RETOS DEL ESPAÑOL ANTE UNA BABEL DE LENGUAS (SIGLO XVI) *

Juan Gil

Real Academia Española


Boletín de información lingüística de la Real Academia Española
[BILRAE · 12 · Junio de 2019]
http://revistas.rae.es/bilrae/article/view/289


A partir de 1492, la lengua española experimentó un enriquecimiento incalculable gracias a la incorporación a su léxico de palabras indígenas de muy diversas procedencias, palabras que muy pronto fueron consideradas como propias. Así, Cortés pudo hablar de «las canoas, que ellos llaman acales»1, y Motolinía referirse a «una barca que los españoles llaman canoa»2; de la misma manera, el mercado de los nativos fue llamado tiangui en Filipinas y, a veces, hasta en Lima, aunque en esta última ciudad prevaleció, como es lógico, el autóctono gato. El enriquecimiento de la lengua supuso, apenas hay que decirlo, un consiguiente enriquecimiento de la mentalidad, abierta a nuevos mundos. Pero también los hispanohablantes y, en definitiva, el español tuvieron que hacer frente a retos complicados. Me propongo examinar algunos de estos problemas en el pasado, pues quizá nos sirvan de ayuda para encarar algunos problemas que plantea el presente en un mundo cada vez más enrevesado y más interactivo.

Dificultades para la adquisición de una nueva lengua

La fonética del castellano en el siglo xvi era mucho más rica que la del castellano actual, pero seguía careciendo de fonemas que poseían las demás lenguas de la Península Ibérica, como la v, confundida con la b, o la s inicial de palabra, pronunciada siempre con el apoyo de una vocal protética; una carencia esta última de la que se burlaban los portugueses, para gran enfado de Mateo Alemán3. No fueron estas las únicas dificultades: «Nosotros [los españoles]… no gustamos de muchos consonantes», afirmó con razón el padre Bernabé Cobo4, para explicar la caída de la c final en ‘Lima’ (< Rimac). Por otra parte, entre los colonizadores del Nuevo Mundo había un tanto por ciento no pequeño de vascos, y no hay razones para suponer que la fonética del vascuence fuese entonces más complicada que la de hoy día: tampoco era la más adecuada, por tanto, para el aprendizaje de lenguas provistas de un sistema fonético complejo. Dadas estas y otras circunstancias, ¿hemos de suponer que los colonizadores aprendían con facilidad el idioma de los colonizados? Más bien sucedía al revés. Voy a dar un ejemplo realmente extraordinario. En Tidore, una de las islas Malucas, se mantuvieron los españoles desde 1527 hasta 1533, a la espera de recibir unos refuerzos que nunca les llegaron. Entre ellos había un nutrido grupo de vascos. Pues bien, nos cuenta el portugués Gonzalo Pereira que, cuando llegó como embajador a Tidore, encontró al rey, un muchacho de 17 años, en una varanda engalanada con paños de Ras, de figuras y verduras, que le habían regalado los españoles. «E como se criara como5 os Castelhanos, sabia bem a sua lingoa, e Bizcainha e Portuguesa, e prezauase muito de as falar»6. Es insólito, en verdad, que el sultán de Tidore supiese tres lenguas de la Península Ibérica, pero ese conocimiento refleja a las mil maravillas tanto una realidad social y política como una realidad lingüística. No cabe negar que entre aquellos vascos, que ya tenían hijas mestizas, pudiera haber algunos que hablasen malayo, como el futuro fraile agustino Andrés de Urdaneta. Sin embargo, es de suponer que la mayoría de ellos se contentase con chapurrear unas cuantas palabras del idioma de los naturales. Trasplantada al Nuevo Mundo, la misma situación se hubo de dar, por ejemplo, en ese «Paraíso de Mahoma» que fue La Asunción durante el gobierno de Domingo de Irala. En efecto, no creo yo que muchos españoles supiesen guaraní7. Cuando llegó Álvar Núñez a La Asunción, fueron los indios los que «vinieron a hablar al gobernador en nuestra lengua castellana»8, si bien había «dos españoles, que entendían la lengua de los indios guaicurúes»9. Por ello es tanto más admirable la labor de los religiosos, que supieron madrugar en hacer vocabularios y redactar gramáticas de las lenguas indígenas, ahormadas –el gran inconveniente– a las normas de la gramática latina.

