CARLOS BOUSOÑO PRIETO: IN MEMORIAM


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCIX · Cuaderno CCCXIX · Enero-Junio de 2019]
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PRIMAVERA DE LA MUERTE

A Carlos Bousoño le gustaba rememorar su primer encuentro con don José Ortega y Gasset. Fue en Madrid al final de una de las lecciones del maestro. El pensador observó con fijeza al joven de tez blanca, ojos azules y pelo rubio rizado o, como precisaría Vicente Aleixandre, «más bien erizado». Y le dijo: «Usted es celta, ¿verdad?». –«Sí, nací en Boal, en la cuenca alta del río Navia», contestó Carlos. –«¿Ve? ¡No me equivoco nunca!». Pronunciaba Carlos esta última frase con énfasis orteguiano y la cerraba con una sonora carcajada.

La frecuencia con que a lo largo de los años le oí recordar la anécdota me hizo pensar que su conexión íntima con el terruño astur era más fuerte de lo que en su biografía y escritos suele reflejarse. Así lo sugería también Aleixandre que en una de sus prosas –«Carlos Bousoño sueña el tiempo»– fijó las primeras etapas de su evolución poética:

«Carlos Bousoño –decía– es el único caso conocido de un poeta que, habiendo nacido en 1923, ha sido un muchacho contemporáneo de la madurez de Campoamor y de Zorrilla. En su pueblo, sin noticia alguna de la poesía, a los trece años abrió la pequeña biblioteca de su difunto tío abuelo, y allí estaban los libros de esos dos poetas y de ninguno más [] Como un muchachillo de 1870 despertó a la poesía de ... 1870».

Así fue. Empezó a escribir versos al modo de su paisano naviego: doloras, humoradas, leyendas. Las recogió en un librito delicioso, casi secreto, su tío materno, el prócer mexicano Carlos Prieto. Poco después, en los años del bachillerato ovetense se entusiasmó con Rubén Darío y el modernismo. Se llenaron entonces sus versos de princesas y nenúfares; pero también –y esto iba a resultar más importante en su carrera– del sentimiento de Lo fatal: «pues no hay dolor más grande / que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre / que la vida consciente».

Estudiando los años comunes de Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo, descubrió enseguida los caminos que lo llevarían de Unamuno y Antonio Machado a Lorca y Alberti y… hasta Vicente Aleixandre que le esperaba en Madrid en la madrileña calle de Wellingtonia:

«Era 1941 –recuerda el maestro–; se apeó en la última estación, con la sonrisa interrogativa y las pupilas brillantes llenas de humildad como si acabase de abrir los ojos desde la maravilla».

De la mano del que iba a ser su maestro y más que amigo, entró Bousoño en el grupo de jóvenes poetas: José M.ª Valverde, entonces su íntimo, Vicente Gaos, Blas de Otero, Eugenio de Nora: contertulios todos del Colegio Mayor Cisneros.

Entre las ruinas de la guerra civil la poesía española se había refugiado mayoritariamente en el garcilasismo: formas clásicas, un simbolismo desleído y una religiosidad sentida o soñada (o fingida). Pero en 1944 Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y Sombra del paraíso, de Aleixandre, fueron, como diría E. de Nora, «un viento huracanado capaz de barrer de un golpe el amanerado mundo de exquisiteces». Comenzaron a aparecer los poetas sociales –Nora y la revista leonesa Espadaña fueron pioneros–; junto a ellos, quienes, atentos al hombre en su circunstancia concreta, producían una escritura realista –Hidalgo y Hierro serían sus paladines–, y, en fin, quienes, como Bousoño, enraizados en una preocupación ética, se esforzaban en crear una poesía existencialista, buscando una salida a la angustia del vivir. En la Antología consultada (1952), que incluye a los nueve mejores poetas de entonces, se pregunta Bousoño: «¿Poesía realista? Si os referís a la realidad interior, no me parece mal. Pero si queréis significar ‘poesía escrita en el lenguaje consuetudinario’, no estoy conforme. Y si deseáis decir ‘poesía que refleje las cosas tal como son’, no logro entender lo que esas palabras pretenden significar».

