IRÈNE NÉMIROVSKY Y CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS:
DOS VERSIONES DE JEZABEL
A TRAVÉS DE LA TRAGEDIA
ATHALIE DE JEAN RACINE


Boletín de la Real Academia Española
[BRAE · Tomo XCVI · Cuaderno CCCXIII · Enero-Junio de 2016]
http://revistas.rae.es/brae/article/view/138

Resumen: El presente trabajo establece las claras conexiones entre la novela de Iréne Némirovsky y el cuento de Cristina Fernández Cubas no sólo a partir del relato bíblico sobre la princesa fenicia sino también por el uso, en principio independiente, de la tragedia de Jean Racine Athalie. Si la autora española elige el nombre de Jezabel para un relato fantástico es porque había leído la escena en que la reina se aparece como fantasma a su hija con el mismo aspecto con el que había decidido morir frente a su asesino. Ha acabado mezclando la historia bíblica con otra clásica (la de Ifis y Anaxárete) con el mismo sentido paródico que la comedia de Enrique Jardiel Poncela, El cadáver del señor García.

Palabras clave: Narrativa y teatro francés y español; mitología clásica y relato bíblico.

IRÈNE NÉMIROVSKY AND CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS: TWO VERSIONS OF JEZABEL THROUGH JEAN RACINE’S TRAGEDY ATHALIE

Abstract: This paper sets out the clear connections between Iréne Némirovsky’s novel and the story by Cristina Fernández Cubas, not just on the basis of the biblical story about the Phoenician princess, but also because of the conceivably independent use of Jean Racine’s tragedy Athalie. If the Spanish author chose the name Jezabel for a fantastical story, it was because she had read the scene in which the queen appears as a ghost before her daughter with the same appearance with which she had decided to die at the hands of her murderer. She ultimately blended the biblical story with another classic (the tale of Iphis and Anaxarete) with the same parodic sense as Enrique Jardiel Poncela’s comedy El cadáver del señor García.

Keywords: French and Spanish fiction and theatre; classical mythology and biblical story.


Dos novelistas del siglo pasado (una por fortuna lo sigue siendo también del actual) eligieron el nombre de la bíblica Jezabel para titular uno de sus respectivos relatos. La ucraniana Irène Némirovsky, establecida en París a los dieciséis años junto a su familia, escribió una novela corta en cuya portada puso solo la palabra Jézabel (París, 1936) cuando llamaba a su protagonista Gladys Eysenach, un personaje de ficción en el que pudo proyectar la sombra muy alargada de su madre pero para el que se inspiró en otro literario del dramaturgo Jean Anouilh. La catalana Cristina Fernández Cubas (ningún apellido parece propio de su lugar de nacimiento) decidió incluir también la misma palabra en el epígrafe de un cuento («La noche de Jezabel») con el que cerraba el hermoso libro Los altillos de Brumal (Barcelona, 1983) y en el que bautizaba con ella a uno de sus personajes.

Las dos novelistas no usaron el nombre de Jezabel en vano porque intentaron establecer relaciones con la reina de Israel y los personajes con los que dieron vida a sus respectivas obras. No me cabe duda de que las dos habían leído los libros del Antiguo Testamento que narran la biografía de la princesa de una nación (Sidonia) que llegó a ser reina de otra (Israel). Las dos prestaron especial atención a la crueldad del personaje y a su peculiar manera de afrontar la muerte que la tradición católica no siempre supo o quiso entender.

En su novela Irène reconstruye la vida de una dama parisina, dudosamente inspirada en su madre, que al llegar a los sesenta años no sólo no renuncia al amor sino tampoco a su juventud. Teniendo pareja estable (después de enviudar de su único marido no volvió a casarse para no declarar su verdadera edad) mató de un disparo a un joven estudiante de veinte años (Bernard Martin) que le estaba haciendo chantaje no como amante ocasional o gigoló sino como nieto del que nunca se había ocupado ni preocupado. Se declara culpable del asesinato ante el tribunal que la obliga a recordar su vida para aclarar su ominosa acción pero en ningún momento durante el interrogatorio revela su parentesco con la víctima: tiene un miedo atroz a dar a conocer sus años (para ocultarlos ha falsificado la partida de nacimiento) y a admitir que es tan vieja como para haber sido ya abuela de un muchacho de veinte años.

En un bonito juego de intertextualidad Irène pone en boca de uno de sus personajes unos versos en francés sobre la reina que justifican el título de su novela. El personaje que la novelista ucraniana ha elegido para esa función es precisamente Bernard Martin, el nieto a quien la protagonista siempre ha ignorado para evitar que la llamen y la consideren una abuela. Bernard Martin recita esos versos para contestar una pregunta que le había formulado uno de sus vecinos y amigos, Constantin Slotis, sobre la misteriosa dama que lo ha visitado en su casa (el amigo la cree su amante porque desconoce el parentesco entre los dos). Es el propio amigo quien los recuerda ante el tribunal que juzga a Gladys por el asesinato de ese joven de veinte años (Slotis se limita a reproducir uno de los versos en cuestión al dar por supuesto el resto del episodio):

–«Il m’a récité le songe d’Athalie, monsieur le président.

–Quoi?

–Ma mère Jézabel devant moi s’est montrée…»1

El nieto de la protagonista había elegido para caracterizar a su abuela el pasaje más célebre de una de las últimas tragedias de Jean Racine, Athalie (París, 1691), y que debía saberse de memoria por haberlo estudiado en la escuela. El pasaje de la tragedia francesa fue conocido como el «sueño de Atalía» porque contiene el diálogo en que la reina Atilia, hija de Jezabel, cuenta a Abner el sueño en que ha visto al espíritu de su madre anunciarle que el Dios de los judíos estaba preparando contra ella su venganza y a un niño revestido con una túnica resplandeciente clavándole en el pecho una espada hasta la empuñadura. Atalia describe a su madre como una sombra que aparece con el aspecto pomposo que tenía la reina al morir y con un rostro perfectamente maquillado para combatir el ultraje de los años:

Un songe (me devrais-je inquiéter d’un songe?)
Entretient dan mon coeur un chagrin qui le ronge.
Je l’évite pendant l’horreur d’une profonde nuit.
Ma mère Jézabel devant moi s’est montrée.
Comme au jour de sa mort pompeusement parée.
Ses malheurs n’avaient poin abattu sa fierté;
Meme elle avait encore cet éclat emprunté
Don’t elle eut soin de peindre et d’orner son visage
Pour réparer des ans l’irréparable outrage []
Son ombre vers mon lit a paru se baisser;
Et moi, je lui tendais les mains pour l’embrasser…2

En su tragedia Jean Racine representa los últimos días del reinado de Atalía, la hija de Jezabel, en Judá. Aparte de recibir la visita del espíritu (o la sombra) de su madre, la reina también ha contemplado en el sueño y en la realidad la imagen de un niño (es su nieto Joás) que ha de ocupar su lugar en el trono como digno descendiente de David. En la tragedia Atalia, tras ver y dialogar con el niño, pide a los tutores que se lo entreguen: el día fijado para hacer efectiva la entrega en el templo de los judíos la reina y sus soldados son rodeados por los levitas que perfectamente armados la apresan y la conducen fuera del sagrado recinto para darle muerte con la espada. En varias ocasiones la hija ha recordado la muerte de su madre pero (salvo en el sueño) no ha mencionado el acicalamiento con el que la afrontó.

En sus Lecciones de Retórica y poesía (Sevilla, 1828), D. J. Herrera y D. A. Alvear traducen en castellano casi todos los versos del «sueño de Atalia» para aducirlos como ejemplo de la descripción sublime:

De noche oscura en el horror profundo
Se apareció delante de mi lecho
Mi madre Jezabel, con el pomposo
Ornamento del día de su muerte.
Humillado no había
su altivez lo espantoso de su muerte;
ni en su rostro faltaba
el mentido esplendor con que solía
suplir el enojoso irreparable
ultraje de la edad []
No bien estas palabras espantosas
Articuló cuando hacia el lecho mío
Su sombra se acercaba;
Abrazarla intenté…3

Irène se aprovecha de esta imagen que de Jezabel transmite Racine, a quien debería haber leído en la universidad de la Sorbona donde obtuvo la licenciatura de Letras, para crear al personaje de Gradys Eysenach: la mujer que emplea métodos artificiales (especialmente, el maquillaje) para mantener intacta una belleza que el tiempo ya empieza a marchitar. La novelista ucraniana insiste mucho en presentar a su protagonista no solo adquiriendo los productos más costosos de cosmética sino también usándolos para disimular la mella que la edad ha hecho en un rostro que ha perdido el brillo de la juventud.