Dificultades para hallar un intérprete

Los portugueses se percataron muy pronto de que solo había dos maneras de tener intérpretes: bien hacer cautivo a un indígena, o bien dejar entre los nativos a un portugués (un criminal a quien se le conmutaba la pena a trueque de que se convirtiera en un «degradado»). Como es lógico, el primer sistema fue el más usado no solo por los pueblos ibéricos, sino por todos los europeos: es el método, llamado eufemísticamente «tomar lengua», que empleó Colón en su primer viaje. Pero tampoco fue desconocido el segundo, si bien, a lo que conozco, entre los españoles no hubo degradados; sí, en cambio, náufragos o prisioneros, como demuestran las peripecias de figuras tan conocidas como Aguilar y Guerrero (México), Ortiz (Florida) o Francisco Martín (Venezuela)10. El fracaso de expediciones pobladoras aumentó el número de castellanos cautivos en diversas zonas del Nuevo Mundo (sobre todo en el área caribe y en el Arauco), con lo que creció también el número de personas conocedoras de los idiomas nativos. Otro tanto ocurrió, sorprendentemente, en las expediciones por mar. El 31 de agosto de 1521 el grumete Gonzalo de Vigo desertó de la Trinidad, la capitana de la armada de Magallanes, y huyó a la isla de Mao (una de las Marianas); a primeros de septiembre de 1526 fue recogido por la flota de fray Jofré García de Loaýsa, a la que prestó grandes servicios como intérprete11. En 1560 Urdaneta apremió a Felipe II a que rescatara a los españoles prisioneros en Filipinas, aduciendo esa misma razón: «Y demás del servicio que a nuestro señor Dios se hará en ello y gran bien a ellos en sacarles del poder de los infieles, podranse aprovechar mucho con la lengua que sabrán y noticias que tendrán»12. Por otra parte, siempre hubo casos excepcionales: el de Juan Rodríguez, apodado precisamente la Lengua, en los primeros tiempos de la Española, o el de Juan González Ponce de León, en la colonización de Puerto Rico. Sin embargo, por regla general fueron los indígenas, como se ha dicho, quienes aprendieron español y quienes, consecuentemente, hicieron de intérpretes, al menos en la primera generación.

Más difícil de averiguar es qué ocurrió con la segunda generación de españoles, sobre todo si esta se crió entre nativos; y ello, sin contar con el problema de los numerosos mestizos, rechazados normalmente en las dos repúblicas, la de españoles y la de indios.

A falta de truchimán, siempre quedó un último recurso, las señas. Basten tres ejemplos. En el insospechado discurso teológico que dio un cacique a Cristóbal Colón en 1495, el indígena se expresó «con palabras y señas»13. En la jornada de las Hibueras, Cortés se hizo comprender «por señas y por algunas palabras que de aquella lengua entendía»14. «Como nosotros no teníamos lengua, no los entendíamos; mas hacíannos muchas señas y amenazas, y nos pareció que nos decían que nos fuésemos de la tierra [de Florida]», escribió Álvar Núñez15.

También se dieron escenas pintorescas, como cuando el hablante de un idioma regional creyó, por esa misma razón, que podía hacerse comprender de los indios. Al cruzar en 1527 el Estrecho de Magallanes, se acercaron a la armada de Loaýsa «dos canoas de patagones o gigantes, los cuales hablaban en son de amenazas, y el clérigo [un buen vasco llamado Juan de Areyzaga] les respondía en vascuence: ved cómo se podrían entender», comentó con sorna Gonzalo Fernández de Oviedo16.

