RESEÑA (II). EL CRITICÓN


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVIII · Cuaderno CCCXVII · Enero-Junio de 2018]
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Baltasar Gracián, El Criticón, edición crítica de Luis Sánchez Laílla y José Enrique Laplana, anotación de M.ª Pilar Cuartero, José Enrique Laplana y Luis Sánchez Laílla, Institución Fernando el Católico-Diputación Provincial de Zaragoza, Zaragoza, 2016, 2 vols (lxxxv + 967 pp. y 1015 pp.). ISBN 978-84-9911-418-7.


Punto de llegada

Decía Gianfranco Contini, y se ha repetido hasta la saciedad, que una edición crítica es una hipótesis de trabajo. Sin ánimo de enmendarle la plana al maestro piamontés, podemos apostillar que hay ediciones más hipotéticas que otras y ediciones en las que el trabajo es mayor y mejor que en otras. Tal cosa viene a cuento ante este admirable Criticón, de Baltasar Gracián por supuesto, pero también en lo sucesivo de Luis Sánchez Laílla, José Enrique Laplana y M.ª Pilar Cuartero. Para calificar su edición, que se ha ido forjando a lo largo de tres lustros, los responsables han escogido el término «inaugural» (i, p. xxx), esto es, punto de partida para avances posteriores. La modestia les honra, y hay que decir desde el principio que a su labor, y al saber y habilidades desplegados en ella, les cuadran también calificativos como «monumental» y «magistral», empleados con justicia en este tiempo pródigo en alabanzas desmesuradas. Más que un punto de partida, así, la presente edición es un punto de llegada en el conocimiento de la obra cumbre de Gracián y en la fijación del texto según criterios científicos: una hipótesis de trabajo hacia la perfección (de unos métodos y unas técnicas), por volver al dictum de Contini.

Formados en el magisterio de Aurora Egido (a quien dedican el presente trabajo) y con un conocimiento probado en crítica neolachmanniana y bibliografía material, los dos responsables del texto crítico cuentan con el aval previo de sus óptimas ediciones de González de Salas (Sánchez Laílla), Juan de Valdés y Pérez de Montalbán (Laplana), junto con la coordinación de la Parte XII (Laplana) y la Parte XV (Sánchez Laílla) de comedias de Lope de Vega, por citar algunos de sus trabajos, amén de abundantes estudios sobre la obra de Gracián. A Sánchez Laílla se debe también una edición de las obras completas del jesuita (2001); el texto de El Criticón preparado en aquella ocasión ha fungido como arranque del actual. Para completar el equipo editorial han contado con M.ª Pilar Cuartero, reconocida experta en paremiología y tradición clásica y humanística (además de editora de Melchor de Santa Cruz y Joan Timoneda, con el recordado Maxime Chevalier), que ha aportado su conocimiento de las fuentes antiguas, imprescindible para abordar la anotación integral de la obra.

El estudio introductorio se abre con una magnífica exposición de la «odisea editorial» de El Criticón (i, pp. xiii-xxix), donde se refiere paso a paso y se aclara punto por punto un proceso de creación y publicación que se extendió durante seis años y que marcó significativamente el final de la vida de Gracián. La salida de la Primera parte (1651) comportó un cambio de estrategia autorial y editorial: el jesuita oscureció su pseudónimo algo más de lo que lo había hecho hasta entonces, pasando de «Lorenzo Gracián» al anagrama «García de Marlones», y dejó de imprimir a su costa (aunque en las portadas figurara Vincencio Lastanosa como testaferro protector); en lo sucesivo sería Juan Nogués, su editor-impresor habitual, quien asumiría los costes de la empresa. Gracián, siempre preocupado por que sus libros viesen la luz con la máxima corrección posible, prefería que estos se estamparan en el lugar donde residía, pues así podía tener el control final del resultado mediante la revisión de pruebas, en un ir y venir del gabinete a la imprenta. Es lo que hizo con las partes Primera y Segunda, pero no con la Tercera parte, según tendremos oportunidad de ver. Triste corolario de la publicación de la obra fue la progresiva represión a que la Compañía de Jesús sometió a su autor: si la Primera parte suscitó murmullos de inconformidad y serias advertencias, la Segunda provocó una reacción decidida de la Orden, que impuso a Gracián el castigo de precepto y censura, que implicaba el sometimiento a obediencia, con prohibición de publicación en lo sucesivo, y la privación de algunos beneficios (i, p. xxiii); la aparición de la Tercera parte, que demostraba a ojos de la Compañía la contumacia de su miembro, le supuso apartamiento de la cátedra, amonestación pública, penitencia y el traslado a Tarazona, lugar que Gracián temía y donde murió a finales de 1658, año y medio después de haber culminado la publicación de su obra maestra. Para contar esta historia, además de en los impresos mismos, los editores se han basado, explotándola con perspicacia, en la información contenida en el breve pero valioso epistolario del autor, ya sean las cartas por él escritas, ya las de sus amigos Lastanosa y Uztarroz, entre otros.

