura tradicional, de ahí le viniese a Menéndez Pidal la idea de atribuir frutos tardíos a la cultura española. Mas el concepto de estado latente tuvo también otras consecuencias jugosas, pues don Ramón lo aplicó a otros campos como, por ejemplo, el de la epopeya. La épica germánica, a su juicio, transmitió algunos de sus temas predilectos a nuestros cantares de gesta: así, por ejemplo, la venta al gallarín doblado –esto es, en progresión geométrica– de un corcel, venta de la que se habla en el Poema de Fernán González y que, por la elevadísima suma de dinero que llegó a alcanzar, hizo posible la independencia de los castellanos, sería un eco lejanísimo de un tema que aparece en la Historia de los godos de Jordanes: la liberación de los godos «por el precio de un caballo». Se trata, sí, de una suposición aventurada, pero ¡cuán bienvenidas son las teorías que tratan de romper el melancólico silencio de los siglos! Hay que reconocer que en este esforzado empeño por poner en relación datos en apariencia inconexos, testigos únicos de una tradición anterior, don Ramón no tuvo rival.

La vivísima percepción de la latencia secular y el hecho mismo de contemplar la historia de la lengua como sub specie aeternitatis tuvieron una deriva inesperada. Don Ramón, tan ecuánime por lo general, se adhirió sin embargo a una tesis de la vieja escuela, presente ya en la Primera crónica general de Alfonso X: la de considerar la historia de España como un continuum desde los romanos. En este punto se observa asimismo el influjo del magisterio de Menéndez Pelayo, para quien la lista de nuestros heterodoxos empezaba con Prisciliano. Pero no: el indígena americano puede que vibre quizás hoy con el recuerdo del cacique Hatuey o del rebelde Túpac Amaru, mientras que el español del siglo xxi no se considera compatriota de Viriato ni protesta airadamente de los genocidios cometidos por los romanos, cuya cultura siente como más cercana: en este punto, la Numancia de Cervantes es un caso único.

Menéndez Pidal, siempre innovador, remozó esas creencias antañonas y les dio una formulación nueva. A su juicio, existe una serie de rasgos inmutables que han caracterizado la esencia de lo español a lo largo de su historia: sobriedad, desinterés, tradicionalismo, religiosidad, sentimiento del honor, individualismo, etc. Esta convicción la confirmó asimismo con otro ejemplo más, en este caso tomado de la literatura: el verismo, propio –a su entender– de la épica castellana, hundiría sus raíces ya en la época romana, pues el cordobés Lucano compuso una epopeya –la Farsalia– desprovista de la tramoya divina propia del género y fue censurado por haber escrito más historia que poesía.

Ahora bien, si los caracteres de un pueblo son inmutables, por fuerza el pueblo en cuestión corre peligro de actuar siempre de la misma manera y cometer, por tanto, los mismos errores. Aunque algunos sucesos de la política nacional más reciente parecerían dar hoy la razón a don Ramón, debo confesar que soy mucho más optimista que el gran maestro. No creo que estemos sujetos a un determinismo histórico. Algunos de los rasgos señalados por don Ramón se debieron a la tiranía de los condicionamientos naturales, un hecho que tampoco se le escapó a su finísima inteligencia. La frugalidad, por ejemplo, fue hija de la pobreza y desapareció como por ensalmo en cuanto nuestros compatriotas creyeron tener dinero: el pasado más reciente proporciona sobrados ejemplos de derroche faraónico y endeudamiento innecesario en todas las capas de la población. Por la honra se moría antes: los escándalos financieros han provocado más suicidios en Italia que en España, supuestamente tan celosa guardiana del honor. Los misoneístas de antaño celebran hoy con fruición Halloween y van de compras en el Black Friday. Y así sucesivamente. Es probable que, después de haber sufrido el drama incalculable de la guerra civil, el gran sabio escribiera esa Introducción a la Historia de España entristecido y descorazonado. Entonces, tras el exilio de buena parte de la intelectualidad, tras el desguace implacable del Centro de Estudios históricos, sí cabía pensar en la inevitabilidad de un eterno retorno de los fantasmas patrios. Mas los pueblos que no están aislados cambian; nuestro país, afortunadamente, también.

He intentado mostrar, en este rápido esbozo, nuestra deuda inmensa con Menéndez Pidal en un terreno, el de la Hispania primitiva, que no fue el suyo. Aunque quepa discrepar de sus conclusiones, es preciso reconocer que las teorías de don Ramón fueron un poderosísimo acicate para la investigación de múltiples facetas de la Iberia prerromana y que, de una manera o de otra, aceptadas o rechazadas, han conformado en gran medida nuestra propia manera de pensar.