Dificultades para la comunicación

Con el multilingüismo surgieron otros problemas, y no precisamente originados por la vertiginosa expansión de los españoles hacia Occidente. Es tarea harto complicada gobernar a un ejército compuesto de hombres de varias naciones, como pudo comprobar Roma en el declive de su imperio. Claudiano, para encarecer el poderío y número de las tropas reunidas bajo el mando de Estilicón en 395, escribió entusiasmado: «Nunca se juntó tan gran número de hombres bajo un solo mando, nunca hubo tal diversidad de lenguas»17. Aunque a todos los animara el mismo propósito, los soldados de aquella hueste –armenios, galos, germanos, itálicos, griegos– tenían que obedecer las órdenes del general, y este, para ser comprendido, las impartió en una sola lengua: el latín. La misma solución práctica –uso del latín como lengua de mando en la milicia– adoptó el imperio bizantino18, que reclutó asimismo en sus filas a infinidad de «bárbaros»; e incluso en la corte de Constantinopla, no pocas aclamaciones al emperador siguieron pronunciándose en latín: el protocolo áulico de Constantino Porfirogeneto, escrito en el s. xi, atestigua que todavía entonces se seguía empleando fórmulas seculares latinas como tu uincas o felicissime19. De la misma manera, el portugués, ya independizado de Castilla, no consideró a su monarca un verdadero soberano si no lo nombraba «El-rei», conservando la denominación antigua –la usada tradicionalmente en una lengua distinta de la suya–.

La misma compleja situación de plurilingüismo se produjo muchas veces en la España del s. xvi. Según los cálculos de Jocelyne Hamon y Xabier de Castro20, de los 237 hombres que fueron al viaje de Magallanes, 139 eran españoles y 98 extranjeros (portugueses, italianos, franceses, griegos, alemanes, etc.). Es indudable que la cohesión de los tripulantes se logró, cuando así lo requirieron las circunstancias, gracias al empleo de una lengua común, muy probablemente el español, aunque no quepa descartar, ni mucho menos, que hubiese un pidgin en el que todos pudieran entenderse (tal ocurre, por ejemplo, en la melopea marinera que nos ha transmitido Eugenio de Salazar21); al no estar fijada todavía la jerga náutica, los vocablos de la marinería mediterránea alternaban con los vocablos de la marinería atlántica. Ahora bien, la excesiva presencia de forasteros suele inspirar siempre recelos e incluso causar miedo. La multitud de portugueses que había en la armada (31 personas, empezando por el capitán general) provocó gran resquemor y desconfianza entre los españoles. Como declaró Elcano al regreso de su pasmosa circunnavegación, cuando Magallanes prendió a Juan de Cartagena, «todos los capitanes e la otra jente tenía miedo que los tomaría presos, por los muchos portogueses e jente de muchas naçiones que avía en la armada»22; y siguió diciendo el gran marino vasco: «Despues que [Magallanes] tuvo a ellos [los portugueses Mezquita y Barbosa] por capitanes, [estos] maltrataban e daban de palos a los castellanos»23. Milagro fue que aquella expedición no terminase de mala manera: el instinto de supervivencia acalló todos los temores y mantuvo la disciplina.

Mas no solo en la marinería se produjo este batiburrillo de lenguas. También la hueste se formó de gente de muy variada procedencia. Bajo las órdenes del Gran Capitán lucharon soldados de diferentes naciones. Otro tanto ocurrió a menudo en el Nuevo Mundo. Así se comprende la inusitada orden que hizo pregonar Miguel de Legazpi en el real de Cebú a finales de 1565. En efecto, «mandó el gobernador a los extranjeros que ninguno de ellos hablase otra lengua sino la española, pues la sabían todos, so ciertas penas»24. La prohibición estaba justificada por el hecho de que varias personas, en buena parte forasteros (franceses y griegos), habían intentado desertar de su campo: por tanto, quien utilizase su lengua natal en esas circunstancias excepcionales podía levantar sospechas de estar tramando una rebelión.

