NOTAS SOBRE LA CHRONICA PSEUDO-ISIDORIANA


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVIII · Cuaderno CCCXVII · Enero-Junio de 2018]
http://revistas.rae.es/brae/article/view/245

Resumen: El presente trabajo se divide en dos partes: en la primera se valora y discute la aportación de don Ramón Menéndez Pidal al estudio de la Historia Pseudoisidoriana; en la segunda, se corrigen algunos errores de lectura y se proponen algunas enmiendas para mejorar su texto.

Palabras clave: Historia Pseudoisidoriana; «destrucción de España»; épica en estado latente; latín medieval; crítica textual.

NOTES ON THE CHRONICA PSEUDO-ISIDORIANA

Abstract: This work is divided in two parts: in the first, the contribution of Ramon Menéndez Pidal to the study of the Pseudoisidorian History is assessed and discussed; in the second, some errors in his reading are corrected and some amendments are proposed to improve the text.

Keywords: Pseudoisidorian History; “destruction of Spain”; epic in a latent state; medieval Latin; textual criticism.


Don Ramón Menéndez Pidal, cuyo aniversario celebra la Academia en este año por partida doble, es, sin duda de ningún género, el mejor filólogo español de todos los tiempos. Sirvan las siguientes notas de pobre homenaje a la memoria de un verdadero maestro, a quien tuve la fortuna de conocer siendo yo todavía un adolescente imberbe. Huelga decir que su obra y su ejemplo han dejado en mí una huella imborrable.

A la Crónica Pseudoisidoriana dedicó el gran sabio un excelente artículo en 19541. En él postuló, con buenas razones, la existencia de una compilación historiográfica mozárabe, compuesta en los siglos viii o ix, de la que derivarían tanto la Crónica del moro Rasis como la Pseudoisidoriana. Intenté apoyar esta hipótesis con nuevos argumentos en mi edición de las crónicas asturianas2.

En dos ocasiones más don Ramón utilizó el testimonio de nuestra crónica, esta vez con una finalidad distinta, como prueba de la existencia de cantares épicos perdidos. Así, a una epopeya hizo remontar, en primer lugar, la novelesca historia del estupro de Oliba (= La Cava) por parte del rey Geticus (= Witiza). En segundo término, un origen épico atribuyó también al ardid gracias al cual Teodomiro, tras ser diezmado su ejército en el campo de batalla, logró engañar a Tárik, disfrazando a las mujeres de hombres y obteniendo, por medio de esta treta, un tratado de paz ventajoso3.

Compungido y contrito, como el eleata del Sofista platónico, me veo obligado a discrepar, en mi vejez, de la opinión de quien fue maestro idolatrado en mi juventud y a quien aún sigo venerando. Ambas «leyendas» son, en efecto, temas folclóricos ampliamente atestiguados en otras literaturas4. Casi coetáneamente a la «destruición de España», el emperador Focas fue depuesto de manera sangrienta a causa –o, al menos, ese rumor corrió– de haber forzado a una mujer (doncella, según unos; casada, según otros): un modelo, quizá, para la violación de Oliba. En cualquier caso, era inevitable que se intentase descargar la responsabilidad de la catástrofe sobre la exclusiva culpa del gobernante de turno, y la imputación de pecaminosa lascivia era la causa que, de manera más eficaz e inmediata, podía calar en la mente del pueblo, a quien se había inculcado desde antiguo, con numerosos y estimulantes ejemplos, los perniciosos efectos que podía acarrear la conducta depravada de un monarca. El aleve estupro de una virgen fue, según todos los indicios, un arma de propaganda utilizada por los dos bandos enfrentados en las postrimerías del reino de Toledo: y así parece corroborarlo el hecho de que variase, según los gustos, el causante de la violación y, por ende, de la ruina de la Hispania visigoda (Witiza para unos, Rodrigo para otros).