A la contextualización editorial sigue el estudio textual propiamente dicho, impecable en su exhaustividad y precisión. Sánchez Laílla y Laplana –fundamentalmente el primero, según se declara en i, pp. ix-x– han examinado y cotejado las diez ediciones conocidas de las tres partes exentas de la obra, con un total de 33 ejemplares revisados; a ellas hay que sumar la edición íntegra del Criticón impresa en Barcelona en 1664 y, también de ese año, la segunda edición del libro como parte de las obras completas del jesuita (de la primera, de 1663, no se conocen ejemplares). Se incluye también la descripción de las otras 17 ediciones estampadas en lo que quedaba de siglo xvii y a lo largo del xviii; y, después del paréntesis del siglo xix, que no vuelve ni una sola vez sus ojos a la obra, de todas las contemporáneas, desde la de Julio Cejador hasta la del propio Sánchez Laílla, pasando por el trabajo de referencia de Miguel Romera-Navarro o las ediciones, meritorias por distintos motivos, de Santos Alonso, Carlos Vaíllo o Emilio Blanco. Se trata de una inmensa tradición editorial difícil de reunir, muy bien deslindada y a la que se aplica, con respeto y suavidad, el principio de dar a cada cual lo suyo, como pide el Digesto.

La concienzuda collatio de los testimonios antiguos ha deparado una significativa cantidad de hallazgos relevantes para la fijación del texto y para un mejor –no arriesgaremos demasiado si afirmamos que definitivo– conocimiento de la historia editorial de la obra. Por ejemplo, Laílla y Laplana demuestran, más allá de toda duda razonable, que la única edición autorizada de la Primera parte es la princeps zaragozana de 1651, y que la edición madrileña de 1658 –en la que Romera-Navarro depositó su confianza– no registra variantes que puedan considerarse de autor: sus lecturas divergentes son errores propios, enmiendas de los fallos más evidentes de su modelo y conjeturas no siempre bien encaminadas (i, pp. lvii-lxii). Un segundo y sensacional descubrimiento tiene que ver con la Tercera parte, la única princeps de Gracián que se imprimió lejos de su alcance (la costeó Francisco Lamberto en Madrid, estampada por Pablo de Val) y cuyo resultado final, en consecuencia, no le fue posible controlar, y del que debió de quedar sensiblemente descontento (i, p. xxvi). La buena praxis de consultar el mayor número posible de ejemplares conocidos ha permitido a los editores localizar uno (el de la Österreichische Nationalbibliothek de Viena) que conserva inserta una hoja suelta, a manera de fe de erratas, con sesenta y nueve cambios que hay que atribuir a Gracián y que han pasado a integrarse en el texto crítico, sustancialmente mejorado de esta forma (i, pp. xli y lxxiii-lxxiv).

Otro mérito de la escrupulosa labor de análisis bibliográfico y del cotejo textual es la identificación de aquellos ejemplares existentes que pertenecen a ediciones contrahechas –una por cada una de las tres partes de la obra–, índice del interés que despertaba El Criticón en el mercado editorial e indirectamente de la popularidad con que fue recibido por sus contemporáneos (i, pp. lxii-lxvii). En otro orden de cosas, la compulsa de las interesantes ediciones lisboetas de Henrique Valente de Oliveira muestra que en estas ya hay correcciones que tres siglos después adoptaría de forma independiente Romera-Navarro y que presentaría, lógicamente, como de su propia cosecha (i, pp. lxvii-lxx). Sin que ello reste un ápice de valor a las finas conjeturas del ilustre filólogo, se pone de relieve aquí que un estudio en profundidad de la tradición textual permite fijar el momento en que se han producido ciertos errores o introducido determinadas correcciones, cosa que permite sustentar con mejores argumentos –por la prueba añadida de los testimonios antiguos, más cercanos en proceso, lengua y contexto al autor– algunas lecciones conjeturadas por los editores modernos.

