ANA MARÍA MATUTE:
IN MEMORIAM


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVII · Cuaderno CCCXV · Enero-Junio de 2017]
http://revistas.rae.es/brae/article/view/178


Ana María Matute irrumpió en la vida literaria española con la novela Los Abel, finalista del premio Nadal en 1948. Había nacido en Barcelona, en 1926. Solo tenía veintidós años.

Los Abel supuso una revelación. La jovencísima autora hace un intenso relato de las turbulencias de la adolescencia y el despertar de los sentidos en un entorno provinciano y árido, cuyo telón de fondo lo ocupan inconcretas luchas sociales y confusas insatisfacciones conyugales.

«Quería desligarme –se dice la joven Valba, en un tono que nos remite al de Cumbres Borrascosas, la gran novela de Emily Brönte– porque ante todo y sobre todo se me hacía preciso huir: y el suelo, a veces me rechazaba, para después apresarme, como deseando fundirme en su materia.

Todo era lento, quedo, susurrante (…)

Cuánto existe que no conozco –pensé–, cuánto en que poder gemir y gozar, cuánto por sentir, recibir y dar aún».

Valba se aferra a su papel de observadora y lo convierte en el sentido de su vida. La novela narra el proceso de este descubrimiento.

«Únicamente yo estaba allí, solitaria, sentada sobre un cajón, dándoles vueltas a los sentimientos… (…) –se dice, desde la confusión, la extrañeza y un fuerte anhelo de saber y de amar–. Solo yo estaba allí, mirándolos a todos con una curiosidad eternamente insatisfecha, siempre lejos de ellos y obsesionada por ellos».

«¿Y qué hacer de este amor que me va royendo?, me dije: ¿qué hacer de él? Es preciso encerrarlo en cualquier lugar del corazón, tal como Aldo enterró en el extremo del huerto aquel perro que se llamaba Sol… ¡Señor, la gente no vive preparada para esto: nadie se preocupa de mantener un rincón donde poder cavar y sepultar inutilidades!, amor, ecos, o alguna que otra hoja caída del otoño!».

La carrera de la joven autora cobra un ritmo trepidante. En 1953, la novela Fiesta al noroeste obtiene el premio Café Gijón. En 1954, Pequeño Teatro consigue el premio Planeta.

Los títulos de los relatos contenidos en Los niños tontos (1956) (Ilustraciones de José María Prim) expresan con elocuencia los intereses, sentimientos y obsesiones de Ana María Matute. Un ambiente de desolación, de desgracia, de pesadumbre, los envuelve: La niña fea, El niño que era amigo del demonio, Polvo de carbón, El negrito de los ojos azules, El año que no llegó, El incendio, El hijo de la lavandera, El árbol, El niño que encontró un violín en el granero, El escaparate de la pastelería, El otro niño, La niña que no estaba en ninguna parte, El tiovivo, El niño que no sabía jugar, El corderito pascual, El niño del cazador, La sed y el niño, El niño al que se le murió el amigo, El jorobado, El niño de los hornos, Mar.

En 1959, la autora recibe el Premio Nacional de Literatura Miguel de Cervantes por su obra Los hijos muertos, que también había obtenido el Premio Nacional de la Crítica en 1958.

En la primera frase de la novela se adivina todo un mundo: «En Hegroz, a últimos de enero de 1948, el guardabosques de los Corvo se mató sin querer, cuando la batida contra los lobos».

Como sucedía en las obras anteriores de la autora, una atmósfera de vaguedad lo envuelve todo. La guerra civil española es el telón de fondo sobre el que se edifica un mundo lírico y misterioso, hecho de imágenes y metáforas que se avienen asombrosamente bien con descripciones precisas y muy realistas.

«En Hegroz no existían los amigos. Daniel ya lo sabía. No existieron nunca. Al anochecer, la taberna se llenaba de hombres cansados, manchados por el trabajo del día, con la boina ladeada caída hacia atrás. Hombres del pantano, del pueblo. Llegaban el secretario del Ayuntamiento, y el maestro, a reunirse con el médico que tenía alquilada su habitación en el piso alto de la taberna. Subían al comedorcillo de arriba, por la oscura escalera. Los peldaños, bajo sus pies, crujían, y se jugaban el sueldo, ante una botella de vino y unos naipes resobados. A veces, hablaban del Gobierno, pero enseguida la conversación languidecía. Madrid estaba muy lejos, las ciudades todas estaban muy lejos».