En un ejército plurinacional al mando de un capitán español las órdenes se hubieron de dar en español, pero también se habló en un pidgin. La orden de ataque fue, sin duda, el secular ¡Santiago! Pero otros gritos de guerra se tomaron de otras lenguas: así ocurrió con ¡Al arma!, una deformación evidente del italiano All’ arme!, ¡Alerta! (< it. all’ erta) y ¡Alto! (< al. halten, ‘pararse’) palabras las tres que debieron de incorporarse a nuestro idioma durante las guerras de Italia25, cuando comenzó a fijarse el léxico de la milicia al compás de la incipiente profesionalización del ejército. Infortunadamente, las crónicas del Nuevo Mundo son poco explícitas a este respecto. Sabemos que, preparando una operación decisiva, Cortés dio las órdenes por escrito a Alvarado, pero, además, le envió dos criados suyos «para que le avisasen de todo el negocio»26. En cambio, en las cartas segunda y tercera de Cortés, las más bélicas de todas, se reproduce muy pocas voces de mando: el citado «¡Al arma!», «Santiago» y «Tener, tener», un infinitivo usado por el imperativo ‘Detenéos’27. Esto, por lo que toca al ejército cristiano.

Ahora bien, como ha dicho con gran acierto Marcos A. Morínigo28, los españoles fueron, ante todo, «capitanes de indios». En el asedio de Tenochtitlan, Cortés explicó sus planes de ataque «a todos los señores y principales nuestros amigos», sin duda, a través de un intérprete29. Por desgracia, no tengo testimonios acerca de cómo se transmitían las órdenes puntuales a los ejércitos del Nuevo Mundo, compuestos de un puñado de castellanos y cientos o miles de indios. En una operación tan difícil y compleja como la salida de México en la Noche Triste no nos quedan indicaciones de cómo debían formar o reagruparse, si se separaban en la retirada, las diversas tropas, tlascaltecas y españolas. Más tarde, durante el terrible asedio, se preparó una emboscada a los aztecas: con este fin, se fueron replegando los españoles «y los indios nuestros amigos, que habían entendido ya lo de la celada»30. La treta bien pudo ser explicada antes a los aliados por un truchimán; no se nos dice, empero, las señales que se hubieron de dar en el momento convenido del combate para emprender la retirada de una manera ordenada. Lo mismo ocurrió, pero a la inversa, con los nativos. Los naturales de Calco fueron muy explícitos cuando se vieron en un apuro: «Mostráronme», escribió Cortés, «en un paño blanco grande la figura de todos los pueblos que contra ellos venían y los caminos que traían»31; le enviaron, pues, un detallado lienzo para indicar su crítica situación. Pero otra vez nos falta el testimonio del habla, que quizá, en los apremios de peligro, se redujese a señas.

Una cosa está clara: cuando se produce un alboroto, es la gallardía del general la que restablece el orden. Un tigre –un ocelote o puma– causó una desbandada en la hueste de Álvar Núñez. El gobernador «se apeó solo y se lanzó en el monte con los indios, animándoles y diciéndoles que no era nada... Y con ver los indios al gobernador en persona entre ellos, y con las cosas que les dijo, ellos se asosegaron»32. En este tumulto Núñez trató de calmar la confusión tanto con su ejemplo como con sus palabras, unas palabras que, aun dichas en español, lograron apaciguar el miedo33; o eso, al menos, se nos quiso hacer creer.

Dificultades para extender la lengua española en el Nuevo Mundo

El erudito y sugestivo libro de Santiago Muñoz Machado Hablamos español prueba que el español solo fue declarado lengua nacional a raíz de la independencia de las repúblicas americanas. Para nosotros, hoy, resulta inconcebible que la lengua de la metrópoli no se hubiera enseñado en el Nuevo Mundo como idioma obligatorio. Ahora bien, esta es una perspectiva falsa a la que nos ha acostumbrado el nacionalismo centralista decimonónico. En la España del siglo xvi, plurilingüe en muchas regiones, no se pensó jamás en imponer una lengua común. Hoy, se imparte español en las escuelas; entonces, solo existía el sufrido «maestro de enseñar a leer y escribir», bajo cuya férula aprendían en privado a hacer palotes los niños de padres pudientes. El concilio de Trento, por añadidura, impuso la predicación y la catequesis en las lenguas vernáculas34, visto que, como era natural, apenas rendía fruto la evangelización realizada por medio de intérpretes, en muchos casos, tampoco muy sabedores del castellano; y esta catequesis indigenista trajo consigo la extensión de las lenguas generales autóctonas (quechua, guaraní, aimará, etc.) en detrimento de las lenguas regionales. No pudo haber, en consecuencia, una enseñanza obligatoria del español.

