EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA:
IN MEMORIAM


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVII · Cuaderno CCCXVI · Julio-Diciembre de 2017]
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Nació Eduardo García de Enterría en Ramales de la Victoria, Cantabria, el 27 de abril de 1923 y murió en Madrid el 16 de septiembre de 2013. Estudió la carrera de Derecho en Barcelona y en Madrid entre 1940 y 1944, y obtuvo, en la licenciatura y en el doctorado, los premios extraordinarios de cada grado. Preparó su oposición a letrado del Consejo de Estado, que sacó en 1947. Estuvo poco tiempo en activo en el Consejo porque pronto empezó a ejercer como abogado y a prepararse para la cátedra. Ganó la de Derecho Administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid en 1957 y la de la Facultad de Derecho de la Complutense en 1962. Los de Valladolid fueron años decisivos en su carrera universitaria porque allí se acercaron a él quienes serían sus primeros discípulos.

Los discípulos fueron el primer gran acontecimiento de la vida universitaria de Eduardo García de Enterría. Los primeros eran licenciados y funcionarios por oposición cuando él los conoció y lo tuvieron como director para la preparación de sus tesis doctorales. Los asuntos de que se ocupaban eran aparentemente anodinos (Pastos, hierbas y rastrojeas fue la tesis doctoral del gran Alejandro Nieto) y no parecía que pudiera salir de sus estudios nada revolucionario. Pero aquellos individuos tenían todos una capacidad intelectual fuera de lo común, que raramente se presenta repetida en un grupo humano tan reducido. Se formaron unos en universidades extranjeras, otros sin salir de las inmediaciones de Enterría, y todos, al final, desarrollaron sus importantes carreras universitarias, desde el doctorado hasta la cátedra, con el apoyo firmísimo del que, desde entonces, empezó a ser llamado «el Maestro».

El grupo inicial de discípulos se amplió en Madrid con doctorandos que colaboraban en las tareas docentes. Muchos de ellos con oposiciones a la Administración ya ganadas, como había ocurrido con la mayoría del núcleo inicial de Valladolid (y con el propio Enterría).

Cada uno de estos personajes empezó a generar sus propios discípulos. En Madrid o en cada una de las universidades en las que fueron ganando sus primeras cátedras: Barcelona, La Laguna, Zaragoza, Alcalá de Henares, Valencia. Y Eduardo García de Enterría siguió siempre atento a apoyar a los discípulos de los discípulos, que también hablaban de él como «el Maestro» y lo tenían por tal. Aunque no hubieran aprendido bajo su dirección inmediata seguían devotamente sus obras y trataban de aproximarse a su manera de entender la función del Derecho.

El crecimiento fue favorecido por la multiplicación de las universidades en España, que generó urgentes necesidades de profesorado. Se dotaron nuevas cátedras y las de Derecho Administrativo fueron casi siempre ocupadas por discípulos de segunda y tercera generación que iban integrándose en la «Escuela García de Enterría», inmediatamente consolidada y reconocida.

La «Escuela» fue una baza esencial del triunfo de Eduardo García de Enterría como universitario, jurista e intelectual.

Junto con otros notables administrativistas de su generación había contribuido a la fundación, en 1950, de la Revista de Administración Pública, bajo la dirección de Luis Jordana de Pozas, común maestro de todos ellos. Se publicó con la cobertura del Instituto de Estudios Políticos. No era la primera revista especializada en Derecho Administrativo, porque se habían creado otras, como Documentación Administrativa y la Revista de Estudios de la Vida Local, poco antes en el área de la Administración dominada por otro administrativista en ascenso fulgurante: Laureano López Rodó, del que Enterría fue siempre irreconciliable adversario. Pero la Revista de Administración Pública, que dirigía Jordana y de la que nuestro compañero fue secretario desde el principio, ganó enseguida prestigio y asumió la tarea de renovar el Derecho Administrativo español.

Nuestro inolvidado compañero había dicho algunas veces a sus colaboradores más próximos que hubiera sido en su vida profesional un civilista sin más preocupaciones si no se le hubiera cruzado, cuando empezó a trabajar en el Consejo de Estado, un libro revelador: el Précis de Droit Administratif de Maurice Hauriou. Hauriou (1856- 1929) renovó el Derecho Administrativo francés y creó una importante Escuela de juristas que, como él, estimaron que el papel que tenía reservado el Derecho Público de su tiempo era hacer posible el siguiente equilibrio: la Administración Pública actúa necesariamente, por razones de interés general, investida de un poder público irresistible cuya legalidad es necesario presumir; pero contraponiendo a sus decisiones una protección eficaz de los derechos individuales, entre los cuales la reparación de los perjuicios que aquellas pudiera causar. Esta dialéctica entre la acción, la protección de los derechos subjetivos y la reparación de los daños subyugó a Enterría en cuanto conoció la obra.