Los historiadores coetáneos refirieron muy escuetamente –demasiado escuetamente, para nuestro gusto– lo sucedido en el fatídico 711. Después, para entender el para ellos incomprensible triunfo del Islam, los cristianos vencidos recurrieron a toda suerte de explicaciones, reales unas e inventadas o extrapoladas otras. Se dijo, por ejemplo, que el execrable Witiza había mandado destruir las murallas de las principales ciudades de sus dominios, dejándolas indefensas ante un eventual ataque enemigo5. El hecho fue real, pero tal demolición no tuvo lugar en la Hispania visigoda, sino en el África vándala: quien ordenó derrocar las murallas de su reino, a fin de poder sofocar a placer posibles sublevaciones por parte del partido probizantino, fue el déspota Geiserico6; un desmantelamiento insensato de los baluartes defensivos que propició la caída de la monarquía vándala ante las armas de Belisario. Como se ve, la mentalidad del hombre medieval no dudó en apropiarse de sucesos de la historia ajena, cuando estos le servían para explicar su propio pasado y la causa del infortunio que lo aquejaba7.

En cambio, otro pormenor aparentemente legendario puede que tenga un trasfondo histórico. Refieren contestes los historiadores árabes que, en su incursión por tierras de Toledo, Tariq halló un fabuloso botín: la llamada «mesa de Salomón»8. Quizá sea posible explicar el origen último de esta mesa enigmática. En efecto, en el 455 el rey vándalo Geiserico sometió la ciudad de Roma a un pillaje despiadado que duró catorce largos días. Pues bien, entre los objetos saqueados en el Palatino se encontraban «los tesoros de los judíos, que Tito, el hijo de Vespasiano, llevó a Roma con otras preseas tras la toma de Jerusalén»9. Cuando este botín fue recuperado por Belisario y enviado a Bizancio (533 d. C.), hubo dudas sobre el destino último que se había de dar al tesoro sagrado. De aquella deliberación surgió otra historia moralizante, en la que no falta un toque de superstición. En efecto, –sigue refiriendo Procopio–, un judío aconsejó a un amigo del emperador que no se enviasen tales trofeos al palacio de Constantinopla, pues no podían estar en otro sitio que no fuese aquel al que los había destinado Salomón, es decir, el templo jerosolimitano; su apropiación indebida era el motivo de que Geiserico hubiese conquistado el Palatino de Roma y de que, a su vez, el ejército bizantino hubiese tomado el alcázar de los vándalos. Entonces Justiniano, temeroso de correr la misma suerte que los anteriores propietarios del expolio, regaló el fabuloso tesoro a las iglesias que tenían los cristianos en Jerusalén10.

Conviene ahora recordar un hecho indubitable: que hubo unas relaciones más o menos constantes y fluidas entre el reino vándalo y el visigodo11; en las postrimerías de su reinado, Gelimer trató de hacer a la desesperada una alianza con Teudis12. Por consiguiente, no sería descabellado suponer que, en un intercambio de embajadas, uno de los soberanos vándalos hubiera obsequiado al monarca visigodo o a uno de sus nobles con esta «mesa de Salomón», una mesa que sería, entonces, uno de los objetos litúrgicos tomados por los romanos en la destrucción de Jerusalén. Era natural y lógico que todas aquellas preseas que se guardaban en el tesoro vándalo pasaran a ser conocidas por el nombre del rey que, efectivamente, construyó el segundo templo. Así lo indica, de manera indirecta, el texto de Procopio, al poner en boca del judío el dicho de que el único sitio donde podían estar tales aderezos y enseres era donde los puso el soberano hebreo. Por otra parte, la misma economía del lenguaje exigía que la «mesa del templo de Salomón» pasara a ser llamada, simplemente, «mesa de Salomón».

De estar esta conjetura en lo cierto –y veo que, en lo fundamental, ya la propuso hace tiempo M.ª J. Rubiera13–, la historia nos enseña otra lección que hubiera hecho las delicias de E. A. Poe: de hecho, se cumplió la maldición en la que, según pronosticaba el hebreo, habría de incurrir todo aquel que poseyera indebidamente un objeto sagrado del templo de Jerusalén, pues no solo sucumbió el reino visigodo, sino que también pereció la dinastía omeya. Sería bueno saber en manos de quién está hoy la fatídica mesa.

