VALENTÍN GARCÍA YEBRA:
IN MEMORIAM


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVII · Cuaderno CCCXVI · Julio-Diciembre de 2017]
http://revistas.rae.es/brae/article/view/209


Hace tiempo resumí la actuación –o, mejor, la conducta– de don Valentín García Yebra situándolo en ese reducido grupo de personas que no busca justificaciones para inhibirse de cualquier problema, personas para las que no cabe la resignación ante las dificultades, personas a las que no les importa ir a contrapelo de la opinión de los demás, siempre que consideren justa una causa. Este modo de ser caracterizaba su diario bregar académico, al pronunciarse sobre un uso gramatical, el modo de acentuar una voz, la forma que debiera adoptar un plural, la cantidad que tenía una vocal en latín, o una simple letra que, a su juicio, le sobrara a un sufijo… Ni siquiera en estos niveles había acuerdo o transacción posible con el rigor de sus principios; aunque estos no habían nacido de la altanería sino de la seguridad que proporciona tener un profundo conocimiento de los mecanismos secretos de nuestra lengua. Y de otras.

La rectitud de don Valentín se reflejaba en la firmeza de su paso. Miraba de frente, sin falsa humildad, aunque fuera incapaz de ocultar una escondida dulzura en la mirada. Se trataba de una persona pulcra, firme, discreta, leal, remisa incluso a paliar con el filtro del humor las lacras de una realidad que en muchos de sus ángulos está inficionada por el cinismo. Añadía a todas esas cualidades un insobornable amor por la Academia, que en este caso puede decirse, sin que suponga un obligado cumplido, que fue su segunda casa.

La editorial Gredos

En esta semblanza de nuestro añorado académico, comenzaré por señalar que contribuyó decisivamente a facilitar a quienes nos hemos dedicado a la filología el acceso a muchos de los textos fundamentales de esta disciplina, una parte de los cuales estaba en alemán, francés, inglés y también, claro está, en español. El hecho tiene que ver con la creación de la editorial Gredos, casi a mediados del siglo pasado, en una aventura en que se atrevieron a embarcarse, junto con nuestro académico, Julio Calonge, Hipólito Escolar y Severiano Carmona, al que poco después lo sustituyó José Oliveira Bugallo. Me referiré a algunos resultados de esa empresa, que, para lograrlos, hubo que evitar encallar en no pocos escollos, entre los que quizá los menos difíciles de sortear fueran ingeniárselas para adquirir papel (Pascual & Paso 2011: 64) o cambiar la maquinaria de la imprenta convencional de que disponía la editorial cuando se decidió a imprimir una obra de la envergadura del diccionario de Corominas.

Si quienes nos adentrábamos por los estudios de Filología Románica a mediados del siglo pasado lo hacíamos en condiciones que no se diferenciaban excesivamente de las que existían en otros países europeos, eso se debía, en gran medida, a la existencia de la editorial Gredos. Una parte considerable de nuestra bibliografía la encontrábamos en los textos publicados en su emblemática Biblioteca Románica Hispánica. Pudimos acceder así a obras fundamentales, empezando por Poesía española: ensayo de métodos y límites estilísticos del propio Dámaso Alonso y continuando – sigo en mi relación fijándome solo en los libros que tengo a mano en mi biblioteca– por obras de Hans Arens, Emilio Alarcos, Amado Alonso, Louis Hjelmslev, Kurt Baldinger, Carlos Bousoño, Joaquín Casalduero, Diego Catalán, Carlos Clavería, Eugenio Coseriu, Noam Chomsky, Germán Colón, Vicente García de Diego, Ottis Green, Roman Jakobson, Jorgu Jordan, Wolfgang Kaiser, Rafael Lapesa, Heinrich Lausberg, Fernando Lázaro, José Antonio Maravall, André Martinet, Ramón Menéndez Pidal, Eugenio de Nora, Leo Spitzer, Mario Wandruska, Walter von Wartburg, René Wellek y Austin Warren y muchos, muchísimos, más que no hace falta que traiga aquí a colación. Fueron estas las armas que velamos en las universidades españolas en la segunda mitad del siglo pasado, quienes nos habíamos atrevido a recorrer los caminos de la filología. Armas cuya artillería pesada la representaban los diccionarios de Joan Corominas y María Moliner