Este entusiasmo por la doctrina francesa, cuya influencia dominante en los administrativistas españoles de la generación de Enterría fue manifiesta, se amplió en él de forma apasionada al estudiar las consecuencias políticas y jurídicas que tuvo la Revolución de 1789 para toda Europa. Esta mirada constante a los hechos revolucionarios franceses de finales del siglo xviii le sirvió para explicar el origen de muchas de las instituciones administrativas actuales, pero se centró especialmente en dos constataciones: primera, que las claves de la organización contemporánea del Estado proceden de hallazgos de aquel momento renovador; y segunda, que las garantías de los derechos se establecieron entonces con fórmulas que se han mantenido hasta los tiempos actuales.

Su obra jurídica escrita creció alcanzando una magnitud imponente. La recopilación de su biobibliografía y semblanzas suma 37 libros entre los cuales seis, si no he contado mal, son literarios y el resto jurídicos. Entre estos y las varias docenas de estudios publicados en libros colectivos y los tres centenares de artículos publicados en revistas especializadas, están tratadas todas las materias, todos los problemas, todos los asuntos que tuvieron interés jurídico público en su tiempo.

De aquellos escritos inacabables destaco dos que lo merecen por razones diferentes: el Curso de Derecho Administrativo, que empezó a editar, con su discípulo Tomás Ramón Fernández, desde 1974, y el Código de las leyes administrativas, que se editó entre 1966 y 2014.

El Curso marca la cumbre de su exposición sistemática del Derecho Administrativo. Todos los conceptos, el orden a que se acomodan, la dinámica completa del Derecho a que ajusta su organización y comportamiento la Administración se explicaron de una manera renovadora en aquel tratado, llamado Curso. En ese libro aprendieron Derecho Administrativo centenares de nuevos profesores, altos funcionarios y decenas de magistrados especialistas en contencioso administrativo que, con el tiempo, llegarían a ocupar lugares centrales en todos los poderes del Estado.

El otro libro que, como antes decía, merece una mención especial es el Código de las Leyes Administrativas. Fue un compendio ordenado de la legislación administrativa que, cuando empezó a editarse, en 1966, cupo holgadamente en un volumen de mil páginas, y su última edición, en 2014, se hizo en tres volúmenes que superaban las siete mil. Siempre he creído que este libro tan aparentemente sencillo, que ordenaba sistemáticamente las principales normas vigentes, ha sido una de las obras más reconocidas de García de Enterría. Algunos editores llegaron a creer que era un trabajo de requerimientos tan hercúleos que necesitaba alguna iluminación divina para poder realizarse.

Hace años trabajó conmigo Jesús Jiménez, un importante experto en libros jurídicos, en mis pequeñas aficiones editoriales, y le propuse que editáramos el Código de Enterría, decisión sobre la que, como luego diré, tuve alguna disponibilidad. Me dijo que era de todo punto desaconsejable porque el Código estaba anotado con una precisión inimitable debido a que el colaborador de Enterría en aquella tarea tenía conexiones especiales con el Boletín Oficial del Estado donde obtenía información reservada sobre las leyes y sus modificaciones, que eran por completo inaccesibles a los ciudadanos corrientes y, desde luego, a las editoriales jurídicas nuevas, como era la nuestra. Creía que hacía falta una información superlativa e inalcanzable para componer una obra tan sobrenatural. La excepcionalidad consistía en que el Código no se limitaba a poner las leyes una detrás de otra, tras ajustarlas a un orden trazado por el compilador, sino que las anotaba con recuerdos y antecedentes, conexiones laterales y pronósticos de lo venidero, que no estaban al alcance de un anotador normal. No podía, por tanto, una iniciativa editorial humilde y bisoña, como la nuestra, meterse en proyectos tan descomunales. Me convenció y no asumimos el reto de editar el famoso Código.

Ese libro, el Código, estuvo durante muchos años como único soporte textual en las deliberaciones del Consejo de Ministros. Lo sabíamos bien porque era perfectamente comprobable en los telediarios: un ejemplar delante de cada ministro, bien visible cuando las cámaras ofrecían las tomas previas de la mesa antes del inicio de cada sesión. El mismo volumen podía verse en los plenos consistoriales o en las secretarías de cualquier corporación importante.