Dos años después, en 1960, la novela Primera memoria obtiene el Premio Nadal.

La protagonista de Primera memoria, una adolescente de catorce años, atrapa nuestro interés. Una incomprensible y cruel guerra civil es, de nuevo, el telón de fondo. Esa es la razón de que la niña, Matia, viva con su abuela materna, en una isla cuyo nombre no se menciona. La madre muerta y el padre ausente, que lucha en el bando de los rojos, dejan a Matia desprotegida, pero poco dispuesta a plegarse a las normas que imperan en casa de su abuela, un bastión de las fuerzas del orden.

Hay momentos extraordinarios en los que se producen revelaciones definitivas. La relación de Antonia, el ama de llaves, con su hijo, Lauro, el Chino, que ha abandonado el seminario, cobra, en determinado momento, una dimensión muy profunda: «Él levantó la cabeza, se quitó los lentes, y la miró. Y por primera vez, con qué dolor, o remordimiento –o qué sé yo, tal vez solo pena– le vi los ojos. La mirada del uno en el otro, metida la mirada de ella en la de él. Y me acordé, qué absurdo, de una frase que dijo mi amigo: «Mi lugar está aquí. (…) Y algo se me agarró dentro del pecho, algo que zozobraba, como una cáscara de nuez en el mar».

La observación de los demás, que está presente desde los inicios en las obras de Ana María Matute, lleva a Matia a establecer profundos y silenciosos vínculos con las personas. «Viéndole, oyéndole hablar, mirando su cabello casi blanco –se dice, en referencia a un misterioso personaje– sentí que amaba aquel cansancio, aquella tristeza, como nunca amé a nada». «(Estaba) Deslumbrada por su vida ya completa, quizá por su ausencia de esperanza».

Matia tiene, asimismo, revelaciones muy personales, muy íntimas: «Sentía entonces una sensación olvidada de cuando era muy pequeña y me angustiaba el atardecer, y pensaba: “El día y la noche, el día y la noche siempre, ¿No habrá nunca nada más?” Acaso me volvía el mismo confuso deseo de que alguna vez, al despertarme, no hallara solamente el día y la noche, sino algo nuevo, deslumbrante y doloroso, algo como un agujero por donde escapar de la vida».

En 1968, Ana María Matute publica Algunos muchachos, que viene precedida de esta entradilla: «Tímidos, iracundos, silenciosos, cruzan a nuestro lado algunos muchachos. Podríamos conocerlos por un signo, una cifra, o una estrella en la piel».

En esta obra, la autora ahonda en las sensaciones de sensualidad, curiosidad, crueldad e incultura que le produce la vida en pueblos o barrios aislados. Son ambientes claustrofóbicos, regidos por la precariedad, marcados por misterios presentidos, por arriesgadas audacias, por temeridades y rivalidades personales. La imaginación parece algo imposible dentro de este ambiente tan poderoso como extraño. «No la imaginaba, su vida –leemos–. Solo la podía imaginar descalza, guapa, delgada, lavando ropa. Nada más. ¿Qué otra vida podía haber? Era imposible imaginar esas cosas, la vida de la Margarita, y la de todas las gentes, es algo misterioso y desaparecido. La vida de la gente es lo que se está viendo de ellos: la ropa sucia, el pelo negro brillante, en greñas, la imagen temblando en el río, de la Margarita».

La obra de Ana María Matute causó un gran impacto y fue objeto de entusiasta y devota valoración. Alrededor de las obras mencionadas, la autora publica relatos breves y cuentos infantiles. Títulos como Los niños tontos, Paulina, Algunos muchachos, El saltamontes verde, El polizón de Ulises..., calaron en el corazón del público lector.