En un Ensayo de autocrítica que escribiría desde el último recodo del camino, declarará Carlos que la intuición radical de su poesía fue «la vida como primavera de la muerte», como «la nada siendo». A rachas escribe a lo largo de 1944 Subida al amor, un libro inicialmente animado por una fe religiosa, que se quebrará muy pronto en lo que Brines califica, certero, de «fe del incrédulo». El núcleo cosmovisionario del libro se expresa de modo claro en el poema Cristo adolescente: un Cristo niño va de la mano de su madre por un bosque, donde –es tiempo de primavera– crece el árbol de la cruz. Cuando, un año más tarde, publica Primavera de la muerte, Aleixandre se entusiasma y en el prólogo declara que el libro «aporta un estremecimiento nuevo a la poesía española [...] un timbre nuevo que quizá, con esencialidad, no había sido escuchado en nuestra patria [...] Es la voz más pura, quizá, que haya sonado en la poesía española». («Adolescencia y muerte», en O.C., p.1492).

La reflexión sobre la poesía –fondo y forma– se maridaba en Bousoño con el estudio teórico y crítico. Su tesis doctoral, afrontada por primera vez en la Universidad Complutense sobre un autor vivo, versó naturalmente sobre Aleixandre. Presentada en 1949 y publicada al año siguiente, supuso una radical novedad de planteamiento crítico del surrealismo europeo y español. En 1951 publicaría con Dámaso Alonso, maestro y amigo, Seis calas en la expresión literaria española, que constituye un modelo de ensamblaje del estudio histórico y crítico la literatura. Un año más tarde nos daría Bousoño la obra que, tras recibir el Premio Fastenrath de nuestra Academia, iba a convertirse, ampliando su contenido en cada una de las numerosas ediciones, en el libro de cabecera de todos los estudiosos de nuestra literatura.

La Teoría de la expresión poética era fruto de muchos análisis particulares de poemas de toda la historia literaria. Se asentaba en la definición de la poesía como comunicación de una síntesis intuitiva, única y unificadora de lo conceptual, sensorial y afectivo. Lo que en el poema se comunica no es, pues, un contenido anímico real sino su contemplación que se realiza mediante la manipulación y transformación de la lengua estándar en una lengua de arte. Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma se lanzaron sobre él en sendos artículos defendiendo que la poesía no es comunicación sino conocimiento. Repetidas veces insistió Carlos Bousoño en que él no era ni quería ser un poeta-profesor, aunque su labor en ambos campos se maridaba. Cuando en 1998 prepara la edición de sus Poesías completas (Tusquest), escribe una introducción totalizadora titulada «Toda la verdad».

«Fue en la claridad / donde comprendiste / la media verdad // y la otra mitad / la reconociste / en la oscuridad // En el negror más hondo. / Allí estuviste».

Ese proceso de dualidad irá gobernando toda su creación. El núcleo cosmovisionario que, encerrado en las fórmulas «primavera de la muerte» o «la nada siendo», centra y da sentido a toda la escritura temprana, articula los poemas de la segunda etapa. El cántico de la realidad contemplada desde la nada o desde la muerte en que ha de desvanecerse, constituye la visión fundamental del libro Noche del sentido (1957). «No sé, no sé, apenas lo comprendo. / Escrita queda en el papel mi duda» («Presunta vida»). Y el cántico de esa misma realidad cuando despliega toda su gracias, o seducción, es lo que produce en 1962 el libro Invasión de la realidad: «Salvadme, naves vientos, / salvadme frescos valles, / raíces de la vida, / luz que a diario renaces» («Invasión de la realidad»). En una progresiva rima interior Invasión de la realidad expresa el renacimiento incesante, como de perpetuo ave fénix. El verdadero protagonista era entonces el tiempo, y los poemas de Bousoño se movían entre la oda, el himno o la elegía.

En 1960 declara: «Hasta entonces los poemas que habían nacido, en la mayoría de los casos, como fruto de una determinada emoción incardinada en un ritmo: un ritmo sin palabras aún, vacía de significaciones. De pronto, ahora aparecía el verso movido en mí desde una noción capaz, en algún sentido, de producción sorpresa, una mención, a veces especialmente paradójica, que podía ser una simple idea, pero que las más de las veces consistía en una metáfora o un símbolo con capacidad de estallido, de desarrollo, de proliferación» (p. 182).