José Antonio Escalante, un TAC que trabajaba en el BOE y que había sido durante años el gran preparador de las ediciones del Código y fue el inconcebible sabio capaz de iluminar cada norma con anotaciones inaccesibles a los mortales simples, empezó a decaer físicamente al inicio del siglo xxi y las ediciones se suspendieron a su muerte hasta que Enterría me pidió que colaborara con él en ese trabajo. Acepté al punto, consciente de la importancia de mantener viva esa publicación, decisiva en la vida jurídico-administrativa española.

Con la ayuda de algunos de mis discípulos, discípulos nietos del Maestro, preparamos la nueva edición, que se publicó en 2005. Figuraba en ella mi coautoría junto a la de García de Enterría.

Recuerdo que estábamos corrigiendo pruebas y faltaba el prólogo que yo había acordado preparar para que firmáramos los dos autores. Todo era, después de algunos años de espera, urgente, y yo me había retrasado. Cuando me llamó para preguntarme por el prólogo, estaba en un viaje camino de Abu Simbel. No salía de su asombro porque estuviera viajando por el Nilo en el mes de mayo. Le dije que era aficionado a la arqueología, como él sabía bien, que ya había acabado las clases y que más tarde hacía mucho calor y era imposible viajar por Egipto. Bien, todo bien y razonable, y me mandó sus calurosas expresiones de afecto, pero me intimó a que no dejara pasar ni un minuto más. Redacté aquel proyecto de prólogo navegando Nilo arriba y lo mandé, con dificultades agobiantes en las conexiones telemáticas entre la falúa y España, aquel mismo día, unas horas después de la conversación. El texto egipciaco es el que figura como prólogo de la edición de 2005 del Código de las leyes administrativas.

No todo es solemnidad, como puede verse, en la vida de los juristas conspicuos.

En la década de los ochenta empezaron a llegar los reconocimientos de toda clase para la obra del profesor García de Enterría. No ha habido otro jurista con más premios y honores en la historia reciente (no me atrevo a decir que en toda la Historia en general, porque no he hecho comprobación alguna al respecto; pero tal vez se dé también esta circunstancia). En las primeras celebraciones de sus méritos, él solía decir, con sinceridad nada afectada, que los homenajes llevan adosado un mecanismo de retroalimentación, de modo que, en cuanto que se inicia su dinámica, se conectan unos con otros en una cadena imparable. No siempre es esto cierto, ni fue efecto de la mecánica simple en su caso, pero la verdad es que el universo profesional del Maestro, a partir de 1977, se llenó de encomios. Marco el inicio en 1977 porque fue el año en que fue recibido como doctor honoris causa por la Universidad de París I, Pantheon- Sorbonne, que lo proclamó, como puedo recordar nítidamente, grand rennovateur du Droit Administratif espagnol.

En 1983 obtuvo su primer doctorado honoris causa español, el otorgado por la Universidad de Zaragoza. E inmediatamente se inició la larga relación de reconocimientos de esta clase por universidades hispanoamericanas: Mendoza y Tucumán en Argentina (las dos en 1986), Nuevo León y Benito Juárez en México (las dos en 1987); Valladolid en 1992, que él celebró como ninguno porque había sido la Universidad donde obtuvo su primera cátedra y encontró sus discípulos iniciales. Mantuvo puesto el anillo doctoral que le entregaron en la ceremonia el resto de su vida. Aquel mismo año obtuvo el doctorado de la Universidad de Bolonia, que también tuvo emociones especiales, por la importancia de la Universidad que lo otorgaba y porque las relaciones con el profesorado italiano habían sido cultivadas con especial afecto por Enterría.

Los doctorados honoris causa concedidos por otras universidades españolas e hispanoamericanas siguieron fluyendo hasta sumar 22 a la altura de 2010.

No me paro en contar otros reconocimientos a su excelencia, entre los cuales el Premio Príncipe de Asturias.

El único cargo público que ostentó García de Enterría en toda su vida, excluyendo, claro está, la cátedra y la dirección del departamento de Derecho Administrativo que ocupó hasta su jubilación, fue el de Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo, que desempeñó entre abril de 1978 y febrero de 1986. Fue el primer juez designado por el Gobierno español en ese Tribunal.