Para situar en una perspectiva comprensible la importancia de Gredos fijémonos en que la labor de la que empezó siendo una modesta empresa privada no admite la comparación con la que se desarrollaba por entonces en el CSIC, que pretendía ser el motor de la ciencia española. Basta para ello con traer aquí a colación unas palabras de Rafael Lapesa (1948: 335) sobre la que había sido la revista señera del Centro de Estudios Históricos, la Revista de Filología Española, que –cito textualmente–: «ha decaído lastimosamente y a excepción de algunos artículos de Dámaso Alonso, es poco interesante y chapucera. Yo no pertenezco al Consejo de Investigaciones y pedí hace año que quitaran mi nombre de la lista de colaboradores de la Revista, cosa que al fin logré, creo que en 1942 o 1943» (1948: 335). Menos mal que la que se conoce con un adjetivo innecesario, como sociedad civil, en la que había personas dotadas de la lucidez de Valentín García Yebra, estaba supliendo, sin más, las tareas que las instituciones oficiales (haría algunas excepciones, como la de la Universidad de Salamanca) eran incapaces de afrontar.

En aquellos tiempos de plomo de la postguerra el panhispanismo circulaba por las venas de las editoriales mexicanas, colombianas o argentinas, pero, gozosamente también, por las de la editorial Gredos. Gracias a todas ellas se redujo notablemente la anchura de la zanja que la barbarie había abierto en España con respecto al trabajo desarrollado con antelación por don Ramón Menéndez Pidal y sus colaboradores. Curiosamente hoy, cuando los estudios de Filología en nuestro país gozan de excelente salud, echamos en falta aquella editorial entre cuyos fundadores estaba don Valentín, tal y como lo expone María de las Nieves Muñiz Muñiz (ZrPh 2016, 132: 7): «Mucho menos halagüeño es el panorama de las editoriales, donde nada hay ya comparable a la brillante época en que Dámaso Alonso dirigía la colección “Biblioteca Románica Hispánica” para Gredos».

La dedicación a la traducción

Me he referido a la relevante contribución que tuvo la editorial Gredos en el apoyo la enseñanza de la filología en un período importante del siglo pasado. Fue una aventura llevada a cabo por un grupo de filólogos, entre los que destacaba Valentín García Yebra, cuya modestia no les impidió convertirse, con solo su esfuerzo, en modelos de quienes vinimos después. De hecho, si pudiera hablarse de vocación yo debo la mía a un compañero entrañable de don Valentín, José Pérez Riesco. Su recuerdo se me ha superpuesto muchas veces, durante la redacción de estas líneas, al de don Valentín, pues el talante intelectual y la biografía científica de ambos tenía tantos puntos en común que cuando un día –me sitúo a principio de los años 70– me recibió nuestro añorado académico a la puerta de la editorial Gredos no me pareció que estuviéramos iniciando una conversación, sino continuando otra emprendida mucho tiempo atrás. De ahí que casi no fuera necesario hablar de la que iba a ser mi colaboración con Joan Corominas en la nueva edición de su diccionario, tantas eran las coincidencias en afectos y tan compartidos los intereses filológicos. Me sorprendió, sin embargo, la comprensión que mostraba con mis ideas sobre la tarea que iba a emprender, más llenas de pasión que de rigor. Pero por encima de su comprensión flotaba una serie de observaciones sobre la idea que tenía de un diccionario etimológico cuya construcción había que situarla en el terreno de lo posible, atendiendo a que –lo digo con palabras de Ricardo Piglia (2007: 20)–: «La construcción de la vida está dominada por los hechos y no por las convicciones». Denotaban sus observaciones una profunda y larga reflexión, propia de alguien que había accedido a la filología en condiciones nada fáciles, casi con el único apoyo de su tesón. Había empezado para ello por proveerse de un envidiable conocimiento de lenguas: no fueron sus estancias en el extranjero ni los medios audiovisuales lo que le permitió a él y a aquellos jóvenes profesores de Enseñanza Media, aparte de haber alcanzado un nada común conocimiento del griego y del latín, llegar a hablar y escribir, a la perfección, el francés, el inglés, el alemán, y varias lenguas más. Y, por encima de todo, contar con un extraordinario conocimiento del español.