Pero volvamos a nuestro tema. La aparición de un tema folclórico no descarta –es verdad– la existencia de un poema épico, pero tampoco la prueba. El mismo Menéndez Pidal se dio perfecta cuenta de la proliferación de temas folclóricos en la opaca nebulosa que rodea la pérdida de Hispania («Viejas leyendas convergen hacia él sus resplandores»)14, pero no se pudo resistir a la tentación de imaginar una plasmación poética de la historia («Esta leyenda del siglo xi pudo estar en verso»)15: una verdadera petitio principii. De la misma manera, el análisis de la descripción de la batalla de Covadonga en la Crónica de Alfonso III lo llevó a postular la existencia de un relato suelto de la milagrosa contienda, pero de esta deducción razonable pasó a sacar una conclusión sin fundamento: «Tal relato no podemos razonablemente suponerlo en prosa, porque en toda la Edad Media hasta el siglo xiv no conocemos que existiese un género literario semejante de relatos prosísticos… Así, dentro de la historia literaria no hay otra suposición verosímil sino la de que el relato de Pelayo era un relato en verso»16. Non sequitur. A pesar de la riquísima erudición desplegada, a pesar de la suma habilidad con que se presentan los argumentos17, otra vez se da un salto en el vacío. Muy al contrario de lo que imaginaba Menéndez Pidal, la narración del combate de Covadonga en la Crónica de Alfonso III está plagada de reminiscencias literarias tomadas de textos prosísticos como el Pasionario hispánico o la Biblia, como señalé en mi edición de 198518. En definitiva, la narración deriva de un relato más largo, pero en prosa, probablemente un borrador más extenso de la misma crónica. A don Ramón le pareció «extraño»19 que don Opa se dirigiese a Pelayo diciéndole Pelagi, Pelagi, ubi es?; mas de esa manera peregrina tuvo a bien llamar el Dios del Génesis a los míseros humanos, empezando por Adán.

En conclusión, no niego en absoluto la posibilidad de que existiera una épica antiquísima en la Hispania altomedieval, una posibilidad tan sugestiva como probable. Sin embargo, no me parece que se pueda deducir su existencia a partir de indicios leves y engañosos: de ser admitidas, tales pruebas nos llevarían a postular epopeyas allí donde solo hay tradiciones populares.

Pero dejemos ya estas disquisiciones metodológicas, por importantes que puedan ser, y descendamos a un tema más prosaico para pisar, en compensación, suelo aparentemente menos resbaladizo.

La historia llamada, a falta de mejor nombre, Chronica Pseudo-Isidoriana se conserva en un manuscrito único de la Bibliothèque Nationale de París (n.º 6113), escrito en el s. xiii. Su pedestre latín, bastante correcto, no presenta dificultades de comprensión, salvando algunas palabras raras como citimus ‘próximo’ (§ 1; un superlativo de citer usado –¡quién lo diría!– por Sisebuto) e inuxorius ‘soltero’ (§ 3; inuxorus se documenta en un pasaje controvertido de Tertuliano), o términos medievales como assultus ‘ataque’ (§ 10), bisantia ‘besantes’ (§ 5), callis ‘calle’ ‘vía’ (§ 4), compopulari ‘poblar’ (§ 3), equitare ‘guerrear’, ingenium ‘engaño’ (§ 13), litem (§ 3), litigium ‘lid’ (§ 4) y litigare ‘lidiar’ (§ 10 bis) y pomeria (= pomaria § 5).

La crónica sido editada dos veces: la primera, por Th. Mommsen20, y la segunda, por F. González Muñoz21. El gran Mommsen, enfrentado hercúleamente a una hidra de cien historias que solo él pudo vencer y dominar, dormitó a veces como el buen Homero al dar a conocer una crónica que estaba muy lejos de su campo habitual de estudio (el título Cronica Gothorum a sancto Isidoro editum contiene ya un error: en el códice se lee claramente la concordancia esperada, edita). Es preferible, por tanto, el texto ofrecido por el latinista español, que, además, abordó todos los problemas que plantea la obra en una extensa y sabia traducción.