Era un poco sorprendente para algunos de los que teníamos contactos más frecuentes con García de Enterría ese interés suyo por la función de juez. Lo digo porque él era un abogado nato, le gustaba defender posiciones de parte. Ser juez requiere otro temple. Exige independencia y neutralidad para quitar y dar razones. Todo lo cual tenía encaje más difícil en un apasionado por sus descubrimientos y tesis como fue siempre Enterría. Poner el alma en la defensa de una causa y hacerlo con absoluta convicción de que la razón estaba de su parte, aunque fuera el único que lo creyera, era un comportamiento más acorde con su forma de ser.

Otro aspecto, muy querido por él, de su actividad intelectual fueron las Reales Academias a que perteneció como miembro de número. En 1970 ingresó en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y en 1994 en la Real Academia Española.

Había sido elegido el 11 de noviembre de 1993 para ocupar el sillón U, con ocasión de la vacante que dejó a su muerte don Alfonso García Valdecasas, y leyó su discurso de ingreso el 24 de octubre de 1994 en una sesión plenaria y pública presidida por S.M. el Rey. Lo tituló La lengua de los derechos. La formación del Derecho público europeo tras la Revolución francesa.

El discurso se centró en la renovación ideológica que la Revolución trajo consigo, en los instrumentos y técnicas jurídicas de que se valió para imponerla y en el nuevo lenguaje que surgió con ocasión de la consagración de los derechos del hombre y el ciudadano. El recipiendario conocía bien el alcance de esa renovación léxica. En 1988, años antes de su ingreso en la Española, había comentado un librito publicado en 1987 por la editorial Ledrappier de París titulado Les mots de la Révolution, las palabras de la Revolución, que reproducía parcialmente el «suplemento» que editó la Académie Française a su diccionario prerrevolucionario para recoger las palabras creadas para denominar las nuevas realidades institucionales y sociales. Fueron exactamente cuatrocientas dieciocho. Entre ellas administración estatal, administración local, enmienda, arbitraje, asamblea, boletín de las leyes, burocracia, ciudadano, diputado, mayoría, guillotina…

En la ficha de Eduardo García de Enterría, que guarda el Archivo de la Academia, figuran contadas mil doscientas veintiuna asistencias en los veinte años casi exactos en que fue miembro de número de la corporación, lo que significa, sin necesidad de pararse a hacer la cuenta, que no faltó nunca.

Mantuvo siempre a raya nuestro compañero las absorbentes exigencias de la especialización profesional y añadió a sus enormes proyecciones de jurista una viva afición por la literatura, reflejada en su amplia información de lector, bien asumida y manejada con lucidez en cualquier conversación espontánea, en sus conferencias y textos o en sus escritos literarios, que durante años convivieron con naturalidad con sus ensayos jurídicos.

Los textos literarios que ha dejado publicados están compilados casi al completo en La poesía de Borges y otros ensayos (1992), De montañas y hombres (1998), Fervor de Borges (1999), De fray Luis a Luis Rosales: Escritos literarios (1999) y Hamlet en Nueva York (2008). Si dejamos aparte De montañas y hombres, donde está el recuerdo apasionado de sus montañas originarias, los Picos de Europa, y de sus montañas adoptadas, las de la Sierra de Gredos, así como un compendio de hermosas piezas de muy variada lección, que escribió en homenaje a sus amigos, es muy fácil adivinar a través de sus obras los gustos literarios de Eduardo García de Enterría. Nuestro compañero creyó, como tantos de nosotros, que hay un género literario que aventaja a los demás en mucho y sin discusión posible. Es la poesía, frente a la que el resto de los géneros son insuficientes para explicar la complejidad del mundo, la vida y la riqueza de los sentimientos humanos, con belleza, fuerza, compactación, síntesis y expresividad, sin acumulación de palabras, utilizando la elipsis hasta estrujar el lenguaje al límite.

Esta inclinación se advierte en sus escritos por todas partes. Por ejemplo, al elegir en una obra tan descomunal, originalísima y deslumbrante como la de Borges, su parte poética. En la galería de autores y obras que incluye su libro Hamlet en Nueva York dominan también los poetas: fray Luis de León, Quevedo, Luis Rosales.