Con este punto de partida, Valentín García Yebra practicó con todo rigor el ejercicio de la traducción de textos de una media docena de lenguas, a lo largo de casi setenta años. Empezó con la Medea de Séneca y siguió con la Guerra de las Galias de César, el Pro Marcello y el De amicitia de Cicerón. Del griego proceden sus ediciones trilingües de la Metafísica y de la Poética de Aristóteles. Del francés tradujo la Literatura del siglo xx y cristianismo de Charles Moeller, junto a varias obras más de esa lengua. Aparte de los libros y artículos de filosofía, lingüística y de creación que tradujo del alemán, portugués e italiano.

El diario bregar con la traducción lo llevó a acercarse a su vertiente teórica y explicativa, de forma que en las obras que escribió sobre esta disciplina uno no sabe dónde empieza el apoyo del método y dónde se sitúa la solución a problemas concretos que ha de afrontar el traductor. Por ese camino terminó por convertirse en maestro de traductores, de forma que hoy sus libros los ha de fatigar cualquier estudiante de traducción e incluso cualquier persona que se preocupe por los problemas del uso. Siendo yo enteramente ajeno al campo de la traducción, me he servido en mis clases sobre la norma gramatical de esa tercera parte de su Teoría y práctica de la traducción en la que organiza concienzudamente las relaciones entre el español, y el francés, inglés y alemán (además de otras lenguas), que permite entender cómo funcionan unos cuantos engranajes del español: se trate del régimen preposicional, del orden de palabras, de los tiempos verbales, del artículo, de la colocación de adjetivo…

Ciertamente en la manera como don Valentín se acercó a la traducción se conjuntan la profundidad de sus conocimientos con el esfuerzo; a todo lo cual se sobrepone el enorme placer que emana de verlo adentrarse por los entresijos de ese complejo proceso que supone el acto de traducir. Un placer que fue capaz de contagiar a sus amigos y discípulos. Se explica así que se convirtiera en un promotor de los estudios de traducción en nuestro país. Volviendo la mirada a mi biblioteca, encuentro en ella obras fundamentales suyas, empezando por su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Traducción y enriquecimiento de la lengua del traductor (1985, 2.ª edición, ampliada, 2004), que constituyó el punto de partida de otras obras de mayor fuste y extensión, como En torno a la traducción. Teoría. Crítica. Historia (1983, 2.ª ed. 1989), Traducción: Historia y teoría (1994), su obra magna, ya citada, Teoría y práctica de la traducción, 2 vols. (premiada por la Real Academia Española), (1982, 3.ª ed. de 1997), que se ha convertido en manual ineludible en todas las Facultades de Traducción, y finalmente sus Experiencias de un traductor (2006). Obras, que, unidas a más de un centenar de artículos, hicieron de él un referente en esas Facultades. Y no podía ser de otro modo cuando puso todo su empeño en que se creara en la Universidad Complutense de Madrid el Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores, que fueron, si no me equivoco, los primeros estudios académicos de esta disciplina en España. Empeño que puso también para difundir entre nosotros obras señeras sobre la traductología y la traducción. Fue incluso uno de los primeros defensores de los derechos del traductor, es decir, de su reconocimiento y valoración sociales y de su remuneración adecuada (Hernúñez 2011: 121).

Cabe decir que estos trabajos tuvieron reconocimientos de la importancia del Prix annuel de la traduction en 1964 del Gobierno belga por la traducción citada de Literatura del siglo xx y cristianismo, el Premio Ibáñez Martín del CSIC (1970) por la edición de la Metafísica de Aristóteles, el Alejandro Nieto de la Real Academia Española (1982) por su Teoría y práctica de la traducción y finalmente el Premio Nacional de Traducción (1998) por el conjunto de su obra.

Académico ejemplar

Llegó don Valentín a nuestra corporación lleno de fuerza. Y la necesitaba en ese trabajo modesto, pero decisivo, que cumple afrontar a los filólogos. D. Víctor García de la Concha y D. Ignacio Bosque avalarán mi afirmación de que nunca nadie en la Comisión de Gramática ni se le adelantó en el tiempo ni le ganó en el esmero que ponía en revisar los textos; como me dará igualmente la razón D. José Manuel Blecua si añado que en la Comisión de Etimología, en la que ambos coincidíamos con él, se entregaba con apasionamiento a la mejora de tantas etimologías del diccionario necesitadas de corrección, incluso cuando se le fue adelgazando su memoria. Quiso D. Valentín obsequiarme con la vigésima segunda edición del diccionario que él manejaba y he podido comprobar la atención que le prestó –a la parte etimológica de un modo particular–, con el apoyo de fuentes lexicográficas con que contaba en su biblioteca, tan importantes como el Oxford English Dictionnary o el Trésor de la langue française. Todo esto mucho después de haber afrontado, junto con otros dos académicos, la dirección de la edición de 1992 del diccionario vulgar.