Ana María Matute representaba una forma nueva de entender la literatura. En un momento de auge del realismo, Matute le añade el toque mágico que le prestan los sueños, las leyendas, los mitos. Los detalles más crueles de la realidad dejan espacio para la poesía, las ensoñaciones, la fantasía que habita en los rincones más remotos de la mente y que nos remite a los orígenes de la literatura, al momento mágico en que las palabras crearon las leyendas y empezaron a formar parte de nuestra identidad como seres humanos.

En toda la obra primera de Ana María Matute está presente el anhelo, en gran medida doloroso, de romper los límites de lo que suele llamarse realidad y de traer a ella, como elementos esenciales, los aspectos más íntimos, inocentes y etéreos de la persona. De ahí la abundancia de personajes que no han salido aún de la infancia o de la adolescencia. Como en la mayoría de los escritores de su generación, encontramos en los libros de Ana María Matute, crítica social. Es palpable la condena de los hábitos y normas sociales más convencionales y represores, pero lo que más concita nuestra atención es la capacidad de la autora de plasmar el dolor y desconcierto del niño y del adolescente, la perplejidad que causan en ellos el mundo rígido, acorazado, de los adultos. Una bruma de nihilismo envuelve las páginas de sus obras, pero, sobre la bruma, emerge el retrato hiriente del personaje insatisfecho, lleno de emociones, que no es capaz de conciliar ni de encauzar, y ese personaje se instala en nuestra memoria.

Esta es la reivindicación que late en la obra de Ana María Matute y que tantos críticos e historiadores literarios han señalado, señalándola como una aportación original entre los escritores de su generación. Todos coinciden en señalar la originalidad de su perspectiva y la excepcional sensibilidad de la autora cuando se trata de captar emociones y sensibilidades en formación, en contraste con el mundo establecido y convencional de los adultos (Manuel García Viñó, M.a Dolores Assís Garrote, Benítez Claros, Ignacio Soldevilla Duarte, Martínez Cachero, Amorós, Ferreras, Rallo Grus, Cristina Ruiz Guerrero, Tomás Yerro Villanueva, Gemma Roberts, Franciso Alamo Felices, Santos Sanz Villanueva, Antonio Vilanova…).

Después de un largo silencio, en 1996, Ana María Matute publica Olvidado Rey Gudú, obra que constituye a mi entender la culminación de su producción literaria. El vasto reino de Olot es el escenario de esta novela que nos invita a hacer un recorrido por territorios que existen en lugares y tiempos que ni podemos ni queremos localizar ni fechar. Un amplio y complejo mundo por el que deambulan, felices o desesperados, reyes, reinas, madres, hijos, ninfas, novias, príncipes, trasgos, enamorados y despechados, abanderados de todas las causas, indolentes, egoístas y generosos... Asistimos a cruentas luchas de poder, a batallas más sutiles y solitarias. Palpamos las emociones del amor, el dolor de las pérdidas, las separaciones, las ausencias. Los lectores nos convertimos en habitantes de Olot, porque deseamos vivir en un mundo donde la fantasía exista. Este es el deseo que, como un tesoro que nos hubiese regalado Ana María Matute, se eleva en nuestro interior mientras leemos el libro y nos perdemos en su sucesión de aventuras.

Olvidado Rey Gudú nos plantea, expresado en felices metáforas, la gran cuestión de la vida: el paso del tiempo. El constante aprendizaje, el modo de escapar de la cruel realidad, la persecución de un refugio donde la vida cobre forma poética. Ana María Matute tiene la capacidad mágica de mostrarnos esa línea que en un momento dado de la vida todo ser humano ha de atravesar para ser plenamente humano. No somos conscientes del momento exacto en que la atravesamos, pero un día volvemos la vista atrás y sabemos que la edad de la inocencia ya queda lejos, hemos entrado en un territorio donde hay que hacer muchas maniobras para seguir avanzando, hay que edificar un sistema de defensas. La inocencia puede simbolizarse en la niña que guarda en una caja de latón lo que considera como sus verdaderos tesoros, piedras y objetos mucho más preciosos para ella que todas las joyas y dineros que han poseído los reyes y banqueros del mundo de todos los tiempos. Esa caja de latón, ese cofre secreto que la niña guarda en un escondite le dan fuerza y valor porque nadie lo ha visto jamás, es exclusivamente suyo. Pero hay un momento dramático, y esta niña, la princesa Tontina de Olvidado Rey Gudú, ha de pasar por el doloroso trance de contemplar cómo cae al suelo su cofre. Los tesoros se desparraman a la vista de todos, a la luz espantosa de las miradas ajenas. En ese preciso instante, la niña pasa al otro lado de la línea. La princesa Tontina se queda desnuda ante todo el reino de Olot, como Adán y Eva se vieron desnudos y avergonzados al ser expulsados del paraíso.