A continuación, me propongo comentar algunos pasajes que, a mi juicio, o han sido mal entendidos o necesitan enmienda.

1. Secundus angulus occidentem circumplectit et septentrionem uersus Gallitiam, ubi altum petron dicitur, quod auctores Gades Herculis uocant, Britanniam aduergens. Tercius angulus contra insulam Cadix ad Oceanum, ubi antiquitus erat idolum quod a tepido uulgo colebatur. No da sentido Gades Herculis, ya que en Galicia no se encuentran las Columnas, sino el Faro de Hércules (= La Coruña). Se debe corregir, por tanto, altum petron en altum pharon (o pharum), una expresión que se corresponde con el altissimam pharum de la fuente, Paulo Orosio (Hist. i 2, 71 Brigantia Gallaeciae ciuitas sita altissimam pharum et inter pauca memorandi operis ad speculam Britanniae erigit); también se ha de suprimir Gades, que es, muy probablemente, una glosa del Cadix que sigue a continuación, pero descabalada del lugar que le corresponde. Por otra parte, en Gades había, sí, un ídolo, pero no se ve la razón por la que el pueblo que le rendía culto mereciese el extraño calificativo de tepidus («había un ídolo que adoraba el vulgo tibio», vertió literalmente González Muñoz). Mommsen corrigió tepido en stupido, un adjetivo quizá demasiado fuerte. De proponer una conjetura, yo me inclinaría mejor por trepido, ‘temeroso’ ‘supersticioso’; pero tampoco esta corrección me acaba de convencer.

Est sita ad occidentem, ubi est sanctus Tiberius. No hay en Hispania un san Tiberio, sino un Santiago apóstol, la única figura que caracteriza la Península Ibérica en los mapas de los Beatos. Léase, por tanto sanctus Iacobus.

Est quoddam sidus quod Esperus dicitur, et apparet in oriente per sex menses duabus horis ante auroram et dicitur Lucifer, in occidente per alios sex menses et uocatur Hesperus reconditque se in captione solis. El Lucero se oculta cuando surge el sol: por tanto, in captione solis parece estar por inceptione solis, ‘al orto del sol’ (también se puede pensar en incoatione); el no tan común inceptio se documenta frecuentemente en la traducción latina del Calendario de Córdoba22: inceptionis maturationis fructuum ‘el comienzo de la sazón de los frutos’; inceptio noe adiraha ‘el comienzo de la noe adiraha’, inceptio anoe anathra ‘el comienzo de la anoe anathra’, etc.

4. Pompeius faciem Cesaris fugiens decollatus est, cuius caput in v era Ptolomeo delatum est in Egiptum. Este es el texto que ofreció Mommsen en su edición, sin anotar variante alguna en el aparato crítico y sin aclarar qué es lo que él entendía por in v era, una datación disparatada que, de atender a los demás ejemplos conocidos de aera, debería significar «en el año quinto de la era hispánica» (era que comenzaba 38 años antes del nacimiento de Cristo). Pero el hecho es que esta era, según los historiadores árabes y el propio autor de la Crónica, tuvo comienzo en el cuarto año de Octaviano; no se puede, en consecuencia, hablar de «era» antes de tiempo, en plena guerra civil entre César y Pompeyo. González Muñoz reparó en que en el manuscrito se leía inucru y, percatándose de la dificultad que entrañaba tal lectura, la intentó resolver corrigiendo inucru en iuueni y, en consecuencia, traduciendo: «Su cabeza fue llevada al joven Ptolomeo a Egipto». Ahora bien, en el manuscrito parisino no está escrito in v era ni inucru, sino in ueru ‘en una jabalina’: lo que dice la crónica, en definitiva, es que la cabeza de Pompeyo fue llevada al faraón clavada en una pica, como era costumbre hacer con el enemigo vencido23.