Fijémonos en un aspecto muy concreto de la etimología al que dedicó una atención especial: la intermediación del francés en la transmisión de muchas voces que pasan por ser directamente latinismos o helenismos en español, que expone en su Diccionario de galicismos prosódicos y morfológicos (1999). Claro está que, como todas las obras de investigación, algunas explicaciones son susceptibles de corrección, máxime cuando surgen día a día nuevos datos con los que hemos de contrastar nuestras hipótesis (vid. Cortés 2013), pero se mantienen con fuerza sus ideas en la mayor parte de las voces estudiadas por él, en muchos casos tecnicismos que pasaban por ser latinismos o helenismos. Así, Mar Campos (2016: 643), analizando las etimologías que se proponen en la última edición del diccionario de la Academia para aquellas voces acabadas en –ita que designan minerales, se refiere a la «senda abierta ya hace más de quince años por García Yebra en su Diccionario de galicismos», para concluir en que «el francés suministró el grueso de los vocablos al español, bien porque en aquella lengua se forjaron los términos originarios [], bien porque el francés actuó como idioma intermediario entre el latín, el inglés o el alemán y el español []», lo que es además una buena prueba de que la indagación lingüística –en este caso, la argumentación morfológica– se impone a los buenos deseos con los que se suele interpretar a menudo el pasado de las lenguas. Por este camino se llega a entender, por un lado, que el español –o el francés, el italiano o el portugués– dista mucho de ser una lengua pura y, por otro, termina por trasladarnos, de una manera indirecta, a la realidad del quehacer científico de las personas que crean los términos o los adaptan de otras lenguas, como es el caso de Santiago de Alvarado y de la Peña, Andrés Manuel del Río, Baltasar Anduaga Espinosa, Francisco Campuzano, Joseph de Miravel y Casadevante o Pedro Maria Olive, que trasladaron las obras de relevantes geólogos, naturalistas y químicos franceses.

La actividad de don Valentín en las distintas comisiones de la Real Academia Española activaron su vena normativa y lo situaron en un observatorio envidiable para examinar y tratar sobre los problemas de corrección en nuestra lengua, con la intención de contribuir a evitar la extensión y la proliferación de los errores (Salvador 2012). Su atención a la norma lo llevó a publicar en la prensa distintos trabajos en los que estudiaba cuestiones prescriptivas sobre la ortografía, la gramática y el léxico, que fueron reunidos después en dos volúmenes: Claudicación en el uso de las preposiciones (1988), y El buen uso de las palabras, (en que se incluyen 165 artículos de prensa), (2003, 2.ª ed. 2005). Se trata de obras en las que una persona poco afecta al purismo, como es mi caso, sigue encontrando la brújula más segura para guiarse por la altamar de la norma.

Fin

No ha sido en esa galería de las vanidades permanentemente abierta en el universo mediático por donde me he tenido que mover para dar con los datos que necesitaba para redactar estas líneas referidos a la persona de Valentín García Yebra, sino en su trabajo diario reflejado en los libros, en mis recuerdos y en los de algunos de sus discípulos y amigos. Con todo, no quiero dejar en el tintero que obtuvo algunos reconocimientos importantes con que se premian distintas modalidades del trabajo intelectual. A los referentes a su labor como traductor y traductólogo me he referido ya. Quisiera añadir que estuvo en posesión de las encomiendas de Alfonso X el Sabio y de Isabel la Católica, que recibió el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes (2004), el Castilla y León de Ciencias Sociales y Humanidades (2007), y que fue investido doctor honoris causa por las Universidades de León y Atenas. Aunque me consta que pocas honras apreció tanto como la que supone ser hijo predilecto de Ponferrada y «Leonés del año» (1988).