Esta metáfora está en el corazón de todas las metáforas que se suceden en el maravilloso relato de Ana María Matute. Mientras leemos, nos sentimos tan cerca del origen –de ese momento en que empezaron a fraguarse las leyendas– que los olores que se esparcen por el aire y que el viento lleva de aquí para allá se filtran en nuestra piel, nos poseen. Las palabras están impregnadas de olor a bosque, a fuego, a brisa húmeda del río, a establo, a sangre derramada en batallas, mazmorras y misteriosas celdas, a embriagador perfume de fiestas y reuniones secretas. Estamos en el reino de lo atemporal, de los sueños, de los esplendores del tiempo pasado y venidero.

A lo largo de toda su obra, Ana María Matute ha ido reclamando para sí –para todos nosotros– este territorio. Desde la conciencia poética de la distancia abismal que separa el mundo de la infancia de mundo adulto, nos invita a edificar las fantasías de quienes buscan destinos que quizá se hayan dictado para ellos quién sabe dónde, quién sabe por quién, y nos sentimos inmersos en una realidad ancestral e intensa, poblada de olores, de colores, de sabores, de textura.

La subjetividad y el lirismo que caracterizan la prosa de Matute nos invitan a mirar de otro modo, con más respeto, más amor y más temor –es decir, con más cuidado– el complejísimo mundo de la infancia. Nos sentimos traspasados por el tono algo elegíaco, como de una pérdida o una carencia, que atraviesa las páginas escritas por Matute. Nos hacemos cómplices de su reivindicación de la poesía, de los sueños, de la fantasía y de la magia. Son textos que nacen de una soledad dolorosa, hiriente, de un sentimiento de incomprensión desgarrador. Constituyen una reivindicación de las fantasías redentoras. Las grandes carencias, los rechazos que unos humanos provocamos en otros, las grandes amenazas, conviven con la intensidad de las emociones más enaltecedoras y son expresadas con un lenguaje que adquiere una dimensión emotiva única y original.

En el discurso de ingreso en la RAE –Madrid, 1998– y que tituló «En el bosque», Ana María Matute declaraba: «Pienso que la poesía es la esencia misma de la literatura, quizá el lenguaje poético sea, en el fondo, el más próximo a mi concepción personal de lo que es la escritura», «Soy una contadora de historias». Y se remitía al ejemplo de Alicia, a ese momento en que atraviesa la frontera cristalina del espejo, para mostrarnos uno de los momentos mágicos de la literatura. Así lo formuló en el citado discurso: «La fascinación que sin duda constituye la cifra de mi obra y quizá también de mi vida: la posibilidad de cruzar el espejo e internarse en el bosque de lo misterioso y de lo fantástico, pero también del pasado, del deseo y del sueño». Ana María Matute se declaraba deudora de los grandes cuentos que le contaron en la infancia, los llamados «cuentos de hadas», en los que «los sentimientos –la alegría y la tristeza, la nostalgia, la melancolía, el miedo– permanecen como emboscados. Se encuentran, me atrevería a decir –afirmaba– en su elemento natural».

Esta es la voluntad que mueve a la escritora, la de atravesar el espejo, con «la desesperada esperanza de un remoto reencuentro con nuestro yo más íntimo». Escribir es para ella regresar a ese entonces en el que la luz lo cambió todo, «Viéndome avanzar, me convierto en una espectadora de mí misma: es asistir por fin a una suerte de integración, de identificación en la vida de todos y con todos. Asisto a la vida y al mismo tiempo formo parte de ella, como puede ser la lluvia en la tierra. Es oír el silencio y la recuperación de otro tiempo, otro tiempo que somos nosotros mismos; como un pobre animal indefenso que intenta atravesar un río helado».