Pero antes de analizar los pasajes en que Irène describe a su protagonista sometida a todo tipo de tratamientos artificiales para vencer la inevitable erosión de los años y prolongar una juventud que se resiste a perder convendrá tratar las posibles fuentes (fundamentalmente bíblicas) en las que se ha podido basar el dramaturgo francés para esa visión tan particular y especial de la madre de Atalia.

Jean Racine se imagina a Jezabel ya vieja porque debió conocer una tradición que la presentaba con muchos años. En una célebre receta copiada en un manuscrito del xv, su autor anónimo la menciona ya como septuagenaria, recuperando la salud y la juventud gracias a un tipo especial de agua:

Aqua miraculosa cum qua regina Iezabel septuagenaria et decrepita et gustosa et paralitica quod quasi in ipsa totus fere spiritus erat mortuus, facta fuit in tantum sana et iuvenis, quod viro quincuagenario voluit copulari4.

[‘La reina Jezabel, septuagenaria y decrépita y con gota y paralítica, que casi todo el espíritu tenía muerto, con el agua milagrosa, fue tan sana y joven que incluso quiso copular con un varón quincuagenario’].

El dramaturgo francés, para el aspecto con que describe la sombra de Jezabel, ha tenido en cuenta el pasaje del Antiguo Testamento que narra la muerte de la reina. Cuando sabe que Jehú, al que Yahvé ha ungido como nuevo rey de Israel, ha entrado en palacio, Jezabel se maquilla los ojos y se arregla los cabellos para recibirlo (2 Reyes 9, 30):

Venit Hieu Hiezrahel porro Hiezabel introitu eius audito depinxit oculos suos stibio et ornavit caput suum et respinxit per fenestram

[‘Finalmente Jehú entró en Jezrael y al oírlo Jezabel se pintó los ojos con antinomio y embelleció su cabeza y miró por la ventana’].

La aún reina de Israel sabe que Jehú acude al palacio para expulsarla del trono y matarla, porque es lo que antes ha hecho con sus dos hijos Joram y Ococías. Estando en una situación tan crítica la reina decide maquillarse (pintarse las cejas y sombrearse los ojos), y no sabemos por qué lo hace: quizá con sus armas de mujer pretende seducir o agradar a Jehú, o simplemente intenta afrontar la muerte con dignidad y valentía (algo que por cierto no supieron hacer sus hijos). La posibilidad de la seducción debería descartarse porque las primeras y últimas palabras que la reina le dice al nuevo rey no son nada cariñosas y pretenden irritarlo aún más de lo que ya debía estarlo.

Los comentaristas de la Biblia han querido ver en la frase «ornavit caput suum» (‘embelleció su cabeza’) una alusión al peinado de los cabellos, que «podía haber incluido perfumes, colorantes o trenzas»5. La frase en cuestión, como veremos en seguida, dio lugar a interpretaciones varias (algunos optaron por una traducción muy literal), pero hay autores del siglo pasado (Jean Arnouilh, Irène Nemorovsky y Cristina Fernández Cubas) que pusieron especial énfasis en el perfume y en las trenzas (o rizos) de los personajes que de algún modo acabaron relacionando con la conflictiva reina de Israel.

Los pocos autores antiguos que prestaron atención a la escena del asesinato de Jezabel la han recreado en consonancia con la imagen de mujer adúltera y prostituta que habían creído que trasmitían las Sagradas Escrituras. En la primera mitad del siglo xvi, el franciscano fray Juan de Dueñas insistió en su Espejo de consolación de tristes (Sevilla, 1543) en el embellecimiento de la reina (ampliando el relato bíblico), que consideró como una medida para aplacar la ira de Jehú y evitar la muerte:

Entrando, pues, Hieu en Hiecrahel (según parece en el cuarto libro de los Reyes), como Iezabel supiese su entrada, afeitó su rostro, hizo sus cejas, alcoholó sus ojos, compuso y adornó su cabeza y púsose a una ventana para mirar a Hieu y ser vista dél cuando entrase por las puertas de la ciudad. Hizo esto pensando de atraerle con su hermosura para alcanzar dél lo que le demandase y suplicase, y así cuando lo vio dijo: «Ruégote que tengas paz conmigo». Quiso decir: «Ruégote tengas por bien de haber misericordia de mí y que no muera como han sido muertos los hijos del rey con los otros que por tus manos y mandamiento han sido muertos»6.

En el último cuarto de siglo Juan de Pineda en sus famosos Diálogos familiares de la agricultura cristiana y Alonso de Villegas en su Fructus sanctórum entendieron que la reina se había acicalado para agradar o enamorar a su verdugo:

La sancta Escritura también condena los afeites y composturas mujeriles [] y en la maldita Jezabel, matadora de inocentes, infamadora de buenos y robadora de lo ajeno condena el cuarto de los Reyes en el capítulo nono, que se adornó la cabeza y alcoholó los ojos por contentar a Jehú, que la hizo luego matar7.

Y su madre Jezabel, que se puso a la ventana muy compuesta y afeitado su rostro queriendo enamorar a Jehú, fue por su mandado echada della y comida de perros8.

A principios del siglo xvii en su comedia La mujer que manda en casa (compuesta entre 1621 y 1625), Tirso de Molina lleva a las tablas la vida de Jezabel, a quien en la escena de su muerte también atribuye su acicalamiento a una estratagema para conquistar con su belleza a Jehu y de esa manera convertirse en su esposa. En su versión la reina no se pinta los ojos y arregla el peinado sino que se pone sus mejores joyas:

¡Ea, desdichas,
Acabad conmigo todas!
Pero la industria me avisa
Remedios con que dilate,
Si no venturas, la vida.
Fiada en mi belleza,
Haré al engaño que finja
Amor a Jehú tirano []
Prometerele mi esposo,
Y si la belleza hechiza [..]
Dame, Criselia, esas joyas;
Galas del cuerpo se vista
Y el alma lutos secretos,
Pues son sustancias distintas9.

Pero antes de ser consciente de que iba a morir Jezabel se sienta en su tocador frente a un espejo en que no sólo se contempla a sí misma sino también a un hombre armado que la amenaza con su espada y a Nabot muerto con las heridas de la lapidación que ella misma ha ordenado por no haber correspondido a su amor. Frente a ese espejo se ha quitado las tocas para poder peinarse el cabello y le ha pedido a su criada Criselia la mejor prenda de su vestuario:

Vuelvan a hacer mis cabellos
Con los del sol competencia;
Que yo sé que en mi presencia
Su luz se corrió de vellos.
Riguridad es tenellos
En prisión mientras que lloro;
Estas tocas sin decoro
son cárcel que los maltrataba;
no es bien que linos de plata
escondan madejas de oro []
Ve, y el vestido mejor
Me saca, mientras divido
Los cabellos que he ofendido
Y el Asia toda celebra;
Ensartaré en cada hebra
Perlas que al Oriente pido.
Golfos de luz surcará
El marfil de aqueste peine10.

Irène concentra las referencias al maquillaje y acicalamiento cuando el personaje al que atribuye su uso para combatir los estragos del tiempo empieza a ser perseguido por el nieto a quien había olvidado por completo y que acaba haciéndole chantaje. La novelista ucraniana también pone énfasis en los arreglos que la protagonista llega a hacerse en sus cabellos porque conoce el pasaje bíblico en que la reina Jezabel también, como hemos podido comprobar, se adorna los suyos para afrontar la muerte.

La novelista ucraniana ya anticipa al principio de la obra (en el primer capítulo) la característica más importante de Gradys tras haber cumplido los sesenta años y haber conocido a su nieto Bernard Martin. En ese inicio presenta a su protagonista sentada en el banco de los acusados a punto de prestar declaración ante un jurado que ha de declararla inocente o culpable del asesinato que ella misma confiesa haber cometido. Después hace intervenir en el juicio a los diferentes testigos que aportan más información no sólo sobre el suceso sino también y especialmente sobre la persona que lo ha provocado. Uno de esos testigos es el vecino y amigo de la víctima, Constantin Slotis, quien confiesa al tribunal recordar el día exacto en que había visto por primera y última vez a Gradys. No había podido olvidarlo porque al día siguiente hizo un examen en el que sacó una pésima nota por culpa de la presencia de la acusada en su vecindario. Cuando estaba estudiando para ese examen en su habitación le llegó el aroma de un perfume muy intenso que se había colado por debajo de la puerta. Al oír a la dama abandonar la habitación de la víctima abrió la puerta de la suya para poder identificar la procedencia del aroma. Cuando la cerró, después de haber visto fugazmente a la persona que lo desprendía, ya no pudo concentrarse en el estudio perturbado por los intensos efluvios que el perfume había dejado en su habitación (y eso que la dama nunca llegó a entrar en ella).