Amó García de Enterría a los autores que leyó y se mostró, en sus críticas literarias, agradecido de haberlos conocido. En sus comentarios todo son entusiasmos y alabanzas. Consideró a Galdós el mejor novelista español de todos los tiempos después de Cervantes. Le maravilla fray Luis de León; mientras va repasando sus versos dice don Eduardo: «¿Hay algún poeta español que con tan parcos materiales haya alcanzado cimas tan solitarias y tan altas?». Sostiene que la serie de poemas de Quevedo dedicados a Lisi es «uno de los conjuntos líricos más hermosos de nuestra lengua –y aun de cualquier lengua» añade. De un libro del joven Ortega y Gasset opina que «hay pocos libros más estimulantes, más hermosos, más admirables que el epistolario del joven Ortega». Consideró a Luis Rosales, además de un gigantesco poeta, «uno de los conocedores más profundos de la historia y de la literatura de nuestro siglo de oro». Y dijo de las Comedias bárbaras de Valle Inclán que eran la «cumbre del teatro español».

Los argumentos poéticos que estimularon más a García de Enterría fueron, decididamente, los más perennes: el amor y la muerte. La muestra más perfecta de la emoción que le hacía sentir la buena poesía amorosa fue su fervor por la serie de Quevedo «Canta sola a Lisi», donde el poeta va desgranando su indescriptible amor por esa mujer. Quevedo dejó desbordarse su enamoramiento a lo largo de un espacio temporal que cubre, desde los primeros versos a los últimos, veintidós años, hasta que Lisi muere y la serie se cierra con ese soneto inmenso, desgarrador e imborrable «Amor constante más allá de la muerte», que arranca con el verso «Cerrar podrá mis ojos la postrera / hora que me llevase el blanco día» y concluye invocando las medulas «que han gloriosamente ardido, / su cuerpo dejaron, no su cuidado; / serán ceniza, más tendrán sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado».

Enterría cuenta, en una nota sobre estos poemas, que él siempre creyó que Lisi era un personaje tan real como la Laura de Petrarca, Beatriz de Dante, Isabel Freire de Garcilaso, o la Leonor de Antonio Machado. Así se lo había hecho creer una primera edición de las obras de Quevedo a cargo de Luis Astrana Marín. Aunque las conclusiones de este compilador habían sido ridiculizadas por José Manuel Blecua, el mejor de los editores de la poesía de Quevedo, y desestimadas luego por Pablo Jauralde en su erudita biografía del escritor. Pero el derrumbamiento de Lisi como personaje real fue incuestionable después de que Lía Schwartz e Ignacio Arellano, en su edición del Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, insistieron en que Lisi no fue un personaje real, ni había podido ser el amor excelso de Quevedo, sino una estructura lírica imitada de Petrarca, a quien se deben los recursos poéticos que Quevedo, siempre tan culto e informado, usó con tanta pasión: el paso del tiempo, un amor desgraciado, la muerte inesperada y temprana.

El conocimiento por Enterría de que Lisi era una ficción no quebrantó el reconocimiento del poeta ni su admiración al «prodigioso ejercicio de Quevedo para dar calor de realidad vivida, hasta convertirla en un arquetipo literario y humano, a una Lisi imaginada…».

Sobre el otro motivo poético, la muerte, le deslumbró la obra de Borges; hasta el punto que puede decirse, probablemente con razón, que García de Enterría se hizo borgiano a través de la obra poética del argentino, especialmente la del final de su vida. Subraya y comenta con especial atención los versos en que Borges se enfrenta abiertamente a la muerte expresando el deseo de recibirla:

Defiéndeme, Señor, del impaciente
apetito de ser mármol y olvido;
defiéndeme de ser el que ya he sido.

Y se muestra absolutamente deslumbrado por el poema «Cristo en la cruz», o por las inquietantes dudas del poeta cuando canta:

Dios o Tal Vez o Nadie,
yo te pido su inagotable imagen,
no el olvido.

Termino: creo que estas palabras mías no son una semblanza ajustada de Eduardo García de Enterría, sino una gran simplificación. Quizá la ocasión en que las pronuncio pueda disculpar que el repaso de su vida haya sido epidérmico y no resalte la hondura de sus calidades humanas, su sentido de la amistad o su permanente generosidad para poner sus conocimientos a disposición de cualquiera que necesitara apoyarse en ellos. He dejado al margen una explicación de fondo sobre las aportaciones que trajo su obra y la influencia que tuvo en la propia Constitución vigente, en muchas leyes y en la jurisprudencia de los tribunales.

Es difícil cerrar un texto necrológico, un discurso fúnebre, de personas que se alzan sobre su propia muerte. Pocas veces es posible decir con más razón que ese gran académico al que me he referido continúa muy vivo en las ilusiones, el pensamiento y la vida de la gran muchedumbre de discípulos, amigos y admiradores que siguen teniendo su obra como guía.

Santiago Muñoz Machado

Real Academia Española