El examen de un número tan nutrido de ejemplares (algunos de ellos pertenecientes a bibliotecas privadas, como la muy bien provista de Luis Crespí de Valldaura) ha posibilitado asimismo detectar emisiones específicas hasta ahora no convenientemente detalladas, que aportan alguna luz sobre los flujos editoriales entre las coronas de Castilla y Aragón a mediados del siglo xvii. La princeps de la Segunda parte tuvo dos portadas (ambas con datos falsificados), y los ejemplares con la que se supone impresa en Huesca por Juan Nogués parece que se vendieron en Castilla, mientras que aquellos en los que se declara que la había estampado en Madrid Francisco Tazo (con la obra atribuida a «García de Marlones» y no a «Lorenzo Gracián», como figura en la portada de Nogués) se habrían distribuido en Aragón, donde importaba en mucha mayor medida que el jesuita se protegiera de los ojos escrutadores de la Compañía; digamos también, de paso, que la propuesta de identificación de Francisco Tazo, desconocido hasta la fecha, resulta plausible (i, p. xxii). En este mismo terreno, y a partir de hallazgos previos de Jaime Moll, se explica cumplidamente que la muerte en 1650 de Roberto Lorenzo, el editor madrileño del jesuita, no alteró las relaciones de Gracián con su distribuidor habitual en la capital del reino: aunque el pie de imprenta cambie en la portada de las partes Segunda y Tercera, en las que figura Francisco Lamberto, este se había casado en 1651 con la viuda de Lorenzo, según práctica profesional acostumbrada en el gremio, y por consiguiente se trataba del mismo negocio, aunque regido por nuevas manos (i, pp. xvii-xviii).

Con mimbres tales como los enumerados se teje un buen cesto: un texto crítico fijado de forma segura a partir de la autoridad de las tres editiones principes, que se corrigen, allí donde la lectura resulta inaceptable o dudosa, según un criterio prudente, muy sensible a la tradición previa. Merece la pena reproducir las palabras de los editores al respecto: «...hemos procedido sistemáticamente a la selectio de la variante que hemos considerado razonable entre las ofrecidas por el resto de los testimonios antiguos, consignando en el aparato crítico tanto la lección elegida como la desechada. Solo en el caso de que las variantes examinadas no resultaran del todo convincentes, o de que simplemente no hubiera alternativa documentada, hemos optado por la emendatio ope ingenii, con idéntico registro en el aparato crítico» (i, pp. lxxii-lxxiii). La pormenorizada exposición del modo como se ha constituido críticamente, adaptado gráficamente, puntuado y anotado el texto (pp. lxxii-lxxxv) es de una calidad inusual, que transmite, una vez más, la sensación de que se han asediado todas las cuestiones y se conocen los más ínfimos recodos textuales y lingüísticos de la obra. Como ejemplos de acribia filológica pueden citarse incluso comentarios en nota: así, en el prólogo, las nn. 37 (sobre el examen ocular de ejemplares), 72 (con identificación, a partir de las correcciones en prensa registradas, de la rama de ejemplares que habría sido el modelo de una edición determinada) y 74 (análisis de errores de editores modernos que provocan restituciones en otros editores posteriores).

Este prurito crítico los lleva a detallar las intervenciones en la presentación gráfica y a aclarar la forma, muy restringida, en que las variantes lingüísticas se han incluido en texto y aparato. Este último (i, pp. 837-887), que registra las lecturas divergentes de las ediciones antiguas hasta las de 1664, es positivo y de clara lectura. Se incluyen en él algunos casos significativos de variantes en la puntuación, para que no quede sin consignar ninguna intervención textual considerada relevante (casi como excepción, se puede discrepar de la idea, formulada en p. lxxxi, n. 111, de que la división en párrafos a la manera moderna supone una violencia excesiva sobre el texto: no es de pensar que lo sea en mayor medida que las intervenciones en la puntuación o en las grafías antiguas, por ser todos ellos elementos propios de la edición del libro de la Edad Moderna). Se incluye también una lista de erratas de los impresos antiguos (ii, pp. 915-931), cuyo registro «pudiera ser de provecho para la filiación de posibles nuevos testimonios hallados en el futuro» (i, p. lxxvi), en lo que podemos considerar un nuevo gesto de rigor y también de humildad, porque será muy poco, si es que algo, lo que pueda haberse escapado al ojo de lince de los editores.