Esto es lo que consigue la prosa de Ana María Matute. Está cargada de ese olor, de ese rumor de lluvia, del frío que desprende el hielo del río, del temor del animal acosado. Y también de felicidad, del placer de la búsqueda. La prosa de Matute nos hace experimentar, con unas palabras cargadas de peso físico y poético, tan hirientes como ligeras, la aventura que supone pasar al otro lado del espejo, volver a cruzar la línea que nos separó para siempre de la inocencia, que nos desterró. «Todos y cada uno de nosotros llevamos dentro una palabra, una palabra extraordinaria que todavía no hemos logrado pronunciar. Escribir es para mí la persecución de esa palabra mágica».

La obra de Ana María Matute nos invita a participar en esta maravillosa persecución.

La conocí en París, en unos de esos viajes que hacíamos por entonces los escritores. Éramos un grupo bastante numeroso y, a la llegada al hotel, que no tenía un gran aspecto, Ana María Matute, con quien había hablado durante el viaje, con gran timidez y nerviosismo por mi parte, porque la admiraba demasiado como para atreverme a conocerla en persona, se dejó caer en uno de los sillones del vestíbulo como si estuviera a punto de desfallecer. Las habitaciones no estaban listas y los trámites, además, fueron lentos. Al cabo, nos dieron las habitaciones y nos dispersamos. Ana María parecía algo más animada. Más tarde me confesó que eso le pasaba a menudo, que de repente se sentía sin fuerzas.

Nos fuimos diciendo eso la una a la otra a lo largo de los años de nuestra amistad, que empezó en aquel momento, en el oscuro, algo sórdido, vestíbulo del hotel parisino. Vi su desfallecimiento y me pareció que era el mío, igual que el mío. Seguro que no, seguro que cada persona tiene su propio modo de desfallecer y su propio modo, también, de sobreponerse. Eso es algo que se aprende con el tiempo. Admiramos y queremos a una persona, nos identificamos, incluso, con ella, en la certeza de que, siendo distinta, hay algo en ella que entendemos, que nos resulta afín, que nos une a ella de una forma profunda.

Ana María fue cobrando una apariencia cada vez más frágil, más delicada. Se cayó innumerables veces, hubo de familiarizarse con la escayola, el bastón, la silla de ruedas. Seguía viajando, seguía acudiendo a actos públicos, seguía escribiendo. Cuando nos encontrábamos, hablábamos de nuestros desfallecimientos, y de algunas inquinas y ofensas de la vida, y de alegrías y satisfacciones, y de vernos más y de hablar más y de escribir más. Su voz, cada vez más delgada, siempre fue cantarina. Una voz alegre, aunque expresara penas o indignaciones. Su extraordinario sentido del humor transformaba en risa las pequeñas, y no tan pequeñas, desdichas de la vida.

Se supo levantar de todos sus desfallecimientos, supo amar, supo tener fe. En este momento, los trozos de vida que nos dio, que compartimos con ella, parecen cortos. Hubiéramos querido más, ratos y más ratos de vida con Ana María Matute, en vestíbulos y bares de hotel y de aeropuertos, pero al fin, su vida fue larga. Fue rica. El mundo de inocencia, dolor, amargura y magia que nos ofrece en cada uno de sus libros ya se ha hecho parte de lo que somos. Es el regalo que hacen los artistas. Aquella realidad moldeada por la fantasía de una niña inclasificable que luego se convirtió, como ella misma decía, en una persona incómoda para muchos, sigue en pie. Ese es el poder de la literatura. Hace perdurar lo fugitivo.

Cuando el desfallecimiento ha sido dejado atrás, ya no existe. Lo que existe es el momento glorioso de la creación, el triunfo de la vida. De Ana María Matute quedará, para todos, el mundo que creó. Para sus allegados y seres más queridos, su fortaleza y su sentido del humor. Esos impulsos la sostenían y hacían que se levantara una y otra vez y que deseara, siempre, ver más, hablar más, vivir más, escribir más.

Soledad Puértolas

Real Academia Española