Sobre la ejecución de tan atroz medida se guardó oficialmente un prudente silencio, dado que el agravio podía herir el orgullo romano. César (B. C. iii 104, 3) se limitó a referir de manera escueta la muerte de su adversario a manos de Aquilas y Septimio24. Otros historiadores, como Plutarco (Pomp. 79, 2), Veleyo Patérculo (Hist. Rom. ii 53, 2-4), Apiano (B. C. ii 85-86) y Casio Dión (Hist. Rom. xlii 4-5) prefirieron poner de relieve en una retórica amplificatio la volubilidad de la fortuna, favorable antaño y entonces aciaga al gran general, pero sin aludir en absoluto al escarnio póstumo que le fue inferido. Nada dijeron tampoco a este respecto ni Floro (Epit. ii 13, 52), ni Eutropio (Breu. 6 21, 3), ni san Jerónimo (Chron. p. 137q Schoene), ni Paulo Orosio (Hist. adu. pag. vi 15, 28-29). Fue un poeta, Lucano, quien añadió este tétrico detalle al ya de por sí truculento e infame asesinato: Pharioque ueruto… suffixum caput est (B. C. viii 681-84), insistiendo más adelante en que la cabeza de Magno, hincada en una lanza, fue paseada por las calles de Alejandría: gestata per urbem / ora ducis, quae transfixo sublimia pilo / uidimus (ix 138; una suerte semejante corrieron los cabecillas de la facción de Mario cuando Sila entró en Roma: ibidem, ii 160 colla ducum pilo trepidam gestata per urbem). El ueru de la Pseudoisidoriana parece ser eco del uerūtum de Lucano, un término tomado de la épica arcaica. El poeta cordubense se puso de moda en la Península Ibérica durante el siglo xiii, cuando lo utilizó como fuente histórica Alfonso X; pero ningún otro indicio atestigua que la Farsalia fuese manejada por el autor de nuestra crónica.

5. Per septennium totum orbem debellauit, et quarto anno regni sui proposuit edictum per uniuersum orbem ad es colligendum, et laminis factis soluit et planiciem Tiberis xx miliariis supra et xx deorsum inde firmiter applanauit, induit ac uestiuit, quia aluei crepidines demoliebantur ab eminentia fluminis, nam in uere pre nimia illuuie et aquarum inundacione ripe destruebantur. Este es el texto que se lee tanto en la edición de Mommsen como en la de González, quien tradujo así: «Durante siete años sometió por la guerra todo el orbe, y al cuarto año de su reinado publicó un edicto por el mundo entero para requisar el bronce, y lo fundió para hacer láminas y con ellas allanó sólidamente, cubrió y pavimentó la vega del Tíber, veinte kilómetros río arriba y veinte río abajo, porque las crecidas derrumbaban los bordes de su cauce. En efecto, en la primavera, debido al excesivo caudal y a las inundaciones, las orillas quedaban destruidas». Resulta muy extraña la expresión laminis factis soluit ‘lo fundió hechas planchas’, pues lo normal es que primero se funda el plomo y que después se hagan las láminas. El extraño hýsteron próteron desaparece si se atiende al texto del manuscrito, que no dice soluit, sino solum: ‘Habiendo hecho planchas (de plomo), allanó el suelo y la llanura del Tíber’. Esta recolección de aes ‘plomo’ por todo el imperio fue la que dio origen al nombre de aera ‘la era de Hispania’, según nuestro autor, que alteró a su gusto una noticia de san Isidoro, en la que se hablaba solo de un impuesto exigido al mundo entero (Etym. v 36, 4).

6. Hic condonauit censum omni mundo et in medio Rome precepit comburi omnes libros supradictorum et priuilegia eorum et iussit fieri priuilegium totius bonitatis. Que Antonino Pío ordenó hacer una condonación general de deudas es una noticia transmitida por san Jerónimo (Chron. p. 173p Schoene) y san Isidoro (Chron. 273 [p. 459 Mommsen]). Lo que extraña es que el emperador «mandase quemar los libros de los susodichos», cuando «susodichos» carece de antecedente en todo lo que se ha referido. En vez de supradictorum me tienta la idea de leer debitorum ‘deudas’ (la palabra que usa san Jerónimo) o bien feneratorum ‘usureros’. En cuanto a priuilegia, tiene todas las trazas de ser una anticipación del priuilegium que sigue, habiendo sustituido a una palabra más técnica, como chirographa.