Comenzaba de este modo la tercera etapa creadora, la más interesante y lograda a juicio de la mayor parte de la crítica. Hablo de dos libros cimeros: Oda en la ceniza, de 1967, y Las monedas contra la losa, de 1973. Abría el primero una dedicatoria a José Hierro, cifrada en un poemilla titulado «Salvación de la palabra»: «Y así fue la palabra, / ligero soplo de aire / detenido en el viento / en el espanto, / entre la movediza realidad / y el río de las sombras».

Retornaba a cada paso en el libro el verso germinal: «la nada siendo». Así, por ejemplo, en «El baile»: «El ser y la nada se han hecho para bailar juntos». En el poema que presta título al libro, Oda en la ceniza, se afirma la vivencia de que «Cada minuto el mundo es otro, / otra la muerte, / otro el desdén, la diurna aparición del entusiasmo, / el radical sentido». Este cambio continuo en un giro de facetas genera, como en un caleidoscopio, constantes mutaciones de la forma, vinculadas a distintas actitudes intelectuales o sentimentales del poeta. Y es ahí donde bulle la riqueza expresiva de Bousoño, maridando tradición y modernidad; los ecos profundos, pongo por caso, de San Juan de la Cruz, se enlazan en diálogo con las reflexiones del simbolismo francés, al tiempo que la reflexión intelectual categorizadora abre paso al claro fluir del río de un sentimiento puro.

Carlos me escribió un día que el poeta tiene que recoger los trozos de su cántaro de Talavera y, mezclados con los de una porcelana de Sèvres, pasarlo todo por el ojo bíblico de la aguja para que sorba el aire y brille al sol.

Buen ejemplo de ello me parece el poema que elijo casi al azar de los que componen el libro Las monedas contra la losa, dedicado, por cierto, a nuestro compañero Francisco Brines, el más lúcido conocedor, a mi juicio, de la poesía de Bousoño. Se titula «Corazón partidario», y dice, piensa, canta y reza así:

«Mi corazón está con el que entonces,
en el vaso que una mano de niebla
le tiende entre la sombra,
bebe hasta el fin, con lucidez,
sin amargura,
toda la hez del mundo.
Y luego, seriamente,
allá en lo alto, mira, con ojo nuevo,
el cielo puro» (p. 276 y s.).

Carlos Bousoño estaba entonces en la cima de su creación y de su brillantez como profesor de Teoría literaria reclamado por las primeras universidades de los Estados Unidos.

Nuestra Academia lo acogió en octubre de 1980. Versó su lección sobre el Sentido de la evolución de la poesía contemporánea en Juan Ramón Jiménez. Le contestó Gonzalo Torrente Ballester.

A mí me queda entre muchos recuerdos –compartía con él la condición de celta– me queda digo, la memoria de aquel grupo que todos los jueves formaban, en la Sala de pastas, al pie del retrato de Dámaso Alonso, Bousoño, Nieva, Claudio Rodríguez, y, cuando venía, Brines. Respetando la intimidad, cumplía yo con la vieja y noble costumbre de saludar a todos. Observé pronto que no era el suyo un encuentro ocasional y pensé que algo especial los convocaba. Pude al fin confirmarlo. Andaba yo importunando a Claudio para que me permitiera publicar en la Nueva Austral la traducción que él había hecho, en su etapa británica, de los Cuartetos de Eliot. Un día, harto de mi insistencia, me dijo: «Aquello fue solo un ejercicio escolar. Eliot no me interesa en absoluto. Ahora estoy metido de lleno en un largo Poema de senectute».

Comprobé entonces que este era el objeto de la concentrada atención del grupo las tardes de los jueves. Tras varios intentos Claudio abandonó el trabajo para adelantarse en la despedida. Carlos iba ya entonces adentrándose poco a poco en la niebla. Cuando en un reducidísimo cortejo, acompañé en mayo su cuerpo al frío y triste crematorio del cementerio de la Almudena, recordé aquellos versos de su Oda en la ceniza:

«En la ceniza hay un milagro.
Allí respira el mundo.
En la ceniza hay viento y no se oye,
y una paloma vuela bajo el sol».

Víctor García de la Concha

Real Academia Española