Por encima de los honores, quisiera destacar las cualidades personales del académico que me honró con su amistad. A la gran elegancia que mantenía, incluso, en su forma rotunda de discutir, me he referido en otra ocasión. Muchos amigos suyos se han fijado en su permanente candor ante la naturaleza. Julia Sevilla me lo explicaba de palabra: «Valentín García Yebra se sentía orgulloso de haber nacido en un pueblo y haber vivido en el campo. En más de una ocasión afirmó que quien se había criado en el campo había adquirido unos valiosos conocimientos que le servirían para toda la vida». Se entiende así que su preocupación por la naturaleza lo llevara a proponer en algunos de nuestros plenos la inclusión en el diccionario de nombres de los pájaros o de plantas, preferentemente las de su inolvidable terruño, como es el caso de las carrizas (Blanco García 2011: 187) o de algunos nombres de árboles terminados en -al, de la zona leonesa. Más allá de las palabras lo recuerdo discrepando un día, con toda su fuerza, con toda su convicción, de un académico que quiso quitar hierro a la definición que el diccionario da del hermano lobo. En esta ocasión, le confesé, cuando caminamos juntos hacia nuestras casas, que en este caso estaba más de acuerdo con ese académico que había abogado por el lobo que con él. Me explicó entonces la razón de su discrepancia: siendo muy niño, una mastina muy valiente que cuidaba las ovejas fue devorada por los lobos una noche en que se quedó sola en la majada. Entendí bien que en este caso antepusiera también los hechos a las ideas.

He de terminar y voy a hacerlo refiriéndome a una especie de foto fija que me ha acompañado mientras escribía estas páginas sobre alguien que «[dedicó] su vida a la lengua, a aprenderla, a entenderla, a enseñarla, a pulirla, a enriquecerla con el caudal renovador de muchas otras» (Polux Hernúñez). Imagen que, aunque la haya aprehendido de los libros, sintetiza bien la mezcla que se da en nuestro filólogo entre esos dos placeres que son el del conocimiento y el del amor a la naturaleza: se trata del viaje que hizo con Dámaso Alonso a los Ancares leoneses y gallegos y a la Cabrera Baja –de lo que dio cuenta en «Tres viajes dialectológicos con Dámaso Alonso» (publicado en 1973, en Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 280-282)–. Un viaje más de tantos como emprendió Valentín García Yebra para indagar la verdad de las cosas. Tuvo para esos viajes la mejor guía en una recomendación que nos hace Luzan a los españoles: huir de «la ciega pasión, del amor propio, de la grosería, de la mordacidad», acogiéndose, en cambio, a «la prudencia, la urbanidad, la moderación y el juicio» (apud Sánchez Laílla 2010: 87). Es una de las lecciones que aprendí de don Valentín. Me complace recordarla ahora en que se conmemora el centenario de su nacimiento. Es mi particular homenaje a un académico ejemplar.

José Antonio Pascual

Real Academia Española


Referencias

P. Blanco García (2011): «Valentín García Yebra: traductor y maestro. In memoriam», Mutatis Mutandis, 4: 180-190.

M. Campos (2016): «El sufijo –ita en los nombres de minerales: para una revisión de sus etimologías en el DRAE-2014». En M. Quirós, et al., Etimología e historia en el léxico del español, Frankfurt am Main, Vervuert: 623-644.

F. Cortés (2013): «Sobre el diccionario de galicismos de García Yebra», Panacea@, 14/38: 248-255.

S. Gutiérrez (2012): «Don Valentín García Yebra», ProMonumenta, 10: 6-7.

R. Lapesa (1948): Romance Philology, vol. 69, Spring 2015. Special Issue: Romance Philology betwen Europe and the Americas: Yakov Malkiel, Selected Correspondence 1940-1950.

M. N. Muñiz (2016): «La filología románica en la España actual: ¿disolución o transversalidad?», ZrPh, 132 (4): 1–16.

P. Hernúñez (2011): «Adiós al maestro», Puntoycoma, 121: 27-30.

J. A. Pascual y J. A. Sánchez Paso (2011): «La impronta del rector Tovar en la modernización del Estudio salmantino (1951-1956)». En Guzmán Gombau fotografía el VII Centenario de la Universidad de Salamanca. Liberalización cultural y apertura internacional de la Universidad franquista (1953-1954). Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca: 55-65.

R. Piglia (2007): Prisión perpetua, Barcelona, Anagrama.

L. Sánchez Laílla (2010): «La poética de Luzán». En Aurora Egido y J. E. Laplanc (eds.), La luz de la razón. Literatura y cultura del siglo xviii. A la memoria de Ernest Lluch, Zaragoza, Institución Fernando el Católico: 71-95.