La anotación se rige por el doble sistema consagrado en la filología hispánica por la colección «Biblioteca Clásica»: notas al pie para la elucidación literal del texto, aligeradas de todo lo no imprescindible (y no por ello poco abundantes, ya que la agudeza y el ingenio gracianescos son de una polisemia casi inagotable que solicita constantes aclaraciones, nunca escatimadas al lector), y notas complementarias, material inmenso que ha requerido de un segundo tomo tan voluminoso como el que contiene el texto. A lo largo de más de ochocientas páginas de cuerpo apretado se despliegan las referencias, las glosas explicativas y, sobre todo, los paralelos con otros lugares de la obra del jesuita, que vuelve una y cien veces, reescribiéndose, sobre determinados asuntos y con determinados giros, puntualmente documentados en la anotación. Estas complementarias han supuesto una tarea colosal en la que lucen los talentos combinados de los tres editores (aquí se suma de forma decisiva el saber de Cuartero): gran solidez en fuentes clásicas, referencias paremiológicas y emblemas; precisión en los matices lingüísticos; copiosos paralelos, según se ha dicho, con otros lugares de la obra de Gracián y referencias internas al mismo Criticón; similitudes en ideas y giros con otros autores de la Edad de Oro; repertorio de referencias bibliográficas y autoridades, con reconocimiento expreso a los anotadores que los han precedido (en especial a Romera-Navarro y al grupo LESO), etc. Y ello sin incorporar material superfluo o de lucimiento: hay abundancia, pero nunca derroche. El resultado constituye una cumplida summa con la que acceder a la comprensión integral de El Criticón en el contexto de la obra y el tiempo de Baltasar Gracián. No me parece que sea el caso ahora de destacar algún ejemplo concreto o ponerle algún pero a esta o aquella nota: sería arrojar sal al océano. Que el estudioso acuda al opíparo volumen complementario y compruebe con sus propios ojos la calidad y articulación del material reunido (puede empezar picoteando en los estupendos casos que los mismos editores seleccionan en i, p. xi).

La forma de ordenar el acceso a semejante caudal informativo es ingeniosa, mediante un triple sistema de referencias voladas: números arábigos para las notas al pie (a cuyo final se coloca un asterisco si hay remisión a nota complementaria), letras romanas y griegas para remitir a aquellos comentarios que no encuentran nota al pie, sino solo exposición en la complementaria (por lo general, paralelos con otros autores o comentarios de crítica literaria), y puntos volados en trama de gris para las referencias al aparato crítico, pulcramente ubicadas y detectables también por la numeración de las líneas del texto. Es inevitable que este triple código salpique de superíndices la mancha de la plana: mal menor, dados los beneficios que supone la posibilidad de acceder de forma distinta a los varios niveles de información.

Para guiar al estudioso a través del largo viaje de Critilo y Andrenio se han incluido abundantes apéndices: en el primer tomo, un resumen argumental de cuarenta páginas, minucioso y muy útil, imprescindible para no perderse en la selva alegórica de las estaciones de la vida del hombre, seguido de un índice de personajes y otro de espacios, ambos organizados, de forma muy conveniente, según el curso de la acción y no por orden alfabético; por su parte, el segundo tomo incorpora un copioso índice de «voces, expresiones y frases proverbiales» –vía de acceso al gran trabajo de los tres comentaristas–, al que acompañan seis nuevos índices específicos: personajes históricos, citas bíblicas, adagios y sentencias latinos, refranes y, finalmente, emblemas. Es difícil que un libro en papel dé más de lo que da este. (Dicho sea incidentalmente: la encuadernación, en un bello papel verjurado en tono crema, pero de no mucho gramaje, y con los pliegos encolados y no cosidos, está condenada a fatigarse con rapidez a poco que se manejen los dos volúmenes, tan extensos y necesitados de constante trasiego del uno al otro. Tal como se ha encuadernado, más parece un libro para admirar que para leer y manejar.)

Esta edición crítica de El Criticón, en fin, es respetuosa a un tiempo con el autor y con el lector: con aquel, al restituir cuidadosamente la literalidad de su texto y dilucidar su sentido palabra a palabra, concepto a concepto, referencia a referencia; con este, al no dar nada por sentado, explicar cada paso y facilitarle siempre la posibilidad de distinguir entre la obra y sus adherentes. Es de desear que la presente editio, que merece como pocas el calificativo de maior, genere más pronto que tarde una secuela portátil, pensada para el uso de universitarios y el común de los lectores: un solo volumen con anotación completa pero ceñida y un prólogo no solamente textual, sino también histórico-literario y crítico. Será el mejor servicio que pueda prestarse al conocimiento de la obra cumbre de Gracián, sólidamente sustentado, es de creer que por muchos años, en el texto crítico que tan sabiamente han estudiado, depurado e iluminado Luis Sánchez Laílla, José Enrique Laplana y M.ª Pilar Cuartero.

Gonzalo Pontón

Universitat Autònoma de Barcelona