Los primeros que se dieron cuenta de aquel tremendo fallo fueron los funcionarios. El 9 de junio de 1550 Tomás López, oidor del Nuevo Reino de Granada, analizando los problemas de la predicación a los indios, acabó pidiendo al rey desde Santiago de Guatemala que mandase implantar el castellano en el Nuevo Mundo por las dificultades, si no, que presentaba la evangelización de pueblos que hablaban tantas y tan diferentes lenguas35. Llama la atención que el oidor, como paradigma de un entendimiento conseguido gracias a la convivencia lingüística, pusiese como ejemplo la experiencia de la propia España: «Tan arraigada estava la lengua catalana entre catalanes, y la viscaýna entre los viscaýnos y entre otras nasçiones que sabemos, y, al fin, poco a poco ha venido el negocio a que todos nos entendemos, que principios quieren las cosas».

Con el paso de los años, también levantaron la voz, curiosamente, los más favorecidos por ese estado de cosas: los religiosos. En 1589 un jesuita, el padre Acosta se quejó de la incuria española por no haber impuesto en América su propia lengua, una queja que, eso sí, redactó en latín, para que no todos pudiesen percatarse de su alcance: «Si el rey cristiano hubiese hecho en favor de Cristo lo que hizo el bárbaro Guainacapa en su imperio, a saber, que todos utilizasen una misma lengua o, al menos, que una sola fuese entendida en todas partes, hubiese dado grandísimas facilidades a la predicación del Evangelio»36. Tremenda acusación, en verdad, por muy velada que fuese. En 1606 B. Aldrete, consciente de la gravedad de aquella denuncia, la quiso compensar enumerando jactanciosamente los logros de la Corona: los cinco arzobispados, los veintisiete obispados y las diez Audiencias que el monarca había erigido en aquellos cien años, y, en tono más suave y conciliador, resumió así la situación lingüística: «De parte de los nuestros no a auido diligencia para la introducion de la lengua, porque si la vuiera auido, como la pusieron los Romanos o Guainacapa, sin duda en todas ellas se hablara, como dize el padre Acosta… Pero no dudo que, continuándose, con el fauor de nuestro Señor, el gouierno de España, que en mui breue tiempo an de hablar la Castellana todos, sin que de parte de los nuestros aia diligencia»37. Esta convicción la sustentaba Aldrete en un ejemplo tomado otra vez de la historia patria, equiparando la recepción del castellano por los nativos del Nuevo Mundo a la recepción del latín por los pueblos primitivos de Hispania, y eso que la generalización del latín se había visto favorecida por dos razones: por una parte, que aquellos pueblos hispanos conocían la escritura y habían tenido trato con otras naciones, y, por otra, que a Hispania habían pasado muchos más romanos que españoles a las Indias. Pero al tratar esta cuestión soslayó Aldrete un hecho fundamental: que los visigodos no supieron imponer su lengua a los hispanorromanos, sino que, al revés, acabaron hablando también ellos en latín, mientras que bajo la dominación islámica sucedió justamente lo contrario; y ello, a mi juicio, porque la escuela estuvo en manos de los hispanorromanos, en el primer caso, y en la de los árabes, en el segundo: la enseñanza de las iglesias no pudo competir con la docencia de las madrasas. Pero, ¿qué escuela había para los indígenas en el Nuevo Mundo salvo la de los religiosos, impartida en la lengua nativa, una escuela de la que fueron paradigma máximo las reducciones jesuíticas del Paraguay?