Cuando narra las noches en que Bernard Martin acosa a su abuela (el amigo y vecino ha recordado una de esas noches), la autora ucraniana multiplica las referencias a los tratamientos artificiales que se hace ella para engañar al paso del tiempo y seguir teniendo el mismo aspecto de veinte años antes. Pone también especial énfasis en el tinte que utiliza su protagonista para ocultar las canas y en los peinados que elije para conservar una fisonomía juvenil.

En una de las veces en que lo ha visitado a su casa Bernard Martin ha avergonzado a su abuela no sólo reprochándole que a su edad se obstine en llamar amante al hombre que suele acompañarla (es Aldo Monti) sino anunciándole que conoce el terror que tiene a confesar su edad. Al salir a la calle Gladys siente la necesidad de detenerse en la acera para sacar el espejo y contemplar su rostro para comprobar si estaba tan vieja como le había dicho su nieto. Al llegar a su casa se acuesta y al día siguiente al levantarse de la cama se arranca las cintas de lana (se las pone para mantener el rostro rígido) para angustiada exclamar «Quelle déchéance!» y reflexionar sobre la belleza artificial que atesora:

Ces soins, ces secrets, cette jeunesse illusoire, soutenue seulement à force d’artifices!... Ces crèmes ce fard, cette teinture, ce corset invisible sous les costumes de bain, l’été… «Pour celles qui n’ont jamais eu la vraie beauté, sereine, triomphante, tout cela est supportable, mais pour moi», songea-t-elle amèrement (189 y 165).

Nuestra novelista presenta a su protagonista más acicalada que nunca precisamente la noche en que asesina a su nieto. Si Gladys se pone sus mejores galas esa noche en principio no es porque piense matar a nadie sino porque pretende vencer en la batalla que en su transcurso va a dirimirse entre ella y su rival Jeannine Percier (treinta años más joven) por el amor de Aldo Monti:

Elle, qui n’avait jamais porté d’autres bijoux que ses longs colliers de perles, elle avait couvert cette nuit-là de diamants ses bras et sa gorge, car Jeannine n’avait pas d’aussi belles pierreries []

Il fallait être belle et qu’à cinq heures du matin, parmi de belles filles fraîches, on ne vît pas les rides paraître sous le maquillage, ni ce masque de mort qu’ont les vieilles femmes fardées [] Forcer un corps, des jambs de soixante ans à ne pas connaître la maladie ni la fatigue. Tenir droit un dos un, lisse, poudré d’ocre, satiné [….] (206-207 y 180).

Como la Jezabel bíblica, Gladys también se había hecho un peinado especial para esa noche:

Elle regardait dans les glaces le reflet de sa robe blanche, de ses cheveux teints, mais noués et treces en couronne autour de sa tête, comme autrefois… (207 y 181).

Pero Gladys no se ha engalanado con el lujo de su modelo para protagonizar un episodio de muerte: no piensa en asesinar a su nieto ni tampoco en ser asesinada por él. Sin embargo, en el momento de esa noche en que experimenta más celos de su rival, recuerda el revólver que lleva en el bolso y que se había comprado días atrás (pero es ahora precisamente cuando lo menciona por primera vez):

La jalousie tordait son coeur. Elle serait morte pour arracher à Monti un sourire, un regard de désir. Elle ressentait un spasme presque voluptueux quand elle regardait Jeannine. Elle songeait au revolver qu’elle avait acheté, qui était encore dans son sac, sous ses doigts (205-206 y180).

En ese momento nuestra heroína parece incluso dispuesta a cometer un asesinato: de su rival Jeannine o incluso de su amante Aldo. No justifica en ninguna ocasión la compra del revólver y su silencio al respecto puede dar pie a interpretaciones diversas. Pero es posible (y es eso lo que la autora pretende que creamos) que lo haya adquirido si no para matar a su nieto al menos para asustarlo y darle algún tipo de lección (o incluso para defenderse de sus acosos nocturnos).

De alguna manera Irène también está interpretando el episodio final de la muerte de la reina de Israel como lo habían hecho los autores españoles del siglo de oro: atribuye al personaje en el que se ha inspirado para el título de su novela el mismo afán de seducción que Gladys (y no parece que suponga en las dos una excesiva lujuria que explique su acción, sino un deseo de seguir ostentando el mismo poder de siempre y preservar un estatus que se resisten a perder).

Es al cumplir los cincuenta años cuando Gladys empieza a contratar gigolós en las casa de citas de París. No lo hace por vicio ni tan siquiera por un exceso de lujuria sino por el deseo de seguir gustando a los hombres y de ocultarles la edad que tiene:

Peu à peu, cette inquiétude morne qui grandissait en elle l’avait menée dans les maisons de rendez-vous [] Tu as cinquante ans, cinquante ans, et jamais tu ne retrouveras ta jeunesse…», ce jour-là, elle alla pour la première fois dans une maison de rendez-vous, et depuis, chaque fois que la mélancolie devenait trop amère, chaque fois qu’elle était torturée par le doute d’elle-même, elle allait passer une hore là (150 y 152; 133 y 135).

Para su novela Irène pudo inspirarse no sólo en la tragedia de Racine (de la que llega a citar un verso, como hemos podido comprobar) sino en una obra de teatro que posiblemente se había publicado unos años antes. Me estoy refiriendo al drama que su autor, el escritor francés Jean Anouilh, tituló también Jézabel (París, 1932), y que incluyó entre las Nouvelles pièces noires (París, 1946) junto a Antigona, Romeo et Jeannette y Medee.

En su drama Anouilh representa también a una mujer que abusa de los tratamientos artificiales para mantener intacta una belleza que se resiste a perder por el implacable paso de tiempo. Esta mujer también asesina a un familiar (en su caso el marido y no el nieto) porque de su muerte depende la conservación de su actual amante: Gladys dispara contra Bernard porque su nieto ha cogido el teléfono para contarle la verdad a Aldo Monti y la madre (su autor no le da ningún nombre) envenena a su marido porque pretende robarle un dinero que le ha pedido su amante. En las dos obras, además, las protagonistas tienen una relación conflictiva con sus respectivos hijos: Gladys con Thérese y la madre con Marc. Los vástagos reprochan a sus progenitoras no haberles dedicado el tiempo suficiente: Marc incluso llega a una evocación bastante edípica de su madre (especialmente después de haberla sorprendido cuando tenía once años en la cama con uno de sus amantes).

Jean Anouilh ha debido también tener en cuenta el «sueño de Atalia» de su colega y paisano Racine (y también tocayo), pero no lo cita para nada (ni a él ni a ningún otro autor que pudiera haber utilizado para establecer más explícitamente la correspondencia entre su protagonista y la reina israelita).

El dramaturgo francés presenta al personaje de la madre con la misma obsesión que Gladys por preservar con tratamientos artificiales una belleza que ya se empieza a marchitar por la edad (en cualquier caso nunca revela la edad de su personaje). Pensando en la bíblica Jezabel lo muestra preocupado por el color y la forma de sus cabellos. La madre encuentra una fotografía de cuando era joven entre las cartas que guarda su hijo Marc, a quien después hace observaciones que justifican su identificación con la reina de Jezabel de Racine:

¿Por qué no soy joven ahora? (Un largo silencio). Todavía no soy demasiado fea, ¿no es cierto, Marc? [] Cuando me quite los rizadores, dentro de un rato, ya verás, con este peinador, claro está, parezco una loca. Se tiene la edad que se quiere, ¿sabes?, la edad del dinero también11.

La madre en otra ocasión le pregunta a Marc por los colores que le quedan mejor a sus cabellos, y el hijo le contesta que habría preferido que conservase los propios de su edad para haber tenido y tener una comunicación más fluida con ella:

La madre (delante del espejo) [] ¿Te gusta este rubio veneciano? Creo que estaba mejor cuando me teñía de castaño. Nunca me dices nada.

Marc: Cuánto más fácil sería hablarte si no estuvieras teñida de rubio veneciano [] Mamá, ¿y si me dejaras ser un poco feliz a mí también, si aceptaras ser una vieja, como dices? No es nada feo, sabes, una vieja que todavía es linda, con hermoso pelo blanco, una vieja que se viste de negro (42-43).

Cuando al final decide renunciar a la prolongación artificial de su juventud, La madre menciona los tratamientos que le han permitido conservar la belleza de antaño (entre los que incluye el rizador y los tintes del cabello):

¡Idiota! Con su rouge y sus rizadores para ser linda. ¡Ya no necesito rizadores! Ya no necesito estar rizada (se arranca los rizadores y los arroja por la habitación) ¡Ah, las lindas mechas!... ¡Ah, el hermoso rubio veneciano que se volvía rojo porque era tintura barata! [] El mío es amarillo. Amarillo sucio. Podrá seguir amarillo y duro, y colgar a gusto sobre mis arrugas (se frota la cara). No más rouge, no más polvos, no más sombra. Como una vieja, una vieja a quien se deja ser fea y sucia en su rincón sin decirle nada (73).

