SEGUR SE HIZO DE SUS AZUCENAS, O LA NINFA EN EL ARROYO: DE NUEVO SOBRE GÓNGORA (POLIFEMO, XXVIII, 217-220) *


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVI · Cuaderno CCCXIV · Julio-Septiembre de 2016]
http://revistas.rae.es/brae/article/view/165

Resumen: El trabajo propone una nueva interpretación del verso del Polifemo gongorino, atendiendo a la lógica interna del relato, la configuración espacial de la escena, la relación entre las estrofas, la extraordinaria precisión expresiva de Góngora y su intención plástica. La crítica última ha mostrado cierta preferencia por la variante seguir en detrimento de segur. Pretendo confirmar, sin embargo, la exactitud de esta última: Galatea, asustada, es «a los verdes márgenes ingrata» porque se oculta en el arroyo, tras el mirto más sumergido, y al hacerlo se convierte en segur de sí misma, de la imagen blanquísima de sus piernas, sus azucenas, quebradas por la línea del agua: un «cuadro» de enorme fuerza visual que remite a la Venus Anadiomene de Tiziano.

Palabras clave: Góngora; Polifemo; segur; coherencia textual; Tiziano.

SEGUR SE HIZO DE SUS AZUCENAS, OR THE NYMPH IN THE STREAM: REVISITING GÓNGORA (POLIFEMO, XXVIII, 217-220)

Abstract: This paper proposes a new interpretation of Góngora’s verse in Polifemo, based on the internal logic of the story, the spatial configuration of the scene, the relationship between the verses, Góngora’s extraordinary expressive precision and his plastic intention. The recent critique has shown a preference for the variant seguir to the detriment of segur. However, this study aims to confirm the accuracy of the latter: a frightened Galatea is “a los verdes márgenes ingrata[to the green banks ungrateful] because she hides in the stream, behind the most submerged myrtle, and in doing so she becomes segur [axe] of herself, of her white legs, her lilies, broken by the water line: a “painting” of great visual power that alludes to Titian’s Venus Anadyomene.

Keywords: Góngora; Polifemo; segur; textual coherence; Titian.


A la memoria del maestro Ricardo Senabre

A juzgar por la resignada insatisfacción que los comentaristas de Góngora han ido mostrando a lo largo del tiempo a propósito de la lectura del verso «segur [o seguir] se hizo de sus azucenas», de la estrofa xxviii de la Fábula de Polifemo y Galatea, parece obvio que nos encontramos ante una de las expresiones más escurridizas del poema, y esto ya para los mismos contemporáneos de don Luis. Desde entonces la cuestión no ha perdido actualidad, como lo demuestra el hecho de que José María Micó le haya dedicado un trabajo extenso a elucidar una interpretación que, aun cuando termina escapándose, sustenta con argumentos filológicos1. Sin desechar, en absoluto, tales argumentos, quisiera abogar en estas páginas por la búsqueda de un sentido coherente que tenga en cuenta parámetros como el desarrollo lógico de la fábula, la trabazón de las distintas estrofas entre sí (a pesar de que, como es sabido, muchas de ellas pueden constituir un «cuadro» autónomo) y la enorme precisión expresiva de la que Góngora hizo gala en la totalidad de su obra, sin soslayar, desde luego, su interés por ofrecer, en cada una de sus escenas, una imagen de enorme fuerza plástica. El mismo Micó también ha editado y fechado en torno a 1630 (año en que aparecen las Lecciones solemnes de Pellicer) un texto de Andrés Cuesta al que, al margen de las crueles pullas contra Pellicer, no puede negársele parte de razón: tal vez nos obcecamos demasiado con el rastreo de los precedentes eruditos y no atendemos a la buena lógica que Góngora exigía de sus lectores; en términos de Cuesta, dejamos el sentido y nos ponemos a explicar las voces2. Además, como explica Antonio Carreira, la forma de leer actual no es la misma que la de los contemporáneos de Góngora,

[] porque el poeta esperaba del lector una colaboración algo diferente de la exigida hoy. [] Hoy el lector tiende a intervenir demasiado en el poema, envolviéndose en su propia subjetividad. Entonces eso no era posible, porque la objetividad semántica del texto no se cuestionaba. Al lector se le invitaba a descubrirla, aunque regulando, manteniendo a raya su intervención, por así decirlo: el lector complementaba la tarea del poeta, no solo cerrando el circuito de la comunicación, sino porque el poeta, al crear, tenía presentes el ingenio y el bagaje cultural del lector para no pecar de explícito. De esa mutua competencia, de esa complicidad, derivaba la fruición recíproca. Dicho de otro modo, mientras hoy se busca la reacción emocional, subjetiva, del lector, entonces se apelaba más a su saber objetivo y a su ingenio3.

Aun así, este verso se resistió al ingenio de los comentaristas. Claro que, para que el lector (por más que se trate de un lector con el necesario nivel de competencia) pueda aprehender correctamente el sentido, el texto ha de ser muy preciso. Y eso lo sabía bien don Luis. Por eso hace notar también Carreira la necesidad de tener en cuenta la exactitud conceptual gongorina:

En Góngora hay indicadores de discurso que muestran su voluntad de ser preciso en la dicción poética, de construir un equilibrio entre la indeseada ambigüedad y la necesaria polisemia. En este sentido se puede constatar que dicha voluntad de exactitud le hizo alcanzar tal transparencia en los conceptos, que su poesía, siendo más enrevesada de sintaxis y recargada de erudición, resulta en buena medida, paradójicamente, más comprensible que la de Lope de Vega, Quevedo o Villamediana, quienes en muchos textos ­aun depurados­ no sabemos qué quisieron decir. En la obra de Góngora los casos en que eso ocurre son contados: unos cuantos pasajes en letrillas y romances, tres lugares en el Polifemo, media docena en las Soledades, el soneto «Restituye a tu mudo horror divino» y poco más4.

segur / seguir

Aunque, entre otros, los trabajos de Antonio Vilanova, José María Micó y Jesús Ponce me eximen de volver sobre cuestiones eruditas o ecdóticas, suficientemente trabajadas, y de revisar de modo exhaustivo las sucesivas interpretaciones que el verso ha recibido por parte de la crítica5, sí se hace necesario un breve repaso de la controversia, que tiene su eje en la elección entre las variantes segur (considerada como lectio difficilior) o seguir (lectio facilior), aun cuando las interpretaciones de las que tanto una como otra han sido objeto no ofrecen, en cuanto al sentido, divergencias significativas: ambas dejan el verso, y en consecuencia la escena, en una inquietante imprecisión. Tal vez convenga recordar la estrofa:

La ninfa, pues, la sonorosa plata
bullir sintió del arroyuelo apenas,
cuando, a los verdes márgenes ingrata,
segur se hizo de sus azucenas.
Huyera, mas tan frío se desata
un temor perezoso por sus venas,
que a la precisa fuga, al presto vuelo,
grillos de nieve fue, plumas de hielo.

Segur es la forma que aparece en las Lecciones solemnes de Pellicer6, mientras que el manuscrito Chacón7, Hoces y Córdoba en su edición8 y Salcedo Coronel en su Polifemo comentado9 optan por seguir. Cada una de estas lecciones tiene también entre los críticos actuales sus defensores.

La interpretación de Pellicer, quien, como dije, edita segur, es forzada: «Quando ingrata al lecho que la ofreció la margen, marchitó pisando las açucenas, o se levantó en pie, con que quedaron muertas faltándoles los miembros de Galatea»10. Es la misma lectura que hace Alfonso Reyes, que consideró segur la única lección posible para dar sentido a la estrofa. Sus argumentos, sin embargo, sorprenden (no sin razón) a Micó11 en la misma medida en que al crítico mexicano le parecían disparatadas otras interpretaciones e incluso la variante seguir: la ninfa,

[] ingrata a los verdes márgenes que le ofrecieron reposo, pisoteó sus azucenas, como si las segara. (Y no se hable de que segó o cercenó su imagen de azucenas, antes reflejada en la fuente, que es disparate; o de que se la llevó consigo y se hizo «seguir» de ella, que es galimatías y mala lectura de «segur» por «seguir»)12.

Esta interpretación adolece, sobre todo, de un error, que hace constar Vilanova y que en general enmienda toda la crítica: las azucenas no están en la hierba, sino que aluden al cuerpo de Galatea; el posesivo sus, en contra de la opinión de Reyes, remite a la ninfa, no a las verdes márgenes del arroyuelo. No obstante, Vilanova acepta la doble imagen de la ninfa y su reflejo y otorga igual validez a las dos variantes: «seguir se hizo de sus azucenas significa que dejó sin azucenas los verdes márgenes de la fuente: las azucenas de su cuerpo tendido sobre la hierba y las azucenas de su imagen reflejada en el agua». Prefiere, sin embargo, segur porque (como ya argumentaran Dámaso Alonso y Alfonso Reyes) es más coherente con el lenguaje poético de Góngora: la ninfa «“segó”, “cortó en flor” las azucenas de sus miembros al ponerse de pie y separarlas de la verde hierba en que estaba recostada». Entiende Vilanova, a pesar de su preferencia, que la expresión seguir se hizo de sus azucenas «tiene sentido por sí misma, y este sentido, que Salcedo Coronel explica en el Polifemo comentado, no es ni más ni menos forzado que el de segur se hizo de sus azucenas, en la interpretación de Pellicer». Así, considera válidas ambas: «aunque a primera vista parece mejor lección y más genuinamente gongorina segur que seguir [], el sentido general de este pasaje es el mismo en ambas versiones (que acaso no son más que dos variantes igualmente autorizadas)»13. Pero lo cierto es que ninguna de estas interpretaciones ofrece coherencia ni precisión.

Seguir es la lectura que propone Andrés Cuesta en su reprobación de Pellicer. Tras constatar que «este lugar de nadie ha sido bien entendido», precisa correctamente la imagen de las azucenas como correlato de los miembros de la ninfa. Para ello, naturalmente, arremete contra Pellicer:

Pellicer, como aquí no tuvo lugar de enhilar la cáfila de sus autores, es ridículo: leió «segur se hizo de sus azucenas», i esplica que quedaron las azuzenas muertas con la ausenzia de Galatea []. La verdad es que en esta fuente no uvo ningunas azuzenas, sino que D. L. llama azuzenas los mienbros de Galatea. Que no sea nuevo esto en D. L. pruévase con él mismo, cuando dice:

cándidos lilios fue un día
a la margen de una fuente;

i cándidos lilios lo mismo es que azucenas. I desta dice que fue cándidos lilios a la margen de una fuente, i de Galatea –que estaba a la margen de otra– que al levantarse se hizo seguir de sus azucenas, de sus mienbros14.

Es esta variante, considerada como facilior, la que defiende Micó, avalado también por Antonio Pérez Lasheras:

Es bien conocido el caso de Góngora y la famosa variante del Polifemo: seguir se hizo de sus azucenas / segur se hizo de sus azucenas, que tan bien ha desentrañado José María Micó. Pues bien, Dámaso Alonso prefirió segur por considerarlo «más gongorino»; quería decir ‘más raro’, ‘más extravagante’, y ello a pesar de los escasos testimonios que lo recogen. Otros editores, como Antonio Carreira, han seguido esta lectura, forzando a veces la lectura de algunos manuscritos. En este caso, la lectio difficilior no es la más apropiada, por mucho que se trate de un poeta como Góngora15.

Con Pellicer, y con Dámaso Alonso, hay que convenir en que «“azucenas” es metáfora de los miembros de la ninfa», pero no es preciso ni desechar la imagen de la segur ni aceptarla simplemente por ser más «gongorina»16, aunque para Micó sea muy elocuente el silencio que mantuvieron sus comentaristas (y en especial Pellicer, tan aficionado al asunto) a propósito de las explicaciones de tan, en principio, confuso término17, usado por otra parte con el mismo sentido de ‘hacha’ por Góngora en diversas ocasiones, y en concreto en la estrofa xlv de la Fábula: los celos del cíclope se convertirán en la segur que cortará la vida de Acis.

No hay argumentos, como el propio Micó reconoce18, para considerar que sea segur una lectio difficilior: ni el término posee una dificultad intrínseca, ni es ajeno al uso de la lengua de la época. Trataré de demostrar, además, que ni siquiera puede decirse que sea impropio de la dulzura de Galatea convertirse en tal instrumento, como parece sugerir Micó:

[] no deja de ser curioso que Galatea, al levantarse, se convierta nada menos que en un hacha o en una especie de guadaña de grandes proporciones para cortar unas azucenas que son, además, la representación metafórica de su propio cuerpo. Tales azucenas, por si eso fuera poco, se tendrían milagrosamente en vilo después de ser cortadas a cercén. Por una vez, Góngora, monstruo de rigor, habría concebido una ecuación poética mal expresada y peor resuelta19.