Esta política alicorta, pero muy cómoda, de la monarquía hispánica tuvo un alto coste: «Aux États-Unis l’instruction est générale; dans les republiques espagnoles la presque totalité de la population ne sait pas même lire», observó Chateaubriand en la segunda década del siglo xix: un comentario certero, aun hecho de segunda mano38. En Filipinas el resultado fue que, a partir de 1898, la enseñanza forzosa del inglés en las escuelas barrió en pocos decenios el idioma de quienes habían dominado el archipiélago durante cuatro siglos.

Curiosamente, la única lengua que se enseñó de manera oficial en el Nuevo Mundo fue el latín. En latín se quiso educar a los hijos de los caciques de la Española en tiempo de Fernando el Católico y Carlos I (conocemos los nombres de los maestros: el bachiller Juárez y Aquiles de Holden, respectivamente)39; y en latín educaron los franciscanos a los mexicas en el colegio de Tlatelolco. Fue un esforzado intento de equiparar a los indígenas con los españoles dentro de un humanismo cristiano, un intento que acabó fracasando por múltiples motivos. Una de las muchas paradojas que tiene la historia colonial.

Para volver al presente, de los cuatro condicionamientos referidos, hoy, por fortuna, ha desaparecido el segundo: la falta de intérpretes. En cambio, el hispanohablante nacido en la Península Ibérica sigue teniendo para aprender una lengua las mismas dificultades que antaño, acrecentadas por el empobrecimiento del sistema fonológico de su lengua. En la actualidad el ejército multinacional usa, como en tiempo de Roma, la lengua del imperio hodierno: el inglés, sin que se vislumbre ni por asomo que pueda tener un reemplazo inmediato (imaginemos solo lo que sería su sustitución por el chino, sobre todo en la escritura). En cuanto a la extensión y afianzamiento del castellano, es muy conveniente que redoblemos nuestros esfuerzos y no caigamos en la tentación de dejar en manos de la providencia –un rasgo muy hispánico– el futuro de nuestra lengua en un mundo globalizado y cada vez más competitivo. El tiempo y las circunstancias apremian.


* Este artículo se presentó en la Sección «Lengua e interculturalidad» del VIII CILE celebrado en Córdoba (Argentina) los días 27-30 de marzo de 2019.

D. José Antonio Pascual ha leído estas notas y me ha hecho oportunas sugerencias. Quede aquí constancia de mi profundo agradecimiento.

  1. Tercera carta de relación, Espasa-Calpe, Madrid, 1942, p. 180. Es muy significativo que Cortés utilizase también los diminutivos «canoíta» y «canoílla» (Quinta carta [ii, p. 151]); la voz se había españolizado por completo.

  2. Fray Toribio de Benavente o Motolinía, Memoriales o libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella, ed. de Edmundo O’Gorman, UNAM, 1971, p. 118.

  3. Ortografía castellana, México, 1609, f. 71v.

  4. Fundación de Lima, cap. iv (BAE 92, p. 292 b).

  5. Parece que hay que corregir como en ‘com’.

  6. Fernão Lopes de Castanheda, História do descobrimento e conquista da Índia pelos portugueses, Libro viii, cap. 37 (ed. de M. Lopes de Almeida, Oporto, 1979, ii, p. 625).

  7. Los dos españoles «lenguas e intérpretes de los guaraníes», Héctor de Acuña y Antoño Correa (Comentarios, lviii [en Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Naufragios y Comentarios (Relación de su aventura por la Florida y el Río de la Plata), Biblioteca Castro, 2018, p. 305]), parecen más bien portugueses. Lo era «Diego de Acosta, lengua, portugués» (ibidem, lxxiv [p. 352]).

  8. Comentarios, cap. xiii (p. 186).

  9. Comentarios, cap. xx (p. 204).

  10. Como siempre se nos ha hablado de los españoles que vivieron muchos años entre los indios, bueno será referir, aunque sea en nota, la peripecia inversa de un mexica que fue alumno de la Orden