Pero no está claro si ha fingido esa renuncia porque con sus acciones y gestos demuestra, como se pone de manifiesto en las acotaciones, estar aún muy preocupada por su aspecto físico (pero con esas acciones pretende estirarse el pelo para taparse la cara y deshacer los rizos que cree que se la hermosean o embellecen):

(La madre va al espejo, se mira, se estira las mechas sobre los ojos) (79).

Reconoce que al resignarse a ser la vieja que ya es no podrá tener amantes si no es pagando a gigolós (y parece consciente que su actual amante será el último):

Fue siempre igual y sin embargo esta vez es el último. Soy una vieja ahora. Nadie querrá saber nada conmigo, aunque sea más cómodo. Ni siquiera el viajante de comercio entre dos trenes. Tendré que pagar (73).

Por ese motivo ha decidido envenenar a su marido: ha sido el único modo de robarle sus diez mil francos y darle la mitad al amante que se los ha pedido. Como Gladys, ha sido capaz de matar para conservar a su último amante, no tanto por el sentimiento que podía tener hacia él, sino sobre todo para seguir sintiéndose eternamente joven.

Para la elección del nombre de Jezabel como título de su cuento Cristina Fernández Cubas también habrá leído el sueño de Atilia de Jean Racine porque pensando en sus versos ha debido de tener la idea de utilizar a la reina de Israel para un relato de espíritus y apariciones. No pudo haber hallado en ningún otro texto el tratamiento de este personaje como sombra que se presenta en una noche oscura ante su hija para hacerle saber su futuro más inmediato12.

Cristina ha dividido su cuento («La noche de Jezabel») en dos partes que tienen en común dos de los personajes que directa o indirectamente las protagonizan y la actividad que realizan en cada una de ellas: la narradora y su amigo médico en torno a una o varias historias. En la primera parte el médico cuenta a la narradora una historia de amor que presenta como ingrediente más llamativo y literario el suicidio del amante ante la puerta de la casa de la amada (es una nueva versión de la fábula de Ifis y Anáxarete). En la segunda parte, esos dos personajes junto a un tercero (precisamente el que lleva el nombre de Jezabel) organizan una cena en casa de uno de los tres (la de la narradora) para alrededor de una chimenea «contar historias de duendes y aparecidos»13.

En esa velada cuatro de los seis personajes narran diversas historias: el médico vuelve a contar la historia que ya ha contado en la primera parte (pero la narradora sólo reproduce un par de párrafos); Jezabel atribuye a sus bisabuelos un relato que Edgar Allan Poe había compuesto inspirándose en un retrato en miniatura de su madre; el inglés Mortimer alude a la decapitación del histórico Roberto Devereux en 1601 por orden de la reina Isabel I para introducir el tema de los fantasmas y las apariciones; y finalmente el demacrado joven de ojos negros (cuyo nombre la narradora no ha llegado a retener pero que días después leería en un periódico al reconocer su rostro en una de sus instantáneas) intenta explicar los fenómenos extraños que han empezado a ocurrir en la casa (se había ido la luz y el teléfono se ha quedado sin línea) como manifestaciones modernas (en la época de la electricidad y de las telecomunicaciones) de los espíritus y de las fuerzas ocultas. La narradora y Laura se abstienen de intervenir en la sesión de relatos: la primera de alguna manera participa recogiéndolos todos y la segunda en cambio solo ha aportado sus sonoras carcajadas mientras oía contarlos a cada uno de sus intérpretes.

Dos de las cuatro historias referidas en el cuento tratan específicamente el tema de los fantasmas y justifican el título que ha decidido darle su autora: «La noche de Jezabel» podría aludir también a la noche profunda (y también oscura) en que la reina de Israel se aparece en sueños a su hija Atalía. El personaje de Jezabel posee algunas de las peculiaridades de la reina de la que ha tomado el nombre: los mismos aires de superioridad y el afán por coleccionar triunfos sobre sus rivales (la de Cristina no ha intentado provocar admiración en el médico, para vengarse de su amiga del colegio y de la universidad, que es la narradora, con los acicalamientos característicos de Jezabel sino con un relato que se ha apropiado de otro autor).

De los seis personajes que asisten a la cena en casa de la narradora sólo uno es claramente un espíritu. Se trata del personaje de Laura, al que la anfitriona considera prima de Jezabel, porque su antigua amiga le había anunciado en la playa la posibilidad de tener que cargar con ella (y al no identificarla con ningún nombre propicia la confusión que acaba produciéndose en la cena). La narradora no parece recibir a Laura en la puerta de su casa (como al resto de sus invitados) sino que se la encuentra en el dormitorio cuando sube a buscar en su cómoda una prenda de abrigo: la ve frente al espejo «ajustándose un kimono» tan concentrada en la contemplación de su propia imagen que no había reparado en su presencia. La misteriosa muchacha, que no encarna la belleza tradicional, porque es «menudita y rechoncha», se presenta diciendo su nombre y se disculpa por haberle cogido el kimono pretextando tener la ropa chorreando por la lluvia.

Durante la velada Laura (la presunta prima de Jezabel) llama la atención por su conducta: emite ruidosas carcajadas al oír los relatos del resto de invitados (incluso cuando la casa se queda a oscuras por haberse ido la luz o incomunicada por haberse cortado la línea telefónica). Cuando la fiesta ya ha decaído bastante interrumpe sus risas para anunciar su marcha alegando que ya se había hecho tarde. Antes de desaparecer por el pasillo se mira frente al espejo para llevar a cabo dos operaciones dignas de la reina de Israel (y de paso también comunica a la anfitriona que al día siguiente le devolverá el kimono):

Se ciñó el cinturón del kimono y, con aire contrito, retocó su peinado frente al espejo (199).

Cuando esperaba que Jezabel hiciera algún comentario sobre la conducta de quien aún creía su prima, la narradora no sale de su asombro al oírle preguntar «¿Hace tiempo que conoces a Laura?» (200). Jezabel, al conocer la confusión de su anfitriona, se muestra un tanto ofendida al atribuírsele algún tipo de parentesco con una mujer que más bien podía pasar por la casera de la casa o la mujer de la limpieza. Aclara que su prima se había tenido que quedar en su casa «atiborrada de calmantes y barbitúricos, luchando contra un insoportable dolor de muelas» (200-201).

La narradora se da cuenta de que Laura no ha hecho ningún ruido al abrir y cerrar la puerta en el momento de salir de su casa: había dejado la llave puesta en la cerradura y había tenido que oírse al darle la vuelta. Tampoco ha percibido el sonido del motor del automóvil en el que la misteriosa muchacha se había tenido que desplazar para llegar hasta su casa. Llevada por un afán detectivesco sube al dormitorio donde Laura unas horas antes se había cambiado de ropa: no halló ni rastro del vestido empapado que se había quitado para ponerse el kimono.

La narradora regresa con sus invitados y en su compañía sale al porche: antes, con la ayuda de todos, ha de retirar el pesado sillón que había colocado frente a la puerta para protegerla de las embestidas de la tempestad y debe hacer girar la llave en la cerradura (si el sillón no se ha movido de sitio y la llave está en la posición en que la había dejado es evidente que Laura no ha salido por la puerta). Estando ya en el porche la narradora y sus invitados oyen a sus espaldas un fuerte golpe contra los cristales de una de sus ventanas: al darse la vuelta comprueban que no lo produce el aleteo de un pájaro (como había creído en un principio la narradora) sino el kimono de Laura que colgaba de un alambre y era mecido con fuerza por el viento. Obedeciendo a una indicación de Mortimer los cinco miran hacia el suelo para leer a la luz de las velas y escrito en las baldosas un mensaje en que Laura agradece la magnifica noche que había pasado en la casa que acababa de abandonar. Al regresar a su interior todos pudieron comprobar que la luz y la línea telefónica se habían reestablecido.

No puede haber apenas dudas sobre el personaje de Laura: es un espíritu que se ha manifestado en una noche de tormenta. No guarda más relación con la Jezabel bíblica que la preocupación de estar bien peinada cuando decide regresar al mundo de los muertos del que parece haber llegado. Tiene un aspecto físico (es baja y gorda) que en ningún momento recuerda el de la reina bíblica.