Ponce, por su parte, aunque coincide con la anterior lectura de Micó, sigue prefiriendo segur; para apoyar esta lección, y atenuar la impropiedad de que Galatea se convierta en instrumento tan hostil contra sí misma, elige, sin embargo, otro significado menos violento (‘daño’) para el término, al que considera un latinismo semántico:

Bajo esta luz, con este nuevo matiz semántico, el pasaje podría entenderse del modo siguiente: ‘en el mismo instante en que oyó que se movían las aguas cristalinas del arroyo, la ninfa se puso en pie para huir y, al levantarse, se mostró ingrata con las verdes riberas que la habían acogido, ya que les privó (causando un daño irreparable) de las azucenas de su cuerpo yacente’20.

Esta posibilidad provoca confusión semántica y sintáctica: la construcción verbal «se hizo» equivale a una forma semipredicativa (‘se convirtió en’) que no pierde el matiz reflexivo, puesto que la acción revierte sobre la propia ninfa, y no sobre «los verdes márgenes»; a la ninfa remite también, como quedó dicho, el posesivo sus. Además, a pesar de la diferente expresión, la idea es la misma, y me sigue pareciendo imprecisa, y por ello poco «gongorina».

La ninfa y la fuente

Creo que el problema interpretativo tiene que ver en parte con la lectura que se ha hecho, desde los contemporáneos de Góngora, de la estrofa xxiii, donde termina la huida de Galatea (que ha sido acosada por Glauco y Palemo) y comienza la escena que nos ocupa:

La fugitiva ninfa, en tanto, donde
hurta un laurel su tronco al sol ardiente,
tantos jazmines como hierba esconde
la nieve de sus miembros da a una fuente.

Galatea, concluida su carrera, se tumba a la sombra de un laurel, ocultando la blancura de su piel el verdor de la hierba sobre la que se echa. A esta interpretación añadió Salcedo Coronel la propuesta por Gabriel del Corral: entendiendo la fuente en sentido literal (el agua que mana y corre, y no su entorno y sus orillas), la blancura, la nieve que Galatea «da a una fuente», podría ser la de su imagen reflejada en el arroyo21. A la hora de abordar el verso de la xxviii (segur / seguir se hizo de sus azucenas), para unos será esa blancura reflejada la que se destruye cuando Galatea parece escapar de nuevo al oír la «sonorosa plata»; para otros, la de la propia Galatea. De hecho, cuando comenta la confusa exposición de Salcedo Coronel a propósito de las posibles lecturas de seguir se hizo de sus azucenas –«en una de dos maneras entiendo este lugar, o porque (dándoles sentido) las azucenas siguieron su movimiento, pesarosas de que se fuesse, o porque desvanecida su imagen en las aguas, aquella blancura que se representava en ellas, siguió el objeto de que provenía»22–, Vilanova considera esta segunda posibilidad la más apropiada, porque de algún modo recoge la imagen de la octava xxiii23. La relación entre ambas estrofas fue señalada ya por Dámaso Alonso: «no se puede entender esta octava si no se pone en contacto con la 23, pues es una variada continuación de la imagen que allí se inició»24. Pero, tal como le sucede a ambos críticos, se produce también en numerosos comentaristas una especie de mecanización que lleva a identificar de nuevo la blancura de la piel de la ninfa con otras flores, en este caso, las azucenas, que vendrían a ser simplemente una apoyatura de la serie anterior («jazmines», «nieve»), un elemento más. Repetiría así Góngora una imagen similar en muy poco espacio. Por el contrario, creo que construye con las azucenas, como trataré de argumentar, otra estampa, otro «cuadro» no por lógico menos sorprendente.

Habría que replantearse la interpretación del reflejo del cuerpo de Galatea en el agua, que no acaba de resultar precisa. Quienes la proponen se basan, en primer lugar, en el uso de la expresión da a una fuente, que aludiría a que la ninfa se refresca en el agua, tal como luego hará Acis: «su boca dio y sus ojos cuanto pudo / al sonoro cristal, al cristal mudo» (xxiv). Del mismo modo, a continuación la ninfa «da sus ojos al sueño». Además, la fuente no tiene que referirse necesariamente solo al agua, sino también al lugar donde se ubica el manantial, que enseguida da lugar a un arroyuelo. Dámaso Alonso, que coincide con Díaz de Rivas25 y Cuesta, lo especifica: «en castellano, como en tantas lenguas, la palabra “fuente” no significa solo ‘manantial’, sino las cercanías del mismo, y es palabra que se usa a cada paso»26. En segundo lugar, argumentan que la alusión a la blancura de la ninfa es doble («jazmines» y «nieve»), y cada uno de esos términos se adscribiría a un lugar distinto: la nieve, a la hierba; los jazmines, a la fuente. Para nuestro propósito, cabe entender, con Dámaso Alonso, que simplemente la ninfa, cuyo cuerpo desnudo es níveo por su blancura (imagen que aparece en otros lugares de la fábula), oculta la hierba al tenderse sobre ella, de tal modo que la verdura parece cubierta de jazmines una vez que se ha recostado: «con la blancura nívea de sus miembros parece que la hierba se ha cuajado de jazmines»27. Carreira, por su parte, anotó la incongruencia del reflejo de Galatea en el agua apoyándose, con toda lógica, en las estrofas siguientes: «la idea de reflejo [] se ve algo dificultada por los versos 219-220: cuando Galatea se alza, es “ingrata a los verdes márgenes”, no al agua; y también por las estrofas 27, 28 y 34 donde la fuente es designada como arroyo cuya agua bulle y forma “dulce estruendo” y espumas»28.

Al margen del reflejo de Galatea en el agua, y contando solo con la blancura de su cuerpo desnudo sobre la hierba, Ponce mantiene la misma postura que Vilanova al relacionar esta estrofa xxiii con la xxviii, y aduce numerosas referencias a un tópico que localiza ya en Petrarca, el de la dama sol:

La metáfora floral sirve de engarce a ambas estrofas: el cuerpo blanco de Galatea, al yacer sobre la hierba a orillas de la fuente, se transmuta metafóricamente en jazmines primero, en azucenas después. Aquellas flores blanquísimas que dio al principio generosamente cuando se recostara, luego las quitó, en claro gesto de ingratitud, al ponerse en pie. Creo que realmente el concepto que sirve de trasfondo a los dos fragmentos del epilio no es otro que una variación ingeniosa en torno al tópico petrarquista de la dama sol (en su formulación más simple: cuando la bella llega al prado, la hierba se cuaja de flores; al retirarse del ameno paraje, las flores se ajan o desaparecen)29.

Si es cierto que en la estrofa xxiii la imagen responde al tópico, este no sirve para explicar del todo el verso cuarto de la xxviii, cuyo sentido me parece que puede revelarse con mucha mayor precisión. También Micó30 o Mercedes Blanco han hecho derivar de la primera de estas estrofas la interpretación de la segunda. Blanco, aceptando la variante segur, relaciona la figura de la ninfa sobre la hierba con diversas imágenes procedentes de la pintura cuyo tema fundamental es la desnudez (si el cuerpo níveo de Galatea cubre la hierba y sustituye su color verde por el blanco de los jazmines, es obvio que está desnuda): «No otro sentido tienen los dos conceptos metafóricos con los cuales el poeta indica que toda la superficie de hierba cubierta por el cuerpo de Galatea es como un campo de nieve o de flores blancas. Estas flores son jazmines» en la octava xxiii, pero

[] serán azucenas un poco más tarde cuando la misma Galatea, al despertarse con el ruido del agua y el movimiento de la brisa, se alza, dejando de ser una blanca silueta tendida, y segando de repente como con una hoz o segur, las azucenas que había dado a los verdes márgenes de la fuente al ocultarlos con su cuerpo florido. Se repite pues la misma idea en una imagen aún más tortuosa, en un texto discutido incluso en su letra31.

Blanco, como otros, señala la noción de verticalidad de la ninfa puesta en pie (frente a la horizontalidad de su cuerpo tendido), pero su lectura no es concluyente para justificar la «siega», la imagen de la blancura de la ninfa cortada, difícil de percibir si tiene como referente a los diminutos jazmines.

Poppenberg, que acepta segur y establece con acierto «cesuras» en la secuencia, marcadas por los movimientos de la ninfa, no se aleja tampoco de las interpretaciones tradicionales, aunque propone un sentido proléptico que luego comentaré:

Galatea se despierta por el ruido que Acis hace en el agua. La ninfa ve un hombre y, como de costumbre, quiere huir. Al levantarse de golpe –en el campo de imagen en la cual su cuerpo blanco, tendido en la hierba, se había convertido en las flores que allí crecían []– ella actúa, al moverse, como la hoz o segur de aquellas flores []. Esta cesura es, en primer lugar, una cesura en el transcurso de la propia diégesis del poema. Con ella comienza la relación entre Acis y Galatea como una nueva sección del texto. Además, se trata de una cesura en la vida de Galatea que prefigura su próxima desfloración, entendiendo este sustantivo del modo más carnal posible. Pero Galatea misma es el instrumento de dicha incisión con la que inaugura un nuevo segmento de su vida. La ninfa se recorta a sí misma del fondo donde se había tendido.32

Y es que, sin conjugar los parámetros a los que aludí al principio, las interpretaciones no dejan de ser, en efecto, «tortuosas», como apuntaba Blanco. Es imposible recomponer visualmente la escena si solo atendemos a la indefinición de las anteriores lecturas, que muestran unos contornos y movimientos sumamente evanescentes. Góngora, además de hacer gala de una precisión formidable, está siempre muy atento al movimiento de los personajes. Ricardo Senabre explicó hasta qué punto se recrea el poeta en la descripción detallada de la alfombra de verdura y flores que se convertirá en tálamo de Acis y Galatea en la estrofa xl, donde se sugiere mediante diversos procedimientos que solo al aproximarse (como hacen ellos, que terminan, tras la descripción, «reclinados») es posible percibir la exquisitez y delicadeza de su tejido; o, en la misma escena, en la octava xlii, con cuánta sutileza se describe el beso marcando el acercamiento entre los amantes gracias a recursos léxicos, sintácticos, rítmicos o retóricos (el hipérbaton, la estratégica colocación de los elementos…)33. Si aceptamos la extraordinaria precisión gongorina, tanto en las descripciones como en las acciones o movimientos de los personajes, resulta difícil no cuestionar interpretaciones que, en cualquier caso, solo explican que la ninfa se levanta de la hierba, a la que arrebataría su blancura (sus azucenas, que eran antes jazmines), lo que supondría una ingratitud hacia las orillas del arroyo.

De aceptar seguir, la imagen se convierte, casi, en grotesca: Galatea se levanta y ¿se hace seguir de su propia blancura? La ninfa parece huir, pero no se sabe bien hacia qué lugar, pues la fuga se queda de inmediato (en el siguiente verso: «huyera, mas…») en pura intención, porque el miedo la paraliza. Entonces, ¿a dónde va? No muy lejos, pues no se ha apartado, si leemos la estrofa hasta el final.

Convendría entonces matizar la ingratitud de Galatea con los «verdes márgenes»: no podría ser demasiado ingrata, ya que el temor no la deja alejarse. Solo se pone en pie, sustituyendo la horizontalidad de la blancura de los jazmines por la verticalidad de las azucenas. Pero esto no explica que «siegue» esa blancura. ¿Dónde está la nereida?

Los mirtos, las garzas y el agua

Reconstruyamos espacial y visualmente el escenario, para lo que es preciso, en efecto, volver a las estrofas anteriores. Galatea se tiende y se duerme a la sombra del laurel, junto al arroyo, según se nos cuenta en la xxiii. A continuación aparece Acis (xxiv), que primero ve a la ninfa y luego se deleita en su contemplación mientras bebe (en el mismo arroyo, cabe suponer): «su boca dio y sus ojos cuanto pudo / al sonoro cristal, al cristal mudo». Está, pues, junto a la ninfa. Deposita sus ofrendas y, en la xxvii, antes de desplegar su estrategia amorosa (esto es, de hacerse el dormido), se lava las manos y la cara en el mismo riachuelo, en un lugar bien cercano que ahora se nos precisa también, como antes se precisó la situación de Galatea junto al laurel:

Caluroso, al arroyo da las manos
y con ellas las ondas a su frente,
entre dos mirtos que de espuma canos
dos verdes garzas son de la corriente.

Es decir, que junto a Galatea hay, además del laurel, dos mirtos, muy cercanos a la ninfa puesto que esta se sobresalta al escuchar el ruido que Acis provoca cuando se refresca entre ellos34.

Salcedo Coronel explicaba así la imagen de los mirtos como «verdes garzas de la corriente»: «Dice pues nuestro poeta, que los mirtos canos con la espuma del arroyo eran dos verdes garças de la corriente, verdes por la naturaleza propia suya, garça por la blancura que accidentalmente les avía dado la espuma del arroyo»35. Para Micó, que comenta esta relación entre los mirtos y las garzas («expuesta con el característico trueque de atributos, se basa –aparte, claro, su semejante esbeltez– en que los dos abundan junto a las aguas y estaban consagrados a Venus»), «los mirtos son verdes por su natural, pero se parecen a las garzas en la blancura que les da la espuma del arroyo (compárese Soledades, ii, 749: “tras la garza, argentada el pie de espuma”)»36.