8. Quarta metropolis est in Cartagine terra Malaua et Lurca. El sentido cojea ostensiblemente, por lo que González Muñoz supuso la existencia de una laguna después de Cartagine. Ahora bien, una expresión muy parecida se lee en § 7, donde se adjudica a Septimio Severo un lugar de fallecimiento imposible: mortuus est Cartagine in Ispania inter Murciam et Lurcam. A mi juicio, un comentarista volvió a repetir después de Cartagine la misma disparatada anotación: inter Murcia et Lurca, y esta nota fue incorporada después al texto de manera más estragada todavía, al haberse escrito Malaua en vez de Murcia.

13. Qui eruditus omni sapientia dirigebat legem et cerimonias eorum in Toleto; precepitque eis ut facerent concilia, et ea conueniebant. No da mucho sentido el pronombre ea («y estos [los concilios] se reunían», traduce González Muñoz). Es preciso reponer el adverbio eo ‘allí’ («y allí se reunían»).

14. Leuiba mortuo, Leouigillus regnauit super Gascones et Yspaniam (caput regni eius Toletum) et debellauit castella que extra dominium suum. González Muñoz puso señal de una laguna después de que; propongo suplirla con <erant>.

16. Erat amenosus, beniuolus, largus et ab omnibus amabilis. He aquí un retrato muy favorable del rey visigodo Suíntila. El adjetivo amenosus (por amenus) es, a lo que parece, un hápax. La caracterización, además, resulta algo redundante por cuanto a continuación se califica al monarca de beniuolus. Sugiero sustituir el calificativo por animosus: hubo un simple baile de letras.

17. Focas, hoc audito, preuenit accelerauit eamque duxit uxorem. El verbo accelerauit sobra: no es más que un glosema de preuenit.

21. Eo tempore Totmirus rex de Oriola exiuit obuiam ei, bellumque inter eos durum et asperum exertum est. Por exertum Mommsen corrigió exortum. González Muñoz mantuvo este exertum, interpretándolo como exsertum. Ahora bien, la locución habitual no es exerere bellum, sino conserere bellum (y así se dice en nuestra crónica en § 10 y 12 bis), y esta es la expresión que, de ser cierta su interpretación, se debería haber usado aquí también, siendo, en verdad, muy fácil de explicar el trueque entre c y e, así como la pérdida de la señal de abreviatura on (un trazo horizontal encima de la c). Sin embargo, me parece mucho más sencilla y plausible la corrección de Mommsen.

Juan Gil

Real Academia Española


  1. «Sobre la Crónica Pseudo-Isidoriana», Cuadernos de Historia de España, 21-22 (1954) 5-15.

  2. Cf. J. Gil, J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña, Crónicas asturianas, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1985, p. 97ss. (y ahora J. Gil, Chronica Hispana saeculi viii et ix [Corpus Christianorum, Continuatio Mediaeualis, lxv], Turnhout, 2018, p. 204ss.).

  3. Floresta de leyendas heroicas españolas. Rodrigo, el último godo, Madrid, 1942 (Clás. Cast. 62), i, p. xxvii; Reliquias de la poesía épica española, Madrid, 1951, p. xxxvii-xxxviii y 2-3 (Rodrigo) y 20-21 (Teodomiro); La épica medieval española desde sus orígenes hasta su disolución en el romancero, editada por Diego Catalán y María del Mar Bustos, Madrid, 1992, pp. 302-06 y 308-12 (Rodrigo) y pp. 319 (Teodomiro).

  4. Dio muchos ejemplos de ambos temas el propio Menéndez Pidal. Para el estupro de Focas, cf. J. Gil, Chronica Hispana saeculi viii et ix, pp. 40-41; para la estratagema de Teodomiro, cf. ibidem, p. 60, n. 14.