El personaje de Jezabel presenta también algún misterio pero se deja identificar con facilidad como amiga de la infancia y de la juventud de la narradora. Cuando hace acto de aparición en el café del puerto al que ha llegado casualmente la narradora precisa que lo primero que vio de su amiga fue una sombra:

Mi amigo preguntaba a un anciano pescador por sus achaques reumáticos…, y, de pronto, una sombra que yo creí un nubarrón me obligó a alzar la vista. Jezabel, mi inseparable compañera de colegio…, se hallaba de pie ante mí sonriéndome… Fue entonces cuando el cielo se volvió repentinamente oscuro, un trueno retumbó sobre nuestras cabezas… (180).

El médico Arganza narra en la primera parte del cuento una historia de amor que tiene más ingredientes policíacos que fantásticos. Cuando ejercía su profesión en un pueblo del interior recibe de madrugada la visita de una pareja de la guardia civil que había ido a buscarlo para proceder al levantamiento de un cadáver. Siguiendo a la pareja llega al cobertizo de una casa en cuyo interior se encuentra tendido en el suelo, en medio de un charco de sangre, el cuerpo de un hombre que aún sostenía con una de sus manos un puñal y que había dejado bajo la otra un papel arrugado. El médico primero lo examina para confirmar que realmente está muerto y después abandona el cobertizo para dar una vuelta por la plaza. Al regresar al lugar del suceso al cabo de diez escasos minutos halla a uno de los guardias sorprendido a la vez que aterrado porque el cadáver ha desaparecido: él sólo se había ausentado «unos minutos» y su compañero había ido a despertar al juez de paz.

El médico y el guardia se fijan en el rastro de sangre que ha dejado el cadáver en su misteriosa huida: comprueban que las huellas conducen al interior de la casa para retornar al cobertizo y perderse luego por las oscuras calles del pueblo. Siguiéndolas con la luz de una linterna, después de recorrer unos pocos metros, descubren el cadáver junto a la puerta cerrada de un caserón. El cuerpo del difunto sólo presenta dos cambios con respecto al que había examinado en el cobertizo: llevaba puesta una americana nueva y olía a un fuerte perfume. La narradora insiste en varias ocasiones en el cambio de aspecto del cadáver de la primera a la segunda vez en que fue hallado y lo plantea irónicamente como si tratara del motivo tópico del amor post mortem («el extraño caso del cadáver que se perfuma más allá de la muerte»):

El difunto vestía una americana nueva, una prenda costosa sobre la que no había dudado en derramar, con generosidad, chorros de perfume de olor persistente. Como si la localidad se hallase en fiestas o si se dispusiera a asistir a un baile. Pero todo lo que hizo el pobre difunto fue vestirse de esta guisa para morir junto a la puerta de una de las casas principales de la Plaza (176).

Para el aspecto con que el cadáver aparece en su segunda muerte, nuestra novelista sin duda ha tenido en cuenta el episodio en que la reina Jezabel se acicala para recibir a quien sabe que la va a matar. De alguna forma en estas líneas que acabamos de citar descarta la interpretación tradicional del último gesto que protagoniza el personaje bíblico: puede dar la impresión de que al emperifollarse la reina pretendía seducir a su rival (o que el difunto del cuento lo hace para asistir a una fiesta o a un baile) cuando en realidad no tenía más propósito que morir con cierta dignidad.

Para los cambios que introduce con respecto al texto bíblico (la reina se limita a sombrearse los ojos y arreglarse la cabeza), Cristina podía haber tenido en cuenta la comedia de Tirso: Jezabel pide a su criada, como hemos podido comprobar, el mejor de sus vestidos para lucirlo ante su asesino (el difunto ha elegido una americana nueva y muy costosa para presumir de muerte); para el intenso perfume que exhala el cadáver de su cuento, nuestra novelista podía haberse inspirado en el incluso más intenso que emana el de Gladys Eysenach en la novela de Irène Nemirovsky cuando la dama parisina visita a su nieto en su mísera habitación.

Pero para el motivo del acicalamiento después de la muerte, Cristina, que lo ha formulado más o menos en estos términos, sin duda ha recordado el famoso «sueño de Atalia» en que la difunta Jezabel se aparece ante su hija como sombra que aún conserva el ornato que llevaba cuando murió:

Ma mère Jézabel devant moi s’est montrée.
Comme au jour de sa mort pompeusement parée,
Meme elle avait encore cet éclat emprunté
Don’t elle eut soin de peindre et d’orner son visage14.

Por lo que respecta a la historia que cuenta el médico llama la atención el tema de la doble muerte: un hombre parece suicidarse primero en el cobertizo de una casa que en ningún momento llega a identificarse y después ante la puerta del caserón en que vive el alcalde de sesenta años con su bella esposa de veinte. El médico y también la pareja de la guardia civil deciden ocultar el traslado del cadáver de un lado a otro y certifican que la muerte ha ocurrido en el segundo lugar. Los vecinos del pueblo, que ignoran la primera parte de la historia, difunden dos versiones del trágico suceso:

Algunos aseguraban haber visto desde sus ventanas cómo el joven desesperado, momentos antes de expirar, intentaba aferrarse a la aldaba y pedir auxilio. Otros lo rebatían con energía. Porque no pedía auxilio. Se limitó a pronunciar un nombre de mujer y acariciar, en su caída, el portón que nunca en vida le había sido abierto (176-177).

En la primera versión, unos vecinos consideran que su paisano ha sido asesinado junto a la puerta de la alcaldesa: la víctima se aferra a la aldaba para hacerla golpear a la vez que grita pidiendo auxilio a quienes viven en el caserón; otros, en cambio, parecen haber visto las mismas dos acciones (acercamiento a la puerta y gritos antes de expirar) pero las interpretan de manera muy diferente: su paisano, que convertido en un nuevo Ifis se ha suicidado ante la casa de su amada (la alcaldesa de veinte años), se deja caer junto a su puerta no para golpearla sino para acariciarla a la vez que pronuncia al exhalar el último aliento el nombre de la mujer que lo ha desdeñado (porque igual que Anaxárete nunca le abrió la puerta)15. Para la segunda versión la autora sin duda ha recordado la fábula de Ifis y Anaxárete, pero también ha tenido en cuenta las poéticas formas de morir de Orfeo y Céix, quienes en su último aliento de vida pronuncian el nombre de sus esposas16. Para la primera versión, además de conocidos dramas rurales (véase n. 19), ha llegado a recrear algunos elementos del mito de Medea, prototipo de la mujer asesina y vengativa. La esposa de Jasón mata primero a la prometida de su marido y después a los hijos que ha tenido con él: los habitantes de Corinto, lugar en el que la hechicera había decidido instalarse junto a su familia, la obligan a abandonar la ciudad en el carro de serpientes aladas que le había regalado su abuelo Helios17. La muchacha del pequeño pueblo en que su viejo marido es el alcalde también debe marcharse tras cometer el asesinato de su amante, pero lo hace en un tren y no en un medio de transporte equivalente al carro alado (como podría ser un avión).

Entre las dos versiones sobre el trágico suceso, los vecinos acaban decantándose por la del asesinato, porque han llegado a saber que el cartero había recogido cartas en el buzón del pueblo dirigidas a una de las casas del mismo pueblo y habían descubierto pétalos de rosas esparcidos sobre la tierra en que estaba enterrado su paisano: dejan de llamarlo «suicida enamorado» para calificarlo «amante ofendido». Se reafirmaron en su versión después de oír el testimonio de una anciana que medio ciega aseguraba haber visto en una noche oscura a una mujer envuelta en una capa negra merodear el lugar donde habían aparecido los pétalos de rosas: acabaron identificando a la mujer en cuestión (que el narrador denomina «loca fantasía») «con los remordimientos de la malmaridada» (178). Al descartar el suicidio de su paisano, sufragaron una serie de misas por su alma y supusieron que la última palabra que salió no tanto de su boca como de su corazón fue el nombre de Jesús18.

Nuestra novelista está dando a entender que los habitantes del pueblo llegan a la conclusión (absolutamente errónea) de que la alcaldesa había correspondido al amor de su pretendiente y de que había propiciado directa o indirectamente su muerte. También la autora podría estar sugiriendo que esos habitantes también han deducido que la propia alcaldesa ha asesinado a su amante: cuando deciden tratarlo de «amante ofendido» es porque creen que su paisano ha acabado siendo rechazado por la alcaldesa; cuando justifican el esparcimiento de los pétalos de rosa, que también se lo atribuyen erróneamente a ella (una vieja se la imagina pero no la ve en el lugar en que aparecen las flores), como los remordimientos propios de la malcasada es porque interpretan que la alcaldesa ha querido rendir algún tipo de homenaje (en su condición de esposa que no es feliz en su matrimonio) al amante al que no habría tenido más remedio que matar (el difunto le habría podido hacer chantaje por no resignarse a su desamor).

El narrador de la historia, el médico Arganza, el único que junto a la pareja de guardias civiles la conoce en todos sus términos, parece acabar dando por buena la versión que los vecinos del pueblo han forjado a partir de falsos testimonios (lo son los que aseguran haber visto morir al hombre en la puerta de la casa del alcalde). En un primer momento Arganza reproduce la imagen que sus conciudadanos acaban obteniendo de la alcaldesa:

y la imagen de la virtuosa veinteañera, a quien hasta hacía muy poco, todos compadecían, fue cobrando con irremisible rapidez los rasgos de una bíblica adúltera, de una castiza malcasada, de una perversa devoradora de hombres a los que seducía con los encantos de su cuerpo para abandonarlos tras saciar sus inconfesables apetitos (177-178).

Al final es la narradora quien advierte la evolución que la historia ha experimentado con el paso de los años en boca de su amigo, quien la ha acabado convirtiendo en un auténtico drama rural:

El extraño caso del cadáver que se acicala y perfuma más allá de la muerte pasaba a desempeñar un papel secundario; y la desgraciada e indefensa alcaldesa, cuya hermosura se acrecentaba por momentos, terminaba erigiéndose en la víctima-protagonista de odios ancestrales, envidias soterradas y latentes anhelos pasionales y escandalosos acontecimientos. Arganza había conseguido arrinconar lo inexplicable a favor de un simple, común y cotidiano drama rural (179)19.

El médico acepta una versión adulterada del suceso porque ha ocultado la primera parte de la historia: la aparición del cadáver en el cobertizo de una casa con un cuchillo en una mano y con un papel en la otra pero sin llevar aún puesta la americana nueva y perfumada. La narradora deja claro que su amigo ha quitado importancia a esta parte de la historia porque le ha otorgado un «papel secundario»: no se está refiriendo al hallazgo del cadáver la primera vez en otro sitio sino al aspecto que ofrecía junto a la puerta del caserón de la alcaldesa. Pero al formular esta parte de la historia como el «extraño caso del cadáver que se acicala y perfuma más allá de la muerte» está llamando la atención sobre la metamorfosis que experimenta el cadáver del cobertizo a la puerta del caserón de la Plaza. Da entender que el hombre ya estando muerto decide vestirse con su mejor prenda y perfumarse para acudir a una segunda cita con la muerte: en un cuento sobre espíritus y aparecidos no debe sorprender que se abogue por esta versión del suceso.

Pero tampoco conviene descartar una explicación más lógica y racional de tan «extraño caso»: el difundo podía no estar muerto del todo y haberse levantado del cobertizo para entrar en la casa, que debería ser la suya, ponerse la americana nueva, perfumarse y morirse definitivamente en la Plaza. En este supuesto es casi seguro que el misterioso amante acabara suicidándose: primero lo intenta en el cobertizo de su casa y luego se remata frente a la puerta del caserón de su amada (para morir como Ifis y otros amantes que lo han imitado).

Es posible que Cristina Fernández Cubas para esta historia que narra el médico haya tenido en cuenta una de las primeras comedias de Enrique Jardiel Poncela, El cadáver del señor García, estrenada el 21 de febrero de 1930 en el Teatro de la Comedia de Madrid. El dramaturgo madrileño también ofrece una versión especialmente cómica de la fábula de Ifis y Anaxarete al presentar a su personaje, el señor García, intentando suicidarse no en la puerta sino dentro de la casa de su amada. El médico forense que ha de examinar el cadáver para certificar la muerte del señor en cuestión (antes uno de los vecinos, llamado Hipo y de profesión médico, tras auscultarle el corazón, ya lo había hecho) se niega a hacer su trabajo porque recuerda una mala experiencia que tuvo con otro cadáver que también se había suicidado pero no en casa ajena sino propia. Necesita contar con cierto detalle ese caso porque sospecha que pueda volver a repetirse con el muerto al que de momento aún no se ha acercado:

Pues una noche… No; sí, necesito contarlo; necesito contarlo para convencerme de que aquello no fue una pesadilla… Pues, una noche avisaron al Juzgado de la calle de Espoz y Mina que un señor se había suicidado en su propio domicilio [] Cuando yo acudí, el juez no estaba allí, porque había tenido que ir antes a un incendio. Llegué. La casa era triste y lóbrega. Era en el último piso, y la escalera, tortuosa y empinada [] El suicida, que estaba en la miseria, se hallaba en una habitación de techo abuhardillado y telarañoso [] Me acerqué, y cuando ya estaba a su lado, entonces, ¡se apagó la luz! [] Y ahora viene lo más horrendo, lo más asqueroso… Encendimos la luz de nuevo, me rehice y me acerqué otra vez al suicida. El sereno se acercó también. Y ya iba a ponerle una mano encima…, cuando…, cuando se ¡levantó! [] Fue un caso de mala pata; porque cinco minutos después se moría de veras y me pudo evitar aquel trago. Pero desde entonces, a mí, suicidas, no. Yo no reconozco suicidas. No los reconozco más que de lejos y con la nariz20.

El forense al final de la comedia debe obligatoriamente cumplir con su obligación porque el juez que lleva el caso ha descubierto que el señor García no se ha suicidado ni lo han matado de un disparo (quiere saber realmente de qué ha podido fallecer). Cuando el forense está a punto de tocar su cuerpo, pidiendo a Dios que no vuelva a repetirse el caso de la calle de Espoz y Mina, el señor García se incorpora del diván en el que estaba tendido. El juez había averiguado que los sonidos que los vecinos habían identificado como disparos de una pistola no eran tales sino neumáticos de un coche que habían estallado esa noche. El señor García cuenta que hacía semanas que había planificado el suicidio en casa de su amada (al enterarse por los periódicos que ella iba a casarse con otro) y que una noche, al ver abierto el balcón, lo escaló y entró en la salita donde estaba dispuesto a pegarse un tiro: cuando ya se había llevado la pistola a la sien y estaba a punto de apretar el gatillo oyó tres tiros y cayó desmayado sobre el diván. También él, como el resto de los vecinos, había confundido los reventones de unos neumáticos con los disparos de una pistola. La situación es aún más cómica porque el señor García se ha equivocado de balcón y ha entrado en la casa de otra dama que no era su amada sino una vecina suya.

Las historias que representa Enrique Jardiel Poncela en su comedia y la que relata el doctor Arganza en el cuento de Cristina Fernández Cubas tienen bastantes puntos en común como para sugerir la posible influencia (más o menos directa) de una sobre la otra. El dramaturgo madrileño incluye en su obra dos historias que el forense que las protagoniza se encarga de presentar como casi idénticas. La historia principal (la que abarca la comedia entera) contiene ingredientes que aparecen también en el relato de Cristina: un médico certifica la defunción de un cuerpo que en un caso no está muerto y que en el otro también podía no estarlo.

Jardiel Poncela pone en boca del forense una historia aún más similar a la que cuenta Cristina. El forense y Arganza llegan a reconocer el cadáver de un suicida en dos ocasiones (es verdad que el forense apenas llega a tocarlo). Los dos médicos han de esperar muy poco tiempo entre uno y otro reconocimiento: cinco minutos el forense y diez Arganza. Los dos médicos padecen algún tipo de trauma psicológico al creer muerto a quien en un caso no lo está y en el otro podría también no estarlo.

El dramaturgo y la cuentista conceden también importancia a la nota que en casi todos los suicidios escribe el protagonista antes de poner fin a su vida. El señor García y el misterioso personaje al que atiende Arganza la empiezan prácticamente con la misma frase: «No se culpe a nadie» y «A nadie se culpe». Es verdad que son frases que pueden haber tomado de cualquier escena similar (o incluso de la propia lengua coloquial) pero su aparición en obras que tratan paródicamente el mismo tema podría sugerir la posibilidad de que una influyera directamente sobre la otra21.

Teniendo en cuenta la historia del dramaturgo madrileño no es descabellado pensar en la posibilidad de que el cadáver del cuento estuviera aún vivo cuando el médico lo examina y lo da por efectivamente muerto. En el fondo Arganza habría podido reconocer su error no sólo por silenciar ese primer hallazgo del cadáver (a la policía también le conviene ocultarlo porque su obligación era vigilarlo en todo momento) sino por dar crédito a una versión de la historia absolutamente falsa.

Para el movimiento del cadáver de un lugar a otro con el cambio de aspecto ya indicado podría haber aún una segunda versión racional pero no demasiado lógica porque señala a la alcaldesa como autora del crimen (que es la versión que el pueblo y el médico acaban defendiendo por razones muy distintas). En ese supuesto el médico no habría cometido ningún error al certificar la muerte del cadáver y habría sido el asesino el que habría trasladado el cadáver del cobertizo a la Plaza del pueblo aprovechando los minutos en los que el guardia civil y el médico se habían ausentado del lugar del crimen: antes de dejarlo frente al caserón del alcalde el asesino habría entrado en la casa del cobertizo (que sería la de la víctima) le habría puesto su mejor americana y lo habría perfumado22.

La persona que habría asesinado al amante y que se habría tomado la molestia de mover su cadáver podría ser el alcalde o la alcaldesa. Los dos podían tener un móvil (el alcalde como marido deshonrado y la alcaldesa como la amada hastiada que no halla mejor modo de deshacerse de una amante persistente y quizá chantajista), pero obrarían contra sus propios intereses al depositar el cadáver frente a su casa porque se señalarían a sí mismos como los asesinos. Cualquiera de los dos podía haber trasladado el cuerpo sin vida del amante con la intención de simular su suicidio: pretenderían de ese modo convertir a la víctima en un nuevo Ifis. Para aceptar esta versión de los hechos habría que justificar la falta de referencias por parte de los vecinos al puñal y al papel hallados junto al cadáver en su primera aparición. El papel se lo deja o la víctima o el asesino porque el médico al regresar al cobertizo después de su corto paseo por el pueblo se encuentra al guardia civil sosteniéndolo con una mano temblorosa y con el rostro desencajado por la desaparición del cuerpo sin vida del amante. El papel no se vuelve a mencionar ninguna vez más (ni tampoco el puñal): está claro que el médico y los guardias se han encargado de hacerlos desaparecer porque sólo habrían aparecido en el cobertizo y nunca en la Plaza.

Si los hechos sucedieron como acabamos de explicar habría sido una gran torpeza por parte del asesino haber dejado en el lugar que mató al amante el puñal y el papel con los que había pretendido simular su suicidio. Si los vecinos hubieran sabido que la víctima había dejado una nota en que pedía que no se culpara a nadie de su muerte no habrían sido tan partidarios de inculpar a su alcaldesa. En su versión de los hechos han acabado inventando una historia de amor en la que dotan a su protagonista de unos rasgos que sin duda recuerdan los de la reina Jezabel. Cuando evoca el prototipo de una adúltera bíblica para significar el concepto que sus conciudadanos tienen de la joven alcaldesa el joven médico está pensando sin duda en la reina cuyo nombre aparece en el título del cuento del que también es protagonista. Es posible que la alcaldesa fuera más Anaxárete que Jezabel, más la «virtuosa veinteañera» que «una bíblica adúltera» (177), pero la ocultación de pruebas ha propiciado que entre sus paisanos prevaleciera más la imagen de la segunda que de la primera.

Cristina Fernández Cubas ha podido inspirarse en la historia que el forense cuenta en la comedia de Poncela para crear una bastante similar: su personaje decide suicidarse en su propio cobertizo pero, al no haberse suicidado del todo, se levanta, entra en su casa y se dirige en seguida a la de la amada para morir frente a su puerta y así responsabilizarla a ella de su trágico final: por eso deja la nota en el cobertizo de su casa (al decidir que su cadáver lo encuentren frente al caserón de la alcaldesa ya no necesita aportar ningún texto para aclarar la causa de su muerte). Si a última hora opta por vestirse su mejor prenda y perfumarse es porque prevé que la amada puede ser de las primeras personas en contemplar su cadáver al salir de su casa por la mañana (es al menos la previsión que hace Ifis cuando se cuelga en la puerta de la casa de Anaxárete): pretende en la muerte ser un digno amante de una alcaldesa que nunca le abrió el portón de su casa.

De la mano de dos excelentes narradoras (mejor la catalana que la francesa) hemos reconstruido las distintas versiones que se llegaron a difundir de una de las figuras más controvertidas del Antiguo Testamento: la reina a la que sus súbitos acabaron asesinando. La novelista francesa se interesó por una Jezabel que intentaba prolongar el divino tesoro de la juventud con el empleo de tratamientos artificiales (especialmente el maquillaje y el peinado de los cabellos); la narradora catalana, en cambio, quiso reivindicar la Jezabel que en una noche de profundo terror decidió aparecerse en forma de espíritu a su hija Atalia (por eso llama a su cuento «La noche de Jezabel», en alusión a la noche en que un cadáver vaga por las calles de un pueblo y especialmente a la noche en que unos personajes se reúnen para contar historias de aparecidos). Las dos autoras ofrecieron esas singulares versiones del personaje bíblico a partir de uno de los pasajes más citados del dramaturgo francés Jean Racine: «el sueño de Atalia».

Bienvenido Morros Mestres

Universidad Autónoma de Barcelona


  1. Irène Némirovsky, Jézabel, París, Librairie Générale Française, 2011, pág. 44; hay traducción al castellano por José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Anagrama, 2012, pág. 41. Para las posteriores citas de la novela hemos utilizado siempre las dos ediciones, y nos hemos limitado a consignar el número de la página entre paréntesis inmediatamente después de la transcripción del texto.

  2. Jean Racine, Bérénice, Phèdre, Athalie, París, Booking International, 1993, págs. 187-188; Oeuvres Completes, I. Théatre, ed. Raymond Picard, París, Gallimard, 1990, págs. 910-911. Para la imagen de la reina israelita en el dramaturgo francés, véase Eglal Henein, «De Jocaste a Jézabel: La Politique Maternelle du Compromis chez Racine», Onze nouvelles études sur l’image de la femme Dans la littérature françoise, París, Tubingen, 1984.

  3. D. J. Herrera y D. A. Alvear, Lecciones de Retórica y Poética, Sevilla, 1828, págs. 79-80.

  4. Citan el texto Giuseppe Palmero, «Il corpo femmenile tra idea di bellezza e igiene. Cosmetici, balsami e profumi alla fine del Medioevo», Scienza Della bellezza: natura e tecnologia (Atti del II Convegno Della Scuola di Specializzacione in Scienza e Tecnologia Cosmetiche dell’Università di Siena, Siena, 18-19 ottubre 2002), Siena, 2002, pág. 11; y Chiara Crisciani, «Premesse e promesse di lunga vita», en Vita luonga. Vecchiaia e durata della vita nella tradizione medica e aristotelica antica e medievale, edd. Chiara Crisciani, Luciana Repici y Pietro B. Rossi, Florencia, Sismel-Edizioni del Galuzzo, 2009, pág. 80, n. 62.

  5. John H. Walton, Víctor H. Matthews y Mark W. Chavalas, El trasfondo cultural de cada pasaje del Antiguo Testamento, Alabama, Editorial Mundo Hispano, 2004, pág. 441.

  6. Fray Juan de Dueñas, Primera, segunda y tercera parte del Espejo de consolación de tristes, Toledo, 1589, pág. 168.

  7. Juan de Pineda, Diálogos familiares de la agricultura cristiana, ed. Juan Meseguer Fernández, Madrid, Atlas, 1963-1964.

  8. Alonso Villegas, Fructus sanctórum y quinta parte del Flos sanctórum, ed. Josep Lluis Canet, Valencia, Lemir, 1988.

  9. Tirso de Molina, La mujer que manda en casa, ed. Dawn L. Smith, Londres, Támesis, 1985, pág.157. Para la fecha de la comedia del fraile de la merced, véase Rina Walthaus, «Femme forte» y emblema dramático: la Jezabel de Tirso y la Semíramis de Calderón», Actas del V congreso de la Asociación Internacional del Siglo de Oro (Münster 1999), Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2001, págs. 1361-1370.

  10. Tirso de Molina, La mujer que manda en casa, ed. cit., pág. 220.

  11. Jean Anouilh, Antígona. Jezabel, traducción al castellano por Aurora Bernárdez, Buenos Aires, Losada, 1956, pág. 70. Todas las citas de la obra remiten a esta versión castellana (no me consta que haya otra): nos limitamos a partir de ahora a ofrecer entre paréntesis el número de la página después de cada cita del texto.

  12. Un año antes que su libro el novelista francés Pierre Gripari, conocido también por su relatos de género fantástico, había publicado el drama La mort de Jézabel en el que presenta a la reina bíblica también pintándose los ojos y maquillándose para recibir a su asesino (Pièces poètiques. La mort de Jézabel. Médée, Lausana, L’Age d’Homme, 1982, págs. 61-62).

  13. Cristina Fernández Cubas, Mi hermana Elba y Los altillos de Brumal, Barcelona, Tusquets, 201313, pág. 180. Todas las citas, consignadas desde este momento con el número de la página entre paréntesis, pertenecen a esta edición del libro, que no varía con respecto a la primera de 1988. Dentro del género del relato fantástico lo ha estudiado exclusivamente Asunción Castro Díez, «El cuento fantástico de Cristina Fernández Cubas», Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo xx, ed. Marina Villalba Álvarez, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, págs. 237-246 (pero especialmente pág. 241).

  14. Jean Racine, Bérénice, Phèdre, Athalie, París, pág. 188; y Oeuvres Completes, pág. 911

  15. La vida muchas veces imita la literatura, como he podido comprobar al leer en un periódico de Quito (el Extra) la noticia del suicidio de un muchacho que presenta todos los ingredientes de la fábula de Ifis y Anaxárete, incluido el paraclausithyron (literalmente, ‘al lado de la puerta cerrada’). Me limitó a resumir la crónica que Vanessa Silva escribió el 18 de julio de 2011 sobre el trágico suceso. Lenin Cuenca, de 25 años, bajó del taxi en que había llegado a las 8:00 a la calle Ulpiano Becerra (en Calderón), se detuvo frente a una casa, golpeó varias veces su puerta y, al comprobar que nadie se la abría y después de hacer varias llamadas con el móvil (que tampoco le fueron contestadas), sacó un revólver y se quitó la vida de un solo disparo. El habitante de la casa frente a la que se había suicidado Lenin, Efran Pachecho, el padre de una adolescente de 16 años de la que estaba enamorado el difunto, abrió la puerta y se encontró con el cadáver del muchacho a un lado de la entrada. La otra hija de Efrain (Andrea) declaró que no entendía por qué el suicida estaba tan obsesionado con su hermana «si ella siempre le dijo que no» (http://www.extra.ec/ediciones/2011/07/18/cronica).

  16. Para la fábula de la Ifis y Anáxerete en la literatura española, véase Vicente Cristóbal, Mujer y piedra. El mito de Anaxárete en la liteatura española, Universidad de Huelva, Huelva, 2002, y Bienvenido Morros Mestres, «Fortuna literaria de unos versos de Ovidio (Metamorfosis, xiv, 718-725): ecdótica e interpretación», Bulletin Hispanique, 116, 2015, en prensa, y «Interpretación y sentido de unos versos de Ovidio: a propósito del suicidio por amor y de ecdótica», Nueva Revista de Filología Hispánica, 62 (2014), en prensa. Para el tema del amante que al morir pronuncia el nombre de la amada, Bienvenido Morros Mestres, «La Favola di Leandro e d’Ero de Bernardo Tasso: fuentes y contaminación con otras fábulas», Studi Rinascimentali, 11, 2013, págs. 173-198; y «La moralización del Leandro de Boscán: orígenes, difusión e interpretación de una fábula», Studi Aurea, 7, 2013, págs. 199-266. Para la muerte de Orfeo en la literatura antigua y contemporánea, véase Bienvenido Morros, «El Orfeo homosexual en Los placeres prohibidos de Luis Cernuda», Crítica Hispánica, 35,2, 2013, págs. 87-102, y «’ amargamente cómo te amo’: el deseo prohibido de Luis Cernuda por Serafín Fernández Ferro», Rivista di Filologia e Letteratura Ispaniche, 16, 2013, págs. 289-323, y «La muerte de Orfeo en un poema de Los placeres prohibidos de Luis Cernuda.» Minerva. Revista de Filología Clásica, 27, 2014, 239-269.

  17. Para el mito de Medea, véase Andrés Pociña y Aurora López, Versiones de un mito desde Grecia hasta hoy, Universidad de Granada, Granada, 2002; y «Versiones poco conocidas del mito de Medea, I: El seguro contra naufragio de Hoyos y Vincent», Lógos Hellenikós: homenaje al profesor Gaspar Morocho, ed. Jesús María Nieto, Universidad de León, León, 2003, pp. 729-737. También es muy útil el trabajo de Estela Martínez Cabezón, «El mito de Medea en las letras hispanas (siglos xiii-xviii)», tesis doctoral dirigida por Jorge Fernández López, Universidad de La Rioja, 2012.

  18. El motivo del moribundo que pronuncia la palabra Jesús al exhalar el último aliento aparece ya en Soledades de la vida y desengaños del mundo (1658) de Cristóbal de Lozano. En la soledad segunda Clemencia decide poner fin a su vida tras la muerte de su marido y en el instante de rendir su alma dice la palabra Jesús: «La última razón articulada/ (que fue decir Jesús) cuando en mis brazos/ llegué a mirar cadáver lo que amaba,/ su rostro celestial hecho pedazos,/ muertas las luces con que me alumbraba» (pág. 54).

  19. El relato del médico Arganza contiene, en efecto, muchos ingredientes del drama rural. El más llamativo es el de la esterilidad de la protagonista como causa importante de su infelicidad: «precisamente la vivienda del alcalde y su mujer, una agraciada muchacha obligada, por la pobreza, a entregar su juventud a un arrugado sesentón y a quien la Naturaleza no había consolado de su infortunio con el regalo de la esperada descendencia» (176). Es la misma situación que plantea Federico García Lorca en su tragedia Yerma con la única diferencia de la persona asesinada: si Yerma decide asesinar a su marido porque por su peculiar concepto de la honra no puede engañarlo con el hombre al que ama, el pastor Víctor, la mujer del alcalde, en cambio, por no compartir ese mismo concepto de honra, mata a su amante después de haberse entregado a él (y quizá lo mata porque tampoco le ha dado hijos). Cuando la narradora del cuento de Cristina Fernández asegura que Arganza en su versión de la historia había «arrinconado» lo inexplicable que había en ella «en favor [] de un drama rural» (179) lo hace pensando también en los ejemplos del género ofrecidos por Jacinto Benavente, y en concreto en la protagonista de La Infanzona, quien al final acaba asesinando al padre de su hijo, que no es, como suponía todo el pueblo, un criado y amante suyo sino su propio hermano (véase Jacinto Benavente, Dramas rurales. Señora ama-La Malquerida-La Infanzona, ed. Eduardo Galán, Editorial Magisterio Español y Casals, Madrid, 1994, págs. 207-260).

  20. Enrique Jardiel Poncela, Tres comedias con un solo ensayo. «Una noche de verano sin sueño», «El cadáver del señor García», «Margarita, Armando y su padre» y un Ensayo sobre Teatro seguido de la «Historia» de las tres comedias, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, págs. 166-168.

  21. La frase que utiliza el misterioso personaje de Cristina CORDE sólo la documenta en dos obras (y las dos literarias): El abuelo (novela en cinco jornadas) (1897) de Benito Pérez Galdós y El curandero de su honra (1926) de Ramón Pérez de Ayala. Los suicidas de estas novelas (la primera lo es pero dialogada), Pío Coronado y Tigre Juan, son muy diferentes al señor García y al anónimo amante de nuestro cuento. El primero ni tan siquiera pretende suicidarse por amor, y ninguno de los dos planea poner fin a sus vidas en casa de la amada (se podría decir que Tigre Juan sí lo hace porque comparte la suya con su esposa pero tampoco es lo mismo).

  22. Para el tema de la falsa muerte Cristina Fernández Cubas habría podido inspirarse en la novela policiaca Jezebel’s Daughter (Leipzig, 1888). Madame Fontaine, que encarna el papel de Jezabel, es la viuda de un médico y químico que utiliza con fines criminales las dos clases de venenos de la familia de los Borgia que su marido había logrado recomponer en un laboratorio alemán: le administra el más letal de los dos a la señora Wagner, quien la ha amenazado con denunciarla si en un par de días no devuelve los 5.000 florines que ha robado (con esa suma de dinero Madame Fontaine pretende saldar las deudas contraídas en vida de su marido). La señora Wagner parece haber muerto tras beber la copa de vino con el veneno pero el médico encargado de certificar su defunción para el entierro no lo hace porque sospecha que su muerte no ha sido por causas naturales (demora su entierro porque pretende provocar la apertura de una investigación legal sobre el caso): estando en el depósito de cadáveres la señora Wagner vuelve a la vida. El médico había creído firmemente que la resucitada estaba muerta porque no había percibido en su cuerpo ninguna señal de vida. El fiel servidor de la señora Wagner, Jack Straw, un retrasado mental liberado del manicomio londinense de Bedlam, le había dado a su ama un antídoto para el veneno que la había sumido en una especie de estado cataléptico que había confundido al médico. Tanto Cristina como Colins deciden (quizá por separado) que el personaje que han caracterizado como Jezabel intente asesinar a otro que de manera inesperada retorna a la vida (y solo en el caso español para volver a morir al cabo de pocos minutos). Los dos autores (inglés y español) han elegido en parte el género de la novela policiaca como escenario de unas obras que tienen como protagonista a una mujer que representa una de las versiones de la reina bíblica (la que ordena el asesinato de otras personas contrarias a sus intereses).