Sin embargo, es preciso completar la imagen: son verdes, como es natural, pero están «de espuma canos», algo que solo puede explicarse si tienen su parte inferior sumergida en el agua. Este matiz, de suma importancia, como veremos confirmado más tarde, fue tenido en consideración por Pellicer (aunque no supo sacarle partido):

Llama a los mirtos, garças verdes, porque siendo verdes, como nota Ovidio, la espuma los vuelve blancos []. Otra razón me parece ay porque D. L. diga a los mirtos garças verdes: y es porque las garças y los mirtos se parecen en la inclinación que tienen a las aguas, y a las orillas de los ríos… Esta es la causa de llamar D. L. a los mirtos cubiertos de espuma, verdes garças de la corriente, aprisionados detenidos de la espuma…37

La identificación metafórica de los mirtos con las garzas solo puede entenderse por completo, pues, si tenemos en cuenta que las garzas son aves acuáticas. No prestan a los mirtos su color blanco: estos solo lo tienen en el pie, que está sumergido, blanqueado por la espuma de la corriente. Cierto es que la imagen del agua coloreando de blanco la parte inferior del tronco de los árboles (como el mismo Acis hará, transformado en río en la última estrofa de la Fábula: «…que los pies de los árboles más gruesos / calzó el líquido aljófar de sus venas. / Corriente plata al fin sus blancos huesos, / lamiendo flores y argentando arenas…») aparece en más ocasiones, pero la equiparación aquí de los mirtos con las garzas no se basa en su blancura: siguen siendo verdes, luego solo tienen sumergida su parte inferior (como la garza del verso 749 de la segunda Soledad, «argentada el pie», en efecto). Góngora lo especifica bien: son como las garzas, pero verdes; excluye de modo explícito la imagen de la blancura, porque lo que le interesa ahora no es su color, sino la visión de los arbustos metidos en el río, como las garzas o los flamencos38. La garza, ave zancuda de regular altura, puede ostentar un blanquísimo plumaje, pero también posee unas largas patas que, por lo general, tiene parcialmente sumergidas en agua, puesto que habita en humedales (lagos, pantanos o ríos) que le proporcionan su alimento (pequeños peces, anfibios…).

En la estrofa xxix, la ninfa observa las ofrendas de Acis (que templan un tanto su ánimo) desde el mismo lugar en que permanece aún inmóvil porque, según se nos dijo en la anterior, el temor frío que corre por sus venas se ha convertido en «grillos de nieve» y «plumas de hielo» que le impiden «la precisa fuga» o el «presto vuelo» (luego no ha podido alejarse mucho de los «verdes márgenes»).

La «cortesía» del joven, que le ofrece sus dádivas sin molestarla, si bien no impide que siga paralizada y fría («aunque estatua helada»39), parece tranquilizarla y volverla más condescendiente. Aun así, me parece importante insistir en que la ninfa sigue inmóvil, y por lo tanto muy cerca de los mirtos. A continuación, mientras en la primera mitad de la estrofa xxx Galatea hace cábalas acerca de la identidad de su adorador, desechando (por la delicadeza de los presentes) al cíclope, los sátiros u otros «feos moradores» de la isla, en la segunda volvemos a encontrarnos con los mirtos, aludidos en esta ocasión genéricamente mediante la perífrasis que desde la perspectiva de Cupido expresa el narrador: «el árbol de su madre», esto es, el árbol de Venus. Ya que allí hay mirtos, de uno de ellos colgará el dios niño la condición esquiva de Galatea, como trofeo anticipado de la batalla erótica que va a desarrollarse y como ofrenda a la diosa del amor. Cupido ha tomado una decisión que ejecuta de inmediato en la estrofa siguiente.

Y es aquí donde, de nuevo, encontramos una imprecisión interpretativa, pues, por lo general, los comentaristas (desde Pellicer o Díaz de Rivas a Ponce y Blanco, entre otros40) han entendido que es Cupido quien se oculta tras el mirto. Tal imprecisión se deshace fácilmente sin más que atender a la lógica del relato y a la relación de esta estrofa con las que le anteceden y le siguen: Cupido (sujeto que proviene de la octava anterior) convirtió su blanco pecho (de Galatea) en carcaj de cristal (por su blancura), si no aljaba, de un arpón dorado, entre las ramas del mirto levantado que más se lava en el arroyo. No hay por qué entender que quien está entre las ramas del mirto es Cupido (que, en todo caso, debería haber disparado a Galatea desde las ramas del arbusto). El complemento preposicional de lugar, encabezando la estrofa, sitúa el blanco pecho de la nereida, y, en consecuencia, a la nereida misma, y puede funcionar a modo de cláusula absoluta: «oculto (su blanco pecho) entre las ramas…», o bien «estando oculto (su blanco pecho) entre las ramas…». Si tenemos en cuenta que poco después la ninfa «a pesar luego de las ramas [], atenta mira» (xxxiv-xxxv) la anatomía de Acis, es plausible suponer que quien está tras el mirto sumergido en el agua, «el mirto levantado que más se lava en el arroyo» (como las garzas), y oculta por su follaje, es Galatea, que allí recibe, sin haber visto aún a Acis, la flecha de Cupido. Es más, parece razonable que el dios quiera colgar su trofeo del árbol que aloja y protege a la huidiza Galatea. Recordemos, por otra parte, que esta imagen del «lavado» está también presente en la Fábula en la estrofa previa al canto de Polifemo (xliii), donde se nos describe el atardecer con la imagen del carro del sol lavando sus ruedas, esto es, ocultándolas o sumergiéndolas visualmente, en el mar.

Creo que ya sobran las explicaciones: si la ninfa es quien está tras el mirto y el mirto está sumergido en el agua, es obvio que Galatea ha sido «a los verdes márgenes ingrata» no porque al ponerse en pie haya despojado a la hierba de su blancura, sino porque los ha abandonado por completo. Claramente la ninfa se levanta, alarmada, de un salto (la construcción apenas… cuando denota inmediatez temporal, casi simultaneidad, como sucede en la estrofa xlii) y se mete en el arroyo, dejando la orilla –las orillas– pero sin alejarse en absoluto de ellas. No huye, solo se oculta. Es ingrata a los dos márgenes, que antes le han ofrecido acomodo y frescura, porque no se queda en ninguno de ellos; siendo, como es, una deidad de las aguas, salta al riachuelo y se oculta tras el mirto sumergido41.

Y a partir de aquí Góngora muestra toda su destreza marcando con un tempo lento los despaciosos movimientos de Galatea y desplegando una serie de procedimientos en los que ahora no me detendré42. Solo recordaré que la ninfa, que en la xxxii todavía no ha visto al cazador y no tiene de él más que la imagen (apoyada por las dulces ofrendas) que Cupido ha proporcionado a su fantasía, comienza a moverse. Su pie parece en la segunda mitad de esta estrofa algo menos atenazado por el temor, y a él fía la ninfa su intento de buscar a Acis, cuyo nombre ignora pero, herida por la saeta de Cupido, ya quiere pronunciar. Con cautela, con lentitud, tímidamente, para no ser descubierta, se mueve muy poco a poco, y esa lentitud va marcada por todos los recursos retardatorios de la estrofa que, aunque sin relacionarlos con su valor significativo, hizo notar Dámaso Alonso en su comentario: una «continuidad sin quiebra» de los versos modulados por pausas, encabalgamientos e incisos43. Galatea halla a Acis al final de la estrofa, en el último verso. Pero solo lo ve en el primero de la siguiente, a modo de «bulto» (y no entraré ahora en otras interpretaciones más atrevidas) que suscita su curiosidad. Para contemplarlo a su sabor y con detalle se empina sobre un pie y se inclina («librada en un pie toda sobre él pende»)44. Parece, pues, asomarse por encima de las ramas del mirto tras el que se refugió. Se queda, en esta postura, tan inmóvil como el águila encima de su nido, y esta imagen se extiende a la estrofa xxxiv, que se sucede sin pausa tras la anterior y que explota otra vez toda una batería de recursos que detienen el tiempo del mismo modo que se ha detenido la ninfa, proporcionando así margen temporal para la contemplación, no por cortés y respetuosa con el sueño del muchacho («…compitiendo / con el garzón dormido en cortesía, / no solo para, mas el dulce estruendo / del lento arroyo enmudecer querría») menos pormenorizada. Más confiada, o más atrevida o incitada, solo en la xxxv adopta una postura más cómoda («de sitio mejorada») y en la xxxvi «da otro paso».

Indica Ponce que ahora «Galatea continúa acercándose al joven y llega a un sitio donde el ramaje no le estorba ya la visión»45, lo que no hace sino confirmar que antes se ocultaba tras él. Esto solo sucede después de que la imagen entrevista a través del mirto le resulte acorde con la pintura que Cupido le sugirió:

A pesar luego de las ramas, viendo
colorido el bosquejo que ya había
en su imaginación Cupido hecho
con el pincel que le clavó su pecho,
de sitio mejorada, atenta mira…

Cabe resaltar, además, el paralelismo entre esta última semiestrofa de la xxxv y la primera de la xxxi. Los elementos que las integran son los mismos: las ramas del mirto, el pecho de la ninfa, la saeta, Cupido. Si ahora es claramente Galatea quien está tras las ramas, escondida y observando, no hay razón alguna para dudar de que fuese, en aquella ocasión, la misma Galatea, y no Cupido, quien ocupara ese lugar para esconderse tras el susto, habida cuenta, además, de que casi no se ha movido. La única diferencia parece estribar en los términos pictóricos con que Góngora describe aquí el flechazo, extensión de los versos anteriores de la octava xxxii («ni lo ha visto, si bien pincel suave / lo ha bosquejado ya en su fantasía»). En todo caso, el espacio en que la nereida se mueve es muy limitado, pues Acis se había refrescado entre los mirtos y no se aleja de ellos para fingir que se duerme.

Las azucenas cortadas de galatea

Como ha estudiado Senabre, en el lenguaje literario se producen desplazamientos semánticos sorprendentes o equivalencias insólitas cuyo funcionamiento interno es preciso descubrir. Aun cuando parezcan aparentes transgresiones de la lengua o del sentido que ha de reconstruir el lector, lo cierto es que «el escritor difícilmente saltará por encima de las restricciones lingüísticas y de las barreras impuestas por la lógica, aunque elimine la cadena de conexiones que va de un punto a otro». Y en este procedimiento se basan «las más audaces creaciones gongorinas». A propósito de otra imagen, los áspides volantes de las Soledades (i, 436), explica que denominar de tal modo a las flechas

[] es posible si se extraen de áspid los semas ‘mortífero’, ‘alargado’ y tal vez ‘que produce un silbido’; la calificación volantes elimina la posibilidad de entender áspides como ‘serpientes’. Claro que siempre existe el riesgo de una lectura errónea, pero, en el caso de producirse, habría que imputarla a la incapacidad del lector, porque lo cierto es que el texto ofrece los apoyos léxicos suficientes para evitarla. Los tres semas apuntados de áspid, unidos a la atribución volantes, dejan poco margen para el yerro; difícilmente se hallaría otra noción distinta de ‘flecha’, a la que conviniesen por igual todas las notas. Es el mismo procedimiento de los enigmas ingeniosos: una vez descifrados, resulta palmario que la solución no podía ser otra46.

También hizo notar Senabre, en un ejemplo que por su claridad puede servir para sustentar la interpretación que propongo, la enorme importancia del componente visual, plástico, pictórico (sin el cual no puede entenderse ajustadamente la estrofa xlii), de la epitalámica lluvia de flores que cae sobre el lecho nupcial: las violas negras a un lado, en el primero de los hemistiquios, sobre Acis, funcionando como presagio funesto; los alhelíes blancos, al otro, en el segundo, sobre Galatea. La imagen ha llamado la atención, como es natural, de los estudiosos, cuyas eruditas observaciones es preciso tener en cuenta47. Sin embargo, aunque Góngora hereda el motivo, tal vez no pueda hablarse en este caso de violis lilia mixta («violas mezcladas con lirios»), como en Estacio, según afirma Ponce48: Góngora separa conscientemente ambas flores en cada uno de los hemistiquios, como separa las ciudades de las que proceden (Pafo y Gnido) y, en el verso final de la octava, los nombres de los amantes que han de recibirlas (marcada esa inminente separación que ocasionará la muerte, además, por la irrupción de un ya tónico en mitad del verso). Aunque la precisión del color negro para las violetas cuenta con ilustres precedentes, señalados también por la crítica49, Góngora, que respeta la connotación de dolor y muerte, en consonancia ahora con el inmediato devenir de la fábula, va mucho más allá: traduce de manera gráfica la caída de las flores en la escena mediante la distribución de los elementos léxicos y la construcción de los hemistiquios. Todo ello da fe de su pericia lingüística y casi pictórica.

Es hora, pues, de volver a las azucenas, pero atendiendo a la imagen visual que ofrecen, y sin desechar la lógica, que va abriéndose paso. Hay que aceptar la interpretación de la mayor parte de la crítica de las azucenas como metáfora pura que alude a los miembros de Galatea50, aunque es preciso dejar claro que ahora la imagen es de verticalidad, y poco tiene que ver con la horizontalidad de la visión de los jazmines (también el cuerpo blanquísimo de la ninfa, pero extendido y observado en su conjunto): la pequeñez de los menudos jazmines permite recrearlos sobre la hierba, ocultando el verdor. Las azucenas, en cambio, remiten a la verticalidad por su propia forma y porte.

También la asociación de las azucenas con la blancura de la piel femenina, como los jazmines, la nieve o el cristal, es conocida (recuérdese el soneto xxxiii de Garcilaso: «En tanto que de rosa y azucena…»). Solo falta acudir a la especie de azucenas más común51: la planta de tallo alto y fuerte, y porte esbelto, que va mostrando flores blancas a lo largo del vástago. La imagen se ajusta a la de la ninfa puesta ahora de pie, y no tendida sobre la hierba, como en la estrofa en la que cubre, como un blanco tapiz, las menudas briznas de hierba. Es imprescindible tener presente el aspecto erguido de las azucenas, que no pueden ser otra cosa que los «miembros» de Galatea, sus piernas. Góngora, en otro contexto bien distinto, el del romance «Cloris, el más bello grano», equipara con alhelíes, también flores altas, las piernas de una muchacha engañada o forzada, en una imagen de marcada connotación sexual («perdió Cloris tierra a palmos / entre uno y otro alhelí»)52. Es esta verticalidad la que permite distanciar la imagen de las azucenas de las anteriores referencias a la blancura, las de la estrofa xxiii (los jazmines son «una metáfora de la blancura corporal de Galatea, como enseguida de la nieve sus miembros o más adelante nuestras azucenas», señala Micó53), porque ahora se añade a la blancura otro significado: son flores alzadas que únicamente pueden aludir a Galatea puesta en pie.

Solo queda ya recapitular los elementos que componen la escena: Galatea está dormida a la sombra de un laurel, junto a una fuente. Acis la contempla mientras se refresca entre dos mirtos que tienen parte de su tronco dentro del arroyo. Galatea oye el ruido que provoca Acis al remover el agua y, asustada, de un salto se mete dentro del riachuelo y se oculta detrás del mirto que estaba más sumergido en él. Abandona, pues las orillas, siéndoles ingrata, y si dormida sobre la hierba parecía un blanquísimo tapiz, ahora la imagen es la de dos piernas –sus azucenas– largas y blancas, que al quedar sumergidas parcialmente en el arroyo parecen estar cortadas, quebrada su figura por la línea del agua. Así, la ninfa se hizo segur de sus propias azucenas; segó, cortó, como si ella misma fuera un hacha de su imagen, la visión de sus bellas piernas. La aliteración de sibilantes y la contundencia de los dos ictus seguidos al principio del verso (en segunda y cuarta sílaba) son procedimientos retóricos que apoyan esa idea de la «siega»: el primero reproduce el afilado sonido provocado por el corte de un hacha, o, mejor, de una hoz, y el segundo proporciona la firmeza de un golpe (o de dos) a un verso que después continúa, sin sílabas tónicas hasta el final, más reposadamente.

En cualquier caso, es el movimiento de la ninfa, y su cambio de lugar (que, como sucedía en las estrofas xl y xli –acercamiento de los amantes a la alfombra y de sus rostros en el beso, respectivamente–, no se expresa mediante una forma verbal directa: Góngora muestra los efectos de esa acción), el que permite esta imagen y confirma la exactitud de la forma semipredicativa se hizo, que, como indiqué, posee un matiz semántico reflexivo: la ninfa ‘se convirtió’, si bien involuntariamente (porque es la consecuencia de haber saltado al agua), en una segur de sí misma. Reconocemos ahora la coherencia y precisión del color verde de los mirtos, solo blancos en el pie, sumergidos en el agua como las garzas, como la propia Galatea al colocarse, escondida, tras las ramas de uno de ellos54. La figura de la ninfa parcialmente sumergida en el agua, por otro lado, otorga mayor protagonismo al arroyo, elemento indispensable en el locus amoenus del idilio arcádico55, que remite así al Tajo poblado de ninfas acuáticas en la égloga iii de Garcilaso.

Parece que Lope, tan atento a Góngora, lo leyó mejor que sus esforzados comentaristas. No muy distinta de esta es la imagen que ofrece en 1621, al principio de La prudente venganza. Lisardo contempla a Laura, que ha ido a pasar el día en el campo con sus padres, correr entre los árboles con poca ropa. La muchacha, descuidada,

[] se alargó tanto, corriendo por varias sendas, que cerca de donde él estaba la paró un arroyo, que, como dicen los romances, murmuraba o se reía, mayormente aquel principio: Riyéndose va un arroyo, / sus guijas parecen dientes, / porque vio los pies descalzos /a la primavera alegre. Y no he dicho esto a vuestra merced sin causa, porque él debió de reírse de ver los de Laura, hermosa primavera entonces, que, convidada del cristal del agua y del bullicio de la arena, que hacía algunas pequeñas islas, pensando detenerla, competían entrambos: se descalzó y los bañó un rato, pareciendo en el arroyo ramo de azucenas en vidro56.

Conviene, pues, la idea de la segur, que es aquí absolutamente coherente. Del mismo modo que la «segur de los celos» de Polifemo hace pedazos al infortunado Acis57, la propia Galatea, impulsada por el miedo, realiza un movimiento rápido, y seguramente instintivo, y corta la visión de sus piernas al huir para esconderse en el lugar que tiene más cercano: el arroyuelo, cuyas verdes márgenes llenas de vegetación abandona. Es la ninfa la que, asustada, se hace violencia a sí misma, o, por mejor decir, a la belleza y blancura de sus piernas, consideradas como azucenas en la metáfora pura. La ninfa, en efecto, se siega al saltar al agua, por muy extraño que pueda parecerle a Micó58, o al menos ofrece una imagen cortada de su cuerpo. Pero la violencia es solo visual, y se justifica por la belleza extrema de la nereida, cuya imagen contempla truncada la voz narradora. En cualquier caso, la variante segur resulta ser, si no la difficilior, sí la que proporciona coherencia y sentido a la estrofa, y, de paso, a alguna de las que le anteceden y le siguen.

La imagen, además, puede recibir otra interpretación: la Fábula es rica en prolepsis narrativas, en anuncios de lo que luego ocurrirá (la descripción de una isla exuberante llena de sensualidad y calor propiciará la escena erótica, Cupido proclama su inmediata victoria sobre Galatea, la alfombra ha sido preparada previamente por la primavera como lecho para los amantes, las palomas se anticipan a los enamorados en el beso, las «vïolas negras» que caen sobre Acis en el tálamo presagian su muerte, la «segur de los celos» del cíclope avisa del inminente final del joven…). Las azucenas, flores que simbolizan la pureza, cortadas visualmente, pueden constituir también un adelanto de que, en las estrofas siguientes, Galatea perderá la inocencia en brazos de Acis. Esta anticipación está claramente relacionada con las connotaciones eróticas que la crítica, y últimamente Ponce con abundante y atinado soporte erudito59, ha encontrado en las ofrendas de Acis, que la ninfa descubre enseguida.

Estamos ahora en condiciones de confirmar la exactitud, precisión y riqueza de la expresión gongorina. Mercedes Blanco reconoce que una de las cualidades por las que las Soledades remiten a la enargeia homérica es «la descripción analítica, rica en pormenores y circunstancias, de acciones físicas anodinas o sensacionales»60. No es posible disentir de esta opinión, y solo quisiera hacerla extensiva al Polifemo, toda vez que también en este poema cobran especial relevancia las demás cualidades analizadas por Blanco: el punto de vista panorámico adoptado por el narrador, el vocabulario de lo brillante y lo precioso, la vivacidad en la presentación e historia de objetos y personajes. No era posible aceptar la indefinición anterior de la escena, que dejaba sin precisar los movimientos de la ninfa y su posición, y perdía esa imagen de enorme fuerza plástica: la nereida desnuda, sumergida en el río, cuyas piernas se perciben como azucenas blancas cortadas visualmente por la línea del agua del arroyo. Allí, oculta por las ramas del mirto, es donde su pecho recibirá la amorosa flecha. La interpretación que propongo, por tanto, se sustenta también, en buena medida, en la importancia que Góngora concede al elemento pictórico.

La fuerza de la imagen

A pesar de la relación que traba las distintas estrofas del poema, como he tratado de mostrar en las de esta escena, tiene toda la razón Mercedes Blanco cuando indica que la narración del Polifemo y las Soledades, «au rythme lent, est organisée en tableaux, poèmes où le personnage humain est traité comme figure, comme corps immergé dans un espace, dans ce qu’il ne paraît pas abusif d’appeler un paysage»61. O, lo que es lo mismo, el relato se estructura con un extraordinario sentido plástico e integra sólidamente personajes y elementos ambientales.

Son bien conocidos los vínculos entre poesía y pintura (que sobrepasan la simple relación comparativa del ut pictura poesis en la medida en que palabra e imagen se alían para la creación del «concepto»62), y el lugar privilegiado que ocuparon entre los tratadistas, pintores y poetas de la época. Góngora no es el que menos importancia les concede, y también tenemos noticia de su relación con algunos de los artistas más relevantes de su tiempo. Fue amigo y compañero en el cabildo catedralicio del cordobés Pablo de Céspedes (1538-1608), pintor, escultor y poeta, autor del Poema de la pintura que Francisco Pacheco conservó e incluyó parcialmente en su Arte de la pintura, publicado en 164963. Mantenía una estrecha relación tanto con el círculo sevillano, que se acogía al magisterio de Herrera, como con el grupo antequerano-granadino, que también frecuentaba Góngora. No resultan por eso sorprendentes algunas similitudes que, grosso modo y salvando las distancias, pueden encontrarse entre su Poema de la pintura (también en octavas reales) y algunas imágenes, motivos y colores que están muy presentes en la fábula gongorina64. Pacheco lo consideró «uno de los mayores coloridores de España. A quien puedo decir con razón que le debe el Andaluzía la buena luz de las tintas en las carnes»65. Seguramente don Luis tuvo ocasión de contemplar sus cuadros y de mantener con él sabrosos ratos de conversación sobre la pintura italiana, que Céspedes conocía de primera mano por haber viajado a Roma en dos ocasiones66. Por otro lado, es conocida su amistad, en los años madrileños, con Vicente Carducho, pintor y tratadista de pintura, quien lo destaca entre otros autores a los que nombra al hablar de las estrechas relaciones entre pintura y poesía: «…como me ministra la memoria nombro los sujetos. Bien se conoce, pues aquí me ha ofrecido a don Luis de Góngora, en cuyas obras está admirada la mayor ciencia, porque en su Polifemo y Soledades parece que vence lo que pinta, y que no es posible que ejecute otro pincel lo que dibuja su pluma»67. También conoce a Velázquez, que le hace en 1622 el conocido retrato, si bien por encargo de Francisco Pacheco, para su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, en el que finalmente no figuró68. Y compone un soneto como epitafio para la tumba del Greco.

Pero seguramente es Tiziano el pintor que más influencia ejerció sobre Góngora, y no solo sobre él. Tiziano fue el renovador de la técnica pictórica al sustituir el perfecto acabado de pintores como Miguel Ángel o Rafael por una suerte de impresionismo colorista, que los contemporáneos calificaron como pintura de borrones o manchas. De la importancia que Góngora le concedió se hacen eco sus contemporáneos y comentaristas, y entre ellos fray Jerónimo de San José, que relaciona la escritura gongorina con la pintura del veneciano:

Cansado el Tiziano del ordinario modo de pintar a lo dulce y sutil, inventó aquel otro tan extraño y subido, de pintar a golpes de pincel grosero, casi como borrones al descuido, con que alcanzó nueva gloria, dejando con la suya a Miguel Ángel, Urbino, Correggio y Parmesano, que en la ordinaria dulzura de pintar fueron excelentes []. Lo mismo parece pretendieron en este tiempo nuestro Hortensio [Paravicino] y Góngora, este en el verso y aquel en el verso y la prosa, aunque en la extravagancia de esta fue más especialmente insigne el Hortensio, como el Góngora en la poesía, subiendo ambos el estilo hasta la celsitud del precipicio en el hablar y el escribir69.

Señala Alfonso E. Pérez Sánchez que Tiziano es una referencia inevitable desde la segunda mitad del siglo xvi en España, no solo porque está muy presente en las colecciones reales, sino también porque circularon numerosas copias y grabados de sus cuadros. La sensualidad de sus pinturas mitológicas es aludida a menudo por los poetas, especialmente por Lope de Vega. Muchos pintores (como hizo el propio Rubens) copian sus obras y le imitan tanto en la técnica como en los motivos70. Para Fernando Checa, incluso, en ningún lugar de Europa puede contemplarse tanta pintura veneciana, y en concreto, de Tiziano, como en la corte española71. Tiziano, que ya había realizado trabajos para el emperador Carlos y para su hermana María, tendrá como su mejor cliente al entonces príncipe y futuro rey de España Felipe II desde, al menos, 1550. Por encargo suyo realizó entre 1553 y 1562 una serie de pinturas mitológicas, inspiradas en las Metamorfosis de Ovidio, a las que él mismo denominó poesie (y a las que en ocasiones, curiosamente, se refería como favole), concebidas como dimostrazione d’ingegno, y que, compuestas para el deleite estético e intelectual72, estaban destinadas a las habitaciones privadas, con la intención, además, de reflejar el desnudo femenino desde diversas perspectivas: Dánae, Venus y Adonis, Perseo y Andrómeda, El rapto de Europa, Diana y Calisto y Diana y Acteón; en algunos de estos cuadros hay una singular expresión del movimiento. En los dos últimos, –denominados «los baños de Diana»–, encontramos a la diosa rodeada de sus ninfas en pleno baño; en ambos las ninfas se lavan y juegan en el agua de un arroyo, y algunas de ellas tienen las piernas sumergidas. En La bacanal de los Andrios, pintado entre 1523 y 1526, una figura femenina tiene los pies dentro de un riachuelo73.

También hay ninfas en el agua, que las cubre casi hasta los muslos, en la obra de Correggio Leda y el cisne, cuadro que el pintor regaló al emperador Carlos (junto con otros tres «amores de Júpiter»: El rapto de Ganimedes, Júpiter e Ío y Dánae); estuvo en la colección palaciega española hasta 1604, fecha en que Felipe III se lo regala a Rodolfo II de Habsburgo. Todas estas obras, por cierto, fueron objeto de numerosas copias de taller. Señala Checa, además, que desde el reinado de Felipe II está también en las dependencias reales la conocida como «Venus de El Pardo», Júpiter y Antíope, de Tiziano; junto con esta, al parecer, en una reordenación efectuada en 1630, había otras dos pinturas de ninfas, hoy perdidas74.

A la zaga de Dámaso Alonso, Eunice J. Gates o Emilio Orozco75, que retomaron los estudios sobre la condición pictórica de la poesía gongorina, los críticos actuales han vuelto a insistir en el asunto. En trabajos recientes ha privilegiado Blanco la importancia que adquiere la pintura para los escritores de la época: «hacia 1600 la pintura ha conseguido un prestigio y una difusión tales que la imaginación de los poetas llega a nutrirse de las sugerencias de los dibujos, de los cuadros y de sus reproducciones grabadas», y en particular de las escenas de desnudos, entre los que cabe destacar los de las ninfas que a veces terminan ocultándose en el agua; se trata de «mujeres desnudas vistas como objeto de deseo en un escenario natural», espiadas a menudo por hombres o sátiros, que pasan, mediante la écfrasis, a una «modalidad de ficción en segundo grado». De hecho, ilustra Blanco la influencia de la pintura sobre la poesía con el Polifemo de Góngora, «cuyas geniales estrategias para sugerir el erotismo patente en los cuadros contribuye a explicar la fama e influencia de que gozó, sin precedentes desde Garcilaso». Y es que son numerosos los detalles descriptivos de la Fábula que pueden relacionarse con la pintura, en especial con la de Tiziano y sus ninfas o Venus, bien representada, como se dijo, en las colecciones reales o en las de algunos nobles amigos del cordobés, como el conde de Villamediana:

Lo que compone Góngora son los guiones favoritos del paisaje erótico. Entre ellos se cuentan la ninfa que huye de la persecución de un dios, Silvano o sátiro, Venus y Adonis abrazados en un lecho de flores, y sobre todo la ninfa que es también una Venus durmiendo a la sombra en un caluroso día de verano, y exponiéndose a ser acechada por un «sátiro lascivo» o por otro «feo morador de las selvas» como dirá Góngora, escenario propio de écfrasis…76

También Ponce hace notar el peso de lo pictórico en la poesía gongorina: «El epilio barroco, fuertemente imbuido de valores plásticos, configura de algún modo un verdadero triunfo de la visión. La poderosa sugestión de escenas pintadas por Góngora permite hablar de la ambiciosa construcción de un paisaje heroico (o erótico) con figuras»77.

Como sugiere Wagschall, parece probable que Góngora pudiera ver las múltiples estampas que sin duda circularon: «la fábula compite con el arte más ambicioso de Italia, el arte programático de frescos en los palazzi italianos, un arte que el poeta cordobés nunca había visto directamente por falta de haber viajado fuera de España, pero de que habría tenido noticia a través de los dibujos, estampas y copias…»78; la difusión de la pintura mitológica alcanzó, al decir de Adrienne L. Martin, incluso a las clases populares79.

Cancelliere (para quien el componente plástico y visual es el elemento estructurante del relato en el Polifemo) ha relacionado algunas imágenes de Góngora con cuadros de Veronese o Rafael, y con los frescos del palacio Farnese, de Roma80; la Venus dormida de Giorgione, entre otras representaciones de la diosa, podría ser, como apuntaba Mercedes Blanco, el referente de la blanquísima Galatea tumbada sobre la hierba junto al laurel, imagen que a su vez podría basarse en una descripción de Claudiano81. Ponce remite, para determinadas escenas de la Fábula, a las Imágenes ecfrásticas de Filóstrato, impresas en Venecia en 1503, que se difundieron notablemente, o a pinturas de la época que don Luis conocería bien –así, el bodegón de las estrofas x y xi remitiría a los de Sánchez Cotán o Zurbarán, o a La canestra di frutta de Caravaggio–. Ha señalado también la similitud que el soneto «Al tronco Filis de un laurel sagrado», de 1621, mantiene con algunas de las imágenes de la ninfa espiada por un sátiro82. Por su parte, Sofie Kluge advierte el sentido plástico, ahora en relación con el volumen, a propósito de la aparición de Acis casi como una escultura tridimensional83. Wagschall precisa aún más y relaciona algunas escenas del Polifemo con dos de los frescos de Annibale Carraci de la Villa Farnesina: el que muestra al cíclope arrojando la piedra sobre Acis y el denominado El triunfo de Galatea (inspirado en la pintura homónima de Rafael), que representa a Polifemo contemplando a la nereida84. Y, curiosamente, una versión de esta última pintura se incluye, a modo de frontispicio de la Fábula, en la edición de 1629 del Polifemo comentado de Salcedo Coronel85. Su autor es el grabador francés Jean de Courbes, que realiza diversos trabajos en España por esos años (entre ellos, el retrato de Góngora para la edición de Gonzalo de Hoces en 1633). Verdaderamente, pues, resulta difícil sustraerse a la idea de que Góngora describe escenas que ha visto pintadas. Y era consciente de ello también su editor, que concede importancia a la iconografía relativa al tema.

Mario Socrate ha demostrado que los poetas españoles conocían bien la técnica pictórica de borrones o manchas de Tiziano, identificada además con el bosquejo86. Pero borrón tiene también en la época una acepción literaria, recogida en el Diccionario de Autoridades. El propio Góngora alude a sus poemas, en el escaso epistolario conservado, como borrones87. A la luz de esta identificación, Cancelliere admite que los poetas tratan de rivalizar con el lenguaje pictórico potenciando su lenguaje poético, y no otra es la razón de que Góngora pretenda ofrecer en la Fábula imágenes rotundas y casi escultóricas. La técnica «pictórica» gongorina remite, más que a Velázquez, a la sazón muy joven, a la escuela veneciana y en particular a Tiziano. Hace especial hincapié la estudiosa italiana en la intensa fascinación que Góngora debió sentir por la pintura del veneciano:

Allora in queste due ottave Góngora, nel fare riferimento alla tecnica pittorica del bosquejo, con tutta probabilità non ha in mente Velázquez []. Il bosquejo colorido di cui parla Góngora potrebbe fare riferimento proprio alla tecnica di Tiziano, che sicuramente dovette esercitare su di lui un grande fascino; il procedimento doveva essergli noto anche attraverso la pittura fiamminga, grazie ai rapporti della Spagna con i Paesi Bassi.

Siamo convinti, dunque, che è stata soprattuto «l’alchimia cromática» del maestro venuto ad affascinare Góngora, imbevuto com’era di cultura italianizante (ad esempio in lui il petrarchismo, come sappiamo, asume aspetti e significati profondi fin dalla giovinezza). [] Góngora comunque doveva conoscere bene le «poesie» che nel tema (mitologico) e nella struttura formale (alchimia e impasto cromático) possono aver largamente influenzato le visioni del Polifemo.

Es más, asemejando el bosquejo gongorino a las poesie (las pinturas mitológicas filipinas de Tiziano), Cancelliere deduce que ambos artistas rompen los cánones renacentistas, al calor del ut pictura poesis: el furor pictoricus del veneciano pasaría al furor poeticus del cordobés. Por eso Cancelliere se vale de las estrofas xxxii, xxxiv y xxxv (en las que Góngora, con lenguaje claramente tomado de la pintura, bosqueja con el pincel süave de Cupido en la imaginación de Galatea la figura de Acis, que luego la ninfa descubrirá colorida) para analizar la Fábula atendiendo a su intenso cromatismo simbólico, como si se tratase de tableaux, «pinturas que hablan», ejecutados con pinceladas vivas, veloces, «come se una febbre pittorica lo spingesse alla concreta traduzione dell’idea»88.

Retomando ahora las identificaciones entre determinados cuadros y algunas estrofas de la Fábula, y aceptando la sugerencia de Wagschall, para quien, si el carácter visual de la poesía gongorina se debe a la contemplación de imágenes artísticas, «quizás resulte fructífero buscar iconos de su poesía en la pintura renacentista y barroca»89, voy a atreverme a proponer otra correspondencia: la de Galatea dentro del arroyo no solo con las ninfas «acuáticas» que son motivo recurrente en la pintura –y en la poesía: recuérdense las ninfas de la égloga iii de Garcilaso90–, sino también con la imagen de Venus saliendo del mar, la Venus Anadiomene, y en concreto con la obra de Tiziano que lleva ese mismo título91. El paralelismo entre la ninfa y la más que repetida imagen de Venus ha sido señalado por Cancelliere: en la tarea ecfrástica o de meta-pintura de Góngora, Galatea aparece, desde el principio de la Fábula, como una reelaboración de la Venus Anadiomena, surgida de la blanca espuma: «…va nascendo per gli uomini, ma come coppia ideale, l’immagine/icona della nostra dea: Galatea/Anadiomene»92. La imagen de Galatea, sumada al resto de los elementos espaciales y ambientales (el arroyo, los mirtos –con el pie blanqueado por la espuma, como los muslos de Venus en la pintura de Tiziano–, el bullir del agua, los movimientos de la ninfa…), posee una potente carga sinestésica y un erotismo verdaderamente plástico. No es seguro que Góngora pudiera conocer la Venus Anadiomene, pintada por Tiziano hacia 1520-1525, cuyo recorrido desde estas fechas hasta su mención en el catálogo de la pinacoteca de la reina Cristina de Suecia, de 1662, es incierto93. Pero, como indica Ana Suárez Miramón, la profusión de desnudos femeninos, preferentemente mitológicos, es tal que «parece que llegó a ser frecuente poseer un cuadro, estampa o dibujo de la Venus»94. El propio Francisco Pacheco conservó una lámina de la diosa que en su testamento dispuso se le entregase a Francisco de Rioja, a la sazón inquisidor del Santo Oficio95. Por otro lado, el pintor Céspedes, buen conocedor, como quedó dicho, de la pintura italiana (y admirador del colorido y los perfiles difuminados de Correggio y Tiziano, a pesar de su defensa del dibujo), en un poema en que lamenta la muerte de Herrera y elogia su figura, compuesto en octavas reales y enviado a Pacheco, describe, a la luz del amanecer y entre una fina niebla, la figura de una Venus que abandona las olas de un mar intensamente azul96:

En aquella sazón, con passo lento,
la reina del amor i hermosura,
dexando el mar cerúleo i el asiento
de Nereo y la onda mal segura,
sulcava el campo del sereno viento
entre una niebla trasparente i pura…

Los detalles ambientales son tan parecidos a los de la obra de Tiziano (la luz rosada, propia del amanecer, perceptible en la línea del horizonte, y difuminada por una delicada neblina, la representación del oleaje, la rotundidad de la figura destacada sobre el azul del mar que se funde con el del cielo) que no puedo resistirme a proponer los versos como una descripción del cuadro ni a suponer que tal vez esta pintura podría haber sido objeto de las amistosas charlas entre Céspedes y Góngora.

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En cualquier caso, como quedó dicho antes, circularon numerosas copias de las pinturas del veneciano, y seguramente Góngora tuvo acceso a las múltiples Venus y ninfas desnudas que, como escribe Suárez Miramón, «desde Felipe II habían ido engrosando las pinacotecas españolas»; así,

[] la imagen de Venus moldea todas las divinidades acuáticas y reaparece con toda su fuerza en la Fábula de Polifemo y Galatea, y allí, la blanca ninfa en pleno calor del verano se convierte en «bello imán» de Acis, de toda la naturaleza y del propio cíclope. La fuente y el río quedan definitivamente unidos como reflejo del amor, y la ninfa, síntesis de mito, pintura y literatura anterior, pasa a ser centro sensual que utiliza la literatura posterior para ahondar en el erotismo o para trascender esa visión material y convertirla en centro ideal97.

No es escasa, pues, la importancia que tiene la intención pictórica de Góngora en la interpretación del verso y de la escena en su conjunto. Góngora procede a la manera de Tiziano (a quien tanto Pacheco como Carducho consideraron el mejor colorista de su época), ofreciendo pinceladas de color (los mirtos verdes, los troncos blanqueados por la espuma del agua, la blancura cortada de las piernas de la ninfa). La pintura a base de manchas, de borrones, no permitía percibir de cerca los detalles, pero ofrecía una magnífica imagen al alejarse98. Como espectadora de la escena gongorina, he intentado contemplarla desde una cierta distancia que permita insertar a la ninfa en su entorno, en una mirada que abarque el conjunto, y no solo a la huidiza Galatea que se levanta del lecho que la hierba le había ofrecido. Y es que, como señala Villamía, que también reconoce la importancia de la imagen en la creación del «concepto» barroco, la poesía descriptiva, como la pintura, tenía presente «la integración de la figura en el paisaje, es decir, la necesidad de un indispensable equilibrio armónico en la forma de concebir las relaciones entre el personaje y la composición general de la obra», habida cuenta de que ambas artes buscaban transmitir «vivacidad pictórica», o enargeia en términos retóricos99. Ese equilibrio es fácilmente perceptible en Góngora, cuyos personajes (piénsese también en las Soledades) están siempre armoniosamente insertos en su espacio.

Si me he extendido, pues, en recordar los vínculos que Góngora mantiene con la pintura, es porque presumo que es desde esta perspectiva desde la que tal vez cobra más sentido la lectura que propongo: la imagen de la ninfa escondida tras un mirto, sumergida en parte en el agua, semejando sus piernas unas azucenas cortadas, tiene fuerza, plasticidad y encanto (y quizás también volumen), y remite a una iconografía bien conocida. Pero, sobre todo, creo que esta lectura muestra la impecable –e implacable– precisión gongorina, con la que no terminaba de casar la indefinición del movimiento de la ninfa que se deriva de interpretaciones anteriores. Góngora ha creado un enigma ingenioso y visual al establecer conexiones conceptuales sorprendentes cuyo núcleo es la segur. Como decía Senabre, «una vez descifrado, resulta palmario que la solución no podía ser otra».

Aunque no atinara a perfilarla del todo, tenía razón Dámaso Alonso al sostener que la variante segur «es mucho más poética y en ella se introduce una imagen mucho más complicadamente bella, que es lo que esperamos de Góngora»100. Pero no porque se trate de un término más raro, o más erudito (no es inusual, y no estamos en sentido estricto ante una lectio difficilior), sino porque es el más apropiado, coherente y preciso para ofrecer la imagen de la ninfa en el arroyo, imagen que se completa (y que en cierto modo se construye) en relación con estrofas anteriores y posteriores: los mirtos sumergidos, los movimientos de la ninfa, las precedentes metáforas de su blancura. Sí, esta variante es «más gongorina», esto es, más impactante, sorprendente y exacta.

Isabel Román Gutiérrez

Universidad de Sevilla


* El presente trabajo forma parte del proyecto El canon de la lírica áurea: constitución, transmisión e historiografía (iii), FFI2011-27449, del MINECO.

  1. «Un verso de Góngora y las razones de la filología», Criticón, 75, 1999, págs. 49-68; también en De Góngora, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, págs. 157-190, y Para entender a Góngora, Barcelona, Acantilado, 2015, págs. 69-93. En cierto modo, acepto el reto que Micó plantea al final de su trabajo: «El asunto es tan complejo, tan enrevesado, tan cruel la competencia contextual del doblete seguir / segur, que siempre quedará la sombra de una duda, una duda que quizá solo un autógrafo podría despejar. Si las investigaciones futuras demuestran que no es tan precario el estatuto textual de la lectura segur, o si la opinión de los especialistas sigue siendo unánime a favor de ella, no tendré inconveniente en rectificar, sometiéndome con presteza a otra de las leyes de la ecdótica: el consensus bonorum» (pág. 67).

  2. Escribe Cuesta a propósito de los comentarios de Pellicer sobre la aljaba de la estrofa xxxi: «Cosa ridícula es ver a Pellicer, que en los más lugares, dexando el sentido –que es lo que hace al caso–, se pone a esplicar las bozes, que para entender a D. L. importan nada. Esto en muchos lugares puede verse; mas en este, deviendo decir qué sintió D. L. cuando dixo estos versos, se pone a menudear de dónde se dixo aljava. Allí puede verlo quien reír quisiere» (José María Micó, «Góngora en las guerras de sus comentaristas. Andrés Cuesta contra Pellicer», El Crotalón. Anuario de Filología Española, 2, 1985, págs. 401-472, pág. 464).

  3. «Defecto y exceso en la interpretación de Góngora», Gongoremas, Barcelona, Península, 1998, págs. 47-94, pág. 49.

  4. Ibíd., pág. 50. La breve lista va reduciéndose: véase ahora la atinada lectura del soneto en cuestión que propone Begoña López Bueno («De nuevo ante el soneto de Góngora “Restituye a tu mudo horror divino”: el texto en su verdadero contexto», Bulletin Hispanique, 115, 2, 2013, págs. 725-748).

  5. Antonio Vilanova, Las fuentes y los temas del «Polifemo» de Góngora, Barcelona, PPU, 1992 [1957], 2 vols; a los citados trabajos de Micó cabe añadir El «Polifemo» de Luis de Góngora. Ensayo de crítica e historia literaria, Barcelona, Península, 2001; Jesús Ponce Cárdenas, ed., Luis de Góngora, Fábula de Polifemo y Galatea, Madrid, Cátedra, 2010. El lector interesado encontrará en estos trabajos, además, una completa bibliografía alusiva al tema. Me limitaré, pues, a proponer una lectura que creo coherente y que no elimina la oportunidad de los datos eruditos.

  6. José Pellicer, Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora, Madrid, Imprenta del Reino, 1630, col. 192.

  7. Obras de D. Luis de Góngora, reconocidas y comunicadas con él, por D. Antonio Chacón Ponce de León [], divididas en tres tomos, ed. facsímil: Málaga, Real Academia Española/Caja de Ahorros de Ronda, 1991, t. 1, pág. 129.

  8. Todas las obras de don Luis de Góngora en varios poemas recogidos por don Gonzalo de Hozes y Córdova, Madrid, Imprenta del Reino, 1633, y Madrid, Imprenta Real, 1654, fol. 150v.

  9. El «Polifemo» de don Luis de Góngora comentado por don García de Salzedo Coronel, Madrid, por Juan González, 1629, fol. 57r.

  10. Cit., nota 3, cols. 193-194.

  11. «Un verso de Góngora…», cit., pág. 54.

  12. Alfonso Reyes, El «Polifemo» sin lágrimas. La «Fábula de Polifemo y Galatea». Libre interpretación del texto de Góngora, Obra completa, vol. xxv, México, FCE, 1991 [1961], págs. 241-278, pág. 278.

  13. Cit., vol. ii, págs. 134-136.

  14. En Micó, «Góngora en las guerras de sus comentaristas…», cit., págs. 463-464.

  15. «Editar textos áureos: aspectos ortotipográficos», en Anne Cayuela, ed., Edición y literatura en España (siglos xvi y xvii), Zaragoza, Prensas Universitarias, 2012, págs. 343-360, págs. 345-346.

  16. Góngora y el «Polifemo», Madrid, Gredos, 1994 [1960], pág. 521.

  17. «Un verso de Góngora…», cit., pág. 53.

  18. Ibíd., págs. 61 y ss.

  19. Ibíd., págs. 66-67.

  20. Cit., pág. 268.

  21. Cit., fol. 48r.

  22. Ibíd., fol. 57v.

  23. Cit., vol. ii, pág. 135.

  24. Cit., pág. 520.

  25. Edita a Díaz de Rivas («Anotaciones al Poliphemo») en su tesis James Robert Feynn, Pedro Díaz de Rivas’ comentary on Góngora’s «Polifemo», Rocksprings, Texas, 1951 (disponible en https://ttu-ir.tdl.org/ttu-ir/handle/2346/11885; consultado por última vez el 11 de enero de 2015).

  26. Cit., pág. 505.

  27. Ibíd. Así lo entiende también Micó («Un verso de Góngora…», pág. 139). Esta interpretación no excluye, sin embargo, la propuesta por Vilanova –aunque le encuentra reparos– (cit., págs. 585-586), secundada, de manera un tanto confusa, por Fernando González Ollé («Tantos jazmines cuanta yerba esconde / la nieve de sus miembros da a una fuente», Revista de Literatura, xvi, 31, 1959, págs. 134-146, pág. 138): la ninfa pudo, previamente, refrescarse en el agua del arroyo, como enseguida hará Acis.

  28. Cit., pág. 181.

  29. Cit., págs. 250 y 266.

  30. «Un verso de Góngora…», cit., pág. 50.

  31. «El paisaje erótico entre poesía y pintura», Criticón, 114, 2012, págs. 101-137, pág. 131.

  32. Gerhard Poppenberg, «La Arcadia en la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora», Creneida, 3, 2015 [2008], págs. 210-260, pág. 235.

  33. «Sintaxis y métrica», Capítulos de historia de la lengua literaria, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1998, págs. 49-59, págs. 50-51.

  34. El escenario es muy reducido. Es Acis quien despierta a la ninfa al refrescarse entre los mirtos. La suavidad de la brisa descrita en los versos siguientes –«vagas cortinas de volantes vanos / corrió Favonio lisonjeramente»– no sería suficiente para agitar el agua del arroyo (Pellicer, contradiciéndose con respecto a lo que afirma a propósito de la xxvii, interpreta en la xxxiv que el muchacho quiso despertar deliberadamente a Galatea; cit., cols. 192 y 234). La ninfa, además, se alarma enseguida («apenas»), así que el joven no puede ir muy lejos. Por otro lado, la cercanía entre los mirtos y el laurel goza de prosapia clásica: en la Bucólica ii (51-55) de Virgilio, Coridón coloca el bodegón que ofrece a Alexis junto a estos árboles: «…y os pondré juntos, / oh laureles y mirtos, ya que juntos / unís tan bien vuestra fragancia suave…» (Obras completas, trad. de Aurelio Espinosa, Madrid, Cátedra, 2003).

  35. Cit., fol. 57r.

  36. El «Polifemo» de Luis de Góngora, cit., pág. 51. Aduce para ello Micó la clarísima referencia al mirto como árbol de Venus de la estrofa xxx: «El niño dios, entonces, de la venda, / ostentación gloriosa, alto trofeo / quiere que al árbol de su madre sea / el desdén hasta allí de Galatea». Sin embargo, estos versos remiten solo al mirto, y no a la garza. En las estrofas xl, xli y xlii son el mirto y las palomas los elementos ambientales que erotizan la escena con la referencia a la presencia implícita de Venus, de cuyo carro tiraban las palomas. A pesar de que Pellicer establecía la connotación erótica de las garzas –«para que se vea con el tino que este gran varón Cordovés se portava en la composición de sus versos, se note, que hizo a los mirtos consagrados a Venus (como veremos luego) Garças aves dedicadas a la diosa misma» (cit., nota 2, cols. 190-191)–, no está claro ese simbolismo. Antonio Ruiz de Elvira («Palomas de Venus y cisnes de Venus», Cuadernos de Filología Clásica. Estudios Latinos, 6, 1994, 103-112) repasa las alusiones clásicas, y concluye que son únicamente cisnes y palomas (y, en el caso de Safo, gorriones) las aves asociadas a la diosa.

  37. Cit., nota 2, cols. 190-191. Recordaba ya Pellicer a este respecto el verso 749 de la Soledad segunda, a propósito del neblí que «vuela tras la garça, argentada el pie de espuma: donde vuelve a repetir la espuma del pie». Este asunto de los mirtos y las garzas lo vio muy bien Dámaso Alonso (cit., págs. 515-516).

  38. Sirva como ejemplo de la extraordinaria precisión semántica de Góngora –y debo remitirme de nuevo a Ricardo Senabre– la eliminación, mediante la inclusión de «si ligera», del significado de ‘pesadez’, que también asumía el término lasciva, al aludir a la actitud incitante y sensual de las palomas que sirven de contrapunto a la escena amorosa entre Acis y Galatea en la estrofa xl: «una y otra lasciva, si ligera, / paloma se caló, cuyos gemidos / –trompas de Amor– alteran sus oídos». La interpretación de Senabre procede de mis notas, tomadas, hace ya varias décadas, en sus clases de crítica literaria. No coincido aquí, por lo tanto, con Enrica Cancelliere, que justifica la unión de los mirtos y las garzas por una especie de «trueque de colores» entre ambos elementos (Góngora. Percorsi della visione, Palermo, Flaccovio editore, 1990, págs. 34 y 58).

  39. La imagen de la «estatua de hielo» es además muy coherente con la asociación, tan frecuente en la Fábula, de la ninfa con la blancura y transparencia de las aguas, que en no pocas ocasiones connotan su frialdad con respecto a los reclamos eróticos. Aquí se combinan los efectos del miedo con las consecuencias heladoras del enamoramiento (cf. Ponce, cit., págs. 269 y 278).

  40. Jesús Ponce, cit., págs. 249 y 275; Mercedes Blanco, cit., pág. 130. Cf. también Aude Plagnard, «El Polifemo de Góngora: una poética de la seducción», Criticón, 111-112, 2011, págs. 261-271, pág. 267.

  41. Así, a los anteriores comentarios sobre la imagen de la ninfa como «estatua helada», en cuyas venas se desata, cuando quiere huir, un temor «perezoso» y «tan frío», podría añadirse el hecho de que tiene las piernas metidas en el agua, lo que le proporcionaría un frío real, además del causado por el miedo y de la frialdad simbólica.

  42. Cancelliere, que analiza las estrofas como tableaux, detalla el movimiento lento de estas estrofas tanto en su edición del poema (Luis de Góngora, Favola di Polifemo e Galatea, Torino, Einaudi, 1991) como en Percorsi della visione (cit., págs. 130 y ss.).

  43. Cit., pág. 532.

  44. Es una imagen sumamente plástica que podría relacionarse con una de las pinturas de Annibale Carracci del palacio Farnese de Roma: Polifemo arrojando la roca sobre Acis adopta también similar postura. Cf. al respecto Steven Wagschal, «El Polifemo, la ékfrasis y el arte europeo», en Joaquín Roses, coord., Góngora hoy, vii. El «Polifemo», Córdoba, Diputación, 2005, págs. 75-88; Enrica Cancelliere, «La imaginación científica y el Polifemo de Góngora», en Joaquín Roses, ibíd., págs. 19-47, y Mercedes Blanco, cit. Volveré después sobre este asunto.

  45. Cit., pág. 288.

  46. «El léxico literario», Capítulos de historia de la lengua literaria, cit., págs. 21-34, págs. 27-28, y «Paréntesis acerca del mensaje literario», El lector desprevenido, Oviedo, Ediciones Nobel, 2015 [2008], págs. 11-46, pág. 14.

  47. Cf. Giulia Poggi, «Negras vïolas, blancos alhelíes… Polifemo, xlii, 6», Gli occhi del pavone. Quindici studi su Góngora, Firenze, Alinea Editrice, 2009, págs. 117-126; Jesús Ponce, El tapiz narrativo del «Polifemo»: eros y elipsis, Barcelona, Universitat Pompeu Fabra, 2010. Vuelvo a hacer uso de mis notas para esta lectura de Senabre.

  48. Ibíd., pág. 127.

  49. Cf., por ejemplo, Ponce, ibíd., págs. 129-130.

  50. Salcedo y Pellicer (y sobre todo este último, que se había dejado llevar solo de la vinculación semántica de los términos) interpretaban las azucenas en su sentido literal para otorgar validez a la segur. Dice Micó que «el único valedor antiguo de la variante segur se equivoca al interpretar literalmente el otro sentido del verso» («Un verso de Góngora…», cit., pág. 53).

  51. Una de las liliáceas más comunes, lilium candidum («flor blanca de lirio real», según Covarrubias y el Diccionario de Autoridades). Tiene acampanadas flores blancas y un olor intenso; puede alcanzar un metro de altura y encuentra buen acomodo en lugares frescos, a la orilla de corrientes de agua y a la sombra de arbustos que la protejan del sol sin restarle luminosidad. Las azucenas, en la tradición iconográfica, se han asociado con la pureza y con la candidez virginal (y, de hecho, figura a menudo en las representaciones de la Virgen María).

  52. Cf. el comentario anónimo al romance que recoge Antonio Pérez Lasheras («El romance de Góngora Cloris, el más bello grano…, un eslabón de la promoción de lo burlesco a categoría estética», en Begoña López Bueno, ed., El Poeta Soledad. Góngora 1609-1615, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2011, págs. 179-221, pág. 212).

  53. «Un verso de Góngora…», cit., pág. 50.

  54. Los elementos ambientales de la escena, como indiqué, no ocupan un espacio demasiado extenso. El determinante el que acompaña, en la estrofa xl, al mirto «más lozano» sobre el que descienden las palomas en la escena amorosa, induce a pensar que se trata de uno de estos dos arbustos, posiblemente el mismo tras el que se oculta la ninfa y en el que Cupido decide colgar su trofeo. Los personajes solo se desplazan hacia el «dosel umbroso», el «fresco sitial» que les ofrece «lo cóncavo de una peña» con su sombra y su vegetación.

  55. Cf. Pedro Ruiz Pérez, «Un espejo de zafiro para Polifemo: de los ríos al mar en la nueva poesía», en Begoña López Bueno, ed., El poeta Soledad, cit., págs. 149-177, pág. 154.

  56. Novelas a Marcia Leonarda, ed. de Antonio Carreño, Madrid, Cátedra, 2002, pág. 239; la cursiva es mía. Ponce (en su edición de la Fábula, cit., pág. 269) aduce este testimonio, pero solo a propósito de la identificación entre las azucenas y la blancura femenina; no repara en la imagen, cercana a la de Góngora, y se limita a seguir las interpretaciones de otros.

  57. Con el mismo sentido aparece la segur en el soneto «Al tronco descansaba de una encina», donde Góngora lamenta la muerte de don Rodrigo Calderón, del conde de Villamediana y del conde de Lemos.

  58. «Un verso de Góngora…», cit., pág. 67.

  59. El tapiz narrativo del «Polifemo», págs. 132-154.

  60. «Homero español y el arte de la pintura», Góngora heroico. Las «Soledades» y la tradición épica, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2012, págs. 261-298.

  61. «Góngora et la peinture», Locus amoenus, 7, 2004, págs. 197-208, pág. 206.

  62. Cf. al respecto, entre otros, Francisco Calvo Serraller, «El pincel y la palabra: una hermandad singular en el Barroco español», en Javier Portús, ed., El Siglo de Oro de la pintura española, Madrid, Mondadori, 1991, págs. 187-203.

  63. Lo recogería después Juan José López de Sedano en el tomo iv de su Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, y también Adolfo de Castro en el tomo de la Biblioteca de Autores Españoles dedicado a los poetas líricos de los siglos xvi y xvii. Hay edición moderna: Escritos de Pablo de Céspedes, ed. de Jesús Rubio Lapaz y Fernando Moreno Cuadro, Córdoba, Diputación, 1998, págs. 373-404. Contamos con una buena edición de El arte de la pintura de Francisco Pacheco a cargo de Bonaventura Bassegoda (Madrid, Cátedra, 1990). Sobre el pintor cordobés pueden consultarse Francisco M. Tubino, Pablo de Céspedes, Madrid, Imprenta de Manuel Tello, 1868, y, más recientemente, Jesús Rubio Lapaz, Pablo de Céspedes y su círculo, Universidad de Granada, 1993.

  64. Aunque son tópicos de la época (que pueden perseguirse también en poetas como Pedro de Espinosa) solo revitalizados por la originalidad gongorina, no dejan de llamar la atención. Así por ejemplo el pavo real (con quien Góngora compara a Galatea en dos ocasiones, en las estrofas xiii y xlvi), la piel de los animales (la descripción de la pelliza de Polifemo de la estrofa ix, que ha estudiado con detalle Ponce en uno de sus Cinco ensayos polifémicos –Universidad de Málaga, 2009–) o el colorido tan cercano al de Góngora. En la primera parte del Poema de la pintura, «De los efectos de la luz y la sombra», elogia la obra de Dios, «el pintor del mundo»: «Al ufano pavón alas y falda / de oro bordaste y de matiz divino, / do vive el rosicler, do la esmeralda / reluce, y el zafiro alegre y fino: / el fiero pardo la listada espalda, / la piel el tigre en modo peregrino, / y la tierra amenísima que esmalta / el lirio y rosa, el amaranto y calta.» Y, en la segunda, «De la formación del hombre», pondera la textura y el color de la piel que Dios ha concedido al ser humano: «Vistiole de una ropa que compuso, / en extremo bien hecha y ajustada, / de un color hermosísimo, confuso, / que entre blanco se muestra colorada; / como si alguno entre azucenas puso / la rosa en confusión mezclada» (en Francisco Pacheco, El arte de la pintura, ed. de Bonaventura Bassegoda, cit., págs. 88-89).

  65. Cit., pág. 403.

  66. En varios lugares defiende Céspedes el sincretismo entre poesía y pintura. Me ocupo con más detalle de este asunto en otro trabajo, «Poesía y pintura en tiempos de Góngora: Pablo de Céspedes», de próxima aparición.

  67. Diálogos de la pintura, su defensa, origen, esencia, definición, modos y diferencias (Madrid, Francisco Martínez, 1633). Cito por la edición de Francisco Calvo Serraller, Madrid, Turner, 1979, pág. 210.

  68. Véase, para los avatares del retrato y sus copias, Fernando Marías, «El retrato de don Luis de Góngora y Argote», en Joaquín Roses, dir., Góngora. La estrella inextinguible. Magnitud estética y universo contemporáneo, Madrid, Sociedad Estatal de Acción Cultural, 2012, págs. 47-59.

  69. Genio de la Historia, Vitoria, Ediciones El Carmen, 1957 [1651], págs. 312-313.

  70. Alfonso E. Pérez Sánchez, «Presencia de Tiziano en la España del Siglo de Oro», Goya, 135, 1976, págs. 140-159, y «Mito y realidad en la pintura española del Siglo de Oro», en J. Portús, ed., El siglo de Oro de la pintura española, cit., págs. 13-42. Anota aquí Pérez Sánchez que las estampas de Rubens (que comercializaba enseguida los grabados y estampas de sus cuadros) y de Tiziano se vendían por decenas de miles (pág. 40). Portús rastrea la presencia de las estampas (procedentes sobre todo de Italia, Flandes y Francia) en las obras literarias, y repara en que Valerio, en La viuda valenciana, de Lope de Vega, vende una de Venus y Adonis, de Tiziano («Uso y función de la estampa suelta en los Siglos de Oro», Miguel Morán Turina y Javier Portús Pérez, El arte de mirar. La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Istmo, 1997, págs. 257-277). Cf. también José Álvarez Lopera, «La pintura veneciana en el Madrid del Barroco. Consideración e influencia», en J. Álvarez Lopera y otros, Tiziano y el legado veneciano, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2005, págs. 241-262. Cuenta Pacheco en El arte de la pintura que Rubens copió, durante su estancia en Madrid entre 1628 y 1629, todos los cuadros de Tiziano de la colección de Felipe IV (cit., págs. 195-197).

  71. Fernando Checa Cremades, Tiziano y la monarquía hispánica, Madrid, Editorial Nerea, 1994, págs. 27 y 169 y ss. Cf. También Matteo Mancini, «Ut pictura poesis». Tiziano y su recepción en España (Tesis Doctoral), Universidad Complutense de Madrid, 2010 (disponible en http://eprints.ucm.es/10440/1/T31466.pdf; consultado por última vez en junio de 2015).

  72. Cf. Miguel Falomir, «“Poesías” para Felipe II», en Miguel Falomir, ed., «Dánae» y «Venus y Adonis», las primeras «poesías» de Tiziano para Felipe II, número extraordinario del Boletín del Museo del Prado, Madrid, 2014, págs. 7-15, págs. 12-13. Falomir considera que en ambos términos (poesie y favole) hay un claro intento por parte del pintor de asimilar su trabajo al del poeta, y, en relación con lo que aquí interesa, hace hincapié en que Tiziano participa en los debates estéticos de la época en favor de la libertad creadora e imaginativa del artista, hasta el punto de que las «poesías» estaban destinadas a un receptor con capacidad suficiente para apreciar su talento. La pintura renacentista bebe de los textos clásicos, y en particular de las Imágenes de Filóstrato y las Metamorfosis ovidianas, cuya influencia en la pintura de Tiziano ha demostrado Erwin Panofsky (Tiziano. Problemas de iconografía, Madrid, Akal, 2003). Ludovico Dolce en su tratado L’Aretino (Venecia, 1557) ponderaba la invención, y en ella el ingenio del pintor, ejemplificado con Tiziano. Ha estudiado el asunto en relación con las poesie Fernando Checa, «“Inventio” a la veneciana: las “poesie” de Tiziano para el rey de España», en Historias inmortales, Madrid, Fundación Amigos del Museo del Prado/Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2002, págs. 145-164. Cf. también Charles Hope, Titian, London, Jupiter Books, 1980, págs. 70 y 126. El interés de Tiziano por el sincretismo de las artes ha sido frecuente objeto de estudio. Por lo que se refiere a las fuentes literarias de las poesías puede verse, entre otros, el trabajo de David Rosand, «Ut pictor poeta: Meaning in Titian’s Poesie», New Literary History, 3, 3, 1972, págs. 527-546. Cf. también al respecto Fernando Checa Cremades, Tiziano y las cortes del Renacimiento, Madrid, Marcial Pons, 2013, págs. 25 y ss. y 345 y ss. Tras las huellas de los italianos, también en España se empieza a considerar la actividad del pintor como un ejercicio intelectual. Cf. al respecto Javier Portús, «Una introducción a la imagen literaria del pintor en la España del Siglo de Oro», Espacio, Tiempo y Forma, Serie vii, Historia del Arte, t. 12, 1999, págs. 173-197.

  73. De todas estas pinturas da noticia Vicente Carducho: estuvieron a punto de ser entregadas al príncipe Carlos de Inglaterra, entrega que se frustró por el fracaso de las negociaciones matrimoniales con la infanta María (Diálogos de la pintura…, cit., «Diálogo octavo», págs. 434-436).

  74. Tiziano y la monarquía hispánica, cit., pág. 143. Cf. también M. Morán Turina, «Los gustos pictóricos en la corte de Felipe III», M. Morán Turina y J. Portús Pérez, El arte de mirar, cit., págs. 7-29. Gonzalo Argote de Molina, en la «Descripción del bosque y Casa Real del Pardo» que ocupa el último capítulo de su Discurso sobre la montería [1582], sitúa el cuadro Júpiter y Antíope en la primera de las habitaciones de la planta alta, y, en el recuento de las obras de la Sala Real de los Retratos, menciona al menos once de Tiziano (Madrid, Establecimiento tipográfico de los sucesores de Rivadeneyra, 1882, págs. 100-109, págs. 102 y ss.; hay edición facsímil: Madrid, Turner, 1983).

  75. Dámaso Alonso, «Monstruosidad y belleza en el Polifemo de Góngora», Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Madrid, Gredos, 1950, págs. 331-418; Eunice J. Gates, «Góngora’s Polifemo and Soledades in relation to baroque art», The University of Texas Studies in Literature and Languages, i, 1, 1960, págs. 61-67; Emilio Orozco, Temas del Barroco. De poesía y pintura, Universidad de Granada, 1989 [1947], «Estructura manierista y estructura barroca en poesía», Manierismo y Barroco, Madrid, Cátedra, 1988 [1970], págs. 169-204, e Introducción a Góngora, Barcelona, Crítica, 1984, págs. 57-63 y 162-164.

  76. «El paisaje erótico entre poesía y pintura», cit., págs. 101 y ss., 129 y 131.

  77. El tapiz narrativo del «Polifemo», cit., pág. 117.

  78. Cit., pág. 82.

  79. «Góngora y la visualización del cuerpo erótico», en Joaquín Roses, ed., Góngora Hoy, ix. «Ángel fieramente humano». Góngora y la mujer, Córdoba, Diputación, 2007, págs. 265-287.

  80. «La imaginación científica y el Polifemo de Góngora», cit., y sobre todo «Il mitema dell’Anadiomene dal platonismo a Góngora», en B. Capllonch, S. Pezzini, G. Poggi y J. Ponce Cárdenas, eds., La Edad del Genio: España e Italia en tiempos de Góngora, Pisa, Edizioni ETS, 2013, págs. 135-148, págs. 144 y ss. Defiende aquí Cancelliere la relación que el poema puede mantener con la llamada «sala de Galatea» de la Villa Farnesina, que reúne El triunfo de Galatea de Rafael y el Polifemo de Sebastiano del Piombo: los paisajes que ocupan el resto de las paredes representan una Arcadia idílica, y en uno de ellos cree Cancelliere entrever el Etna y una Sicilia idealizada, que solo en la obra gongorina toma relieve propio, como un personaje más.

  81. «El paisaje erótico entre poesía y pintura», cit., pág. 112.

  82. Góngora y la poesía culta del siglo xvii, Madrid, Laberinto, 2001, pág. 68, y El tapiz narrativo del «Polifemo», cit., pág. 105; cf. también «Sobre el paisaje anticuario: Góngora y Filóstrato», en La Edad del Genio: España e Italia en tiempos de Góngora, cit., págs. 375-396. Llama también la atención acerca de estas similitudes Rubén Soto Ribera («El Cíclope de Filóstrato el Viejo en el Polifemo de Góngora», Confluencia. Revista Hispánica de Cultura y Literatura, University of Northern Colorado, 16, 2, 2001, págs. 99-106). Pueden verse también al respecto Aurora Egido, «La página y el lienzo. Sobre las relaciones entre poesía y pintura», Fronteras de la poesía en el Barroco, Barcelona, Crítica, 1990, págs. 164-197, y Antonio Pérez Lasheras, «Los pinceles de un ganso: Góngora y la écfrasis en la Fábula de Píramo y Tisbe», Studium. Filologia, 9, 1993, págs. 5-28.

  83. «Un epilio barroco: el Polifemo y su género», en Rodrigo Cacho Casal y Anne Holloway, eds., Los géneros poéticos del Siglo de Oro. Centros y periferias, Woodbridge, Tamesis, 2013, págs. 153-170, pág. 159.

  84. Cit., págs. 83-85.

  85. Cit., fol. 11v.

  86. «Borrón e pittura “di macchia” nella cultura letteraria del Siglo de Oro», Studi di letterature spagnola: ricerche realizzate col contributo del CNR, Roma, Società Filologica Romana, 1966, págs. 25-70.

  87. Epistolario completo, ed. de A. Carreira, concordancias de A. Lara, Lausanne, Sociedad Suiza de Estudios Hispánicos, 1999, págs. 179, 199 y 201. En la entrada «borrones» del Diccionario de Autoridades se lee: «Acostumbran llamar assí los Autores a sus escritos, hablando modestamente». Y en «bosquejar»: «Dar al lienzo, lámina, pared o tabla, las primeras colores, que por estar confusas entre sí sin líneas ni perfiles, sombras ni claros, se distingue mal lo pintado; o dar la primera mano a la pintura para perficionarla después». La autoridad que se aduce al respecto es, precisamente, la de Góngora, con el «bosquejo» de la octava xxix del Polifemo.

  88. Góngora. Percorsi della visione, cit., págs. 102-104; pueden verse también, de la misma autora, «Dibujo y color en la Fábula de Polifemo y Galatea», en Antonio Vilanova, coord., Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, i, Barcelona, PPU, 1992, págs. 789-798; «Forma y color en el Polifemo de Góngora», en Joaquín Roses, dir., Góngora. La estrella inextinguible. Magnitud estética y universo contemporáneo, cit., págs. 109-123, y la edición de la Favola di Polifemo e Galatea, cit. Cf. también Luis Villamía, «La conspiración del pincel y la pluma: Góngora y la imaginación pictórica del escritor», Hispanófila, 164, 2012, págs. 3-19.

  89. Cit., pág. 75.

  90. Las ninfas de Garcilaso guardan con la imagen de Venus surgiendo del mar una gran semejanza. Primero emergen del Tajo, al mediodía, peinando y escurriendo sus cabellos: «Peinando sus cabellos de oro fino, / una ninfa, del agua, do moraba, / la cabeza sacó…» Al contemplar el «prado ameno», avisa a sus hermanas: «El agua clara con lascivo juego / nadando dividieron y cortaron, / hasta que el blanco pie tocó mojado, / saliendo de la arena, el verde prado. / Poniendo ya en lo enjuto las pisadas, / escurrieron del agua sus cabellos…» (vv. 69-98). Cuando vuelven a las aguas, al atardecer, quedan inmóviles, el pie ya sumergido, mientras escuchan el canto amebeo de Alcino y Tirreno: «En las templadas ondas ya metidos / tenían los pies, y reclinar querían / los blancos cuerpos, cuando sus oídos / fueron de dos zampoñas que tañían / suave y dulcemente, detenidos; / tanto, que sin mudarse las oían / y al son de las zampoñas escuchaban / dos pastores, a veces, que cantaban» (vv. 281-288).

  91. Óleo sobre lienzo, 75’8 x 57’6 cm. (National Gallery of Scotland, Edimburgo). En esta pintura, Venus se identifica por una concha que flota en segundo término sobre las aguas. Sumergida hasta la mitad de los muslos, se escurre el largo cabello (como las ninfas de Garcilaso, por cierto). El cuadro es temprano en relación con las poesie que ejecuta para Felipe II y no figura en la relación que Tiziano envía a Antonio Pérez, secretario del rey, de las pinturas que le ha proporcionado durante 25 años y cuyo pago solicita; sin embargo, también es verdad que esa relación concluye con «Il martirio di San Lorenzo (1567) con le altre molte che non mi ricordo…» (cf. Rudolfo Pallucchini, Tiziano, Firenze, G. C. Sansoni, 1969, vol. i, pág. 194). La crítica especializada considera la obra de Tiziano como una defensa de la primacía del color sobre el dibujo y casi como una respuesta a la muy perfilada y acabada El nacimiento de Venus de Boticelli. Por otro lado, la Venus enjugándose el cabello hace pensar en un juego artístico por parte de Tiziano, que retoma la iconografía clásica en un doble ejercicio ecfrástico: así describe Plinio el Viejo en su Historia natural la imagen de Venus realizada por Apeles. Para Victor Basch forma parte de una serie sobre la belleza femenina en la que representa, a veces bajo advocaciones mitológicas, a unas mujeres reales y cercanas: Salomé, la Joven en el baño, Flora, esta Venus Anadiomena y El amor sagrado y profano (Titien, Paris, Albin Michel éditeur, 1927, págs. 69-75).

  92. «Il mitema dell’Anadiomene dal platonismo a Góngora», cit., pág. 141. También Pedro Ruiz Pérez ha señalado la identificación de Galatea con Venus en la Fábula, de manera explícita en la estrofa xiii, e implícitamente mediante la proyección de los atributos de la diosa sobre la ninfa («Un espejo de zafiro para Polifemo…», cit., págs. 166-168).

  93. «The painting appears for the first time with the title of “A Nude Venus in the sea…, by Titian” in the inventory of Queen Christina of Sweden in the Palazzo Riario, Rome, made c. 1662», escribe Filippo Pedroco; a la muerte de la reina Cristina el cuadro comienza un largo periplo (familia Azzolini, familia Odescalchi, el duque Felipe de Orléans, el tercer Duque de Bridgewater) hasta terminar finalmente en manos del Duque de Sutherland, de quien pasaría, en 1946, a la National Gallery of Scotland. Señala también Pedrocco la afinidad de esta imagen de Venus emergiendo de las aguas con otras representaciones de la diosa realizadas por Tiziano en la segunda década del Quinientos, como la de la Bacanal de los Andrios, de 1518-1519 (Titian. The complet paintings, London, Thames and Hudson, 2001, pág. 120). Harold E. Wethey, por su parte, defiende la fecha más tardía (1525) y sugiere que pudo proceder de la colección del rey Carlos I de Inglaterra, que salió a la venta (tras su violenta muerte en 1649) en 1650. Figura en el catálogo como Venus sortant de la mer; aunque Wethey se muestra un tanto escéptico porque no aparece el nombre del autor y se tasa en un precio bastante bajo, el hecho de que gran parte de la colección fuese adquirida por la reina Cristina parece decisivo (The Paintings of Titian (complete edition), iii: The Mytological and Historical Paintings, London, Phaidon, 1975, págs. 27 y 188).

  94. «La profanación del mito de Venus Anadiomena en Rojas y Calderón», en F. Domínguez Matito y M. L. Lobato López, eds. Actas del VI Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro, Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2004, págs. 1707-1716.

  95. Cf. Concepción Salazar, «El testamento de Francisco Pacheco», Archivo Español de Arte y Arqueología, iv, 11, 1928, págs. 155-160, pág. 159. También se recoge el testamento en la edición de El arte de la pintura de Pacheco realizada por F. J. Sánchez Cantón (Madrid, Instituto de Valencia de don Juan, 1956, vol. i, p. xxxvi).

  96. Francisco Pacheco, Libro de verdaderos retratos…, ed. de P. Piñero y R. Reyes, Sevilla, Diputación Provincial, 1985, pág. 181. Rubio Lapaz y Moreno Cuadro, en su edición (Escritos de Pablo de Céspedes, cit., pág. 218), leen erróneamente «ceníleo» por «cerúleo». La atención que Tiziano presta al oleaje no es habitual en las imágenes de la Venus Anadiomena.

  97. Cit., págs. 1708-1710.

  98. «Por este modo de bizarro y osado pintó después toda la Escuela Veneciana con tanta licencia, que algunas pinturas de cerca apenas se dan a conocer, si bien apartándose a distancia conveniente se descubre con agradable vista el arte: y si este disfraz se hace con prudencia, y con la perspectiva cantitativa, luminosa, y colorida, tal, que se consiga por este medio lo que se pretende, no es de menor estimación, sino de mucho más que esotro lamido, y acabado, aunque sea del que reconoce el cabello desde su nacimiento a la punta…» (V. Carducho, Diálogos de la pintura…, cit., «Diálogo sexto», págs. 261-263).

  99. Cit., págs. 6 y 10.

  100. Cit., pág. 520.