  5. Lucas de Tuy, Chronicon mundi, iii 61 (p. 218, 25ss. Falque); Rodrigo Jiménez de Rada, De rebus Hispaniae, iii 16 (p. 97, 25ss. Fernández Valverde). Al rey Rodrigo se achaca esta medida en el Poema de Fernán González, 50ss.

  6. Procop. Bella, iii 5, 8-9; De aedif. vi 5, 3ss.

  7. Es la explicación que propuse en «¿Coincidencias de la historia?» en Jesús M.ª Nieto Ibáñez (coord.), Lógos hellenikós. Homenaje al profesor Gaspar Morocho Gayo, León, Universidad de León, 2003, pp. 763-68.

  8. Cf., en el viejo pero muy cómodo libro de E. Lafuente Alcántara, Ajbar Machmuâ, Madrid, 1867, p. 27, 31 y 42 (Ajbar Machmuâ); p. 212, 214 y 215 (Abd al-Hakkam) y p. 184, 189, 190 y 193 (Al Makkari).

  9. Procop. Bella, iv 9, 5.

  10. Procop. Bella, iv 9, 6-9.

  11. En las descarnadas crónicas de la época se pueden encontrar varios ejemplos que ilustran la conexión de Hispania con el norte de África. En 445 Sebastián (comes et magister utriusque militiae en 432), huyendo de Barcelona, se refugió entre los vándalos (Hydat. 132 [p. 24 Mommsen]). Eurico envió una embajada a Geiserico en 467 (Hydat. 238 [p. 34]). El destronado Gesaleico (507-511) acudió a los vándalos a pedirles ayuda para recuperar su trono, infructuosamente (Isid. Hist. Goth. 38 [p. 282, 18ss. Mommsen). Y ello, sin contar con las emigraciones masivas de cristianos africanos a Hispania a raíz de la persecución anticatólica desencadenada por los vándalos, que eran arrianos.

  12. Procop. Bella, iii 24, 7-16.

  13. «La mesa de Salomón», Awraq, 3 (1980) 26ss. En definitiva, lo mismo –con otra cronología inventada a mayor gloria de los califas cordobeses– vino a decir al-Maqqari cuando afirmó que «las cosas peregrinas que se apresaron en el despojo del Andálus… como la mesa de Salomón… y la diadema de perlas que apresó Muza Ebn Nosair en la iglesia de Mérida… procedían de lo que tocó al señor del Andálus en el botín de la Casa Santa, cuando se halló en su conquista con Nabucodonosor» (cf. José Amador de los Ríos, El arte latino-bizantino en España y las coronas visigodas de Guarrazar: ensayo histórico-crítico, Madrid, 1861, p. 88, n.1).

  14. Floresta, i, p. xxix.

  15. Floresta, i, p. xxxvi.

  16. La épica medieval española, p. 337.

  17. En efecto, por el rigor del método, la claridad de la exposición y la amenidad del estilo la lectura de la obra pidalina resulta siempre instructiva y provechosa, incluso en los rarísimos casos en que levanta discrepancias, como en el punto que tratamos o en su juicio extremoso sobre Las Casas.

  18. Cf. ahora mis Chronica Hispana, p. 402ss.

  19. Ibidem, p. 338.

  20. Chronica minora saec. iv. v. vi. vii (Monumenta Germaniae Historica, Auctores Antiquissimi, xi), Berlín, 1894, ii, p. 377-88.

  21. La Chronica Gothorum Pseudo-isidoriana (ms. Paris BN 6113), A Coruña, 2000.

  22. Cf. R. Dozy-Ch. Pellat, Le calendrier de Cordoue, Leiden, 1961, p. 5, 27 y 31, respectivamente.

  23. Cf. los ejemplos que da el Thesaurus linguae Latinae, x.1, c. 2146, 27ss.

  24. Es una pena que de la historia de Livio solo se conserve para este período un mísero resumen: la periocha cxii. Quizá en ella se registrase ya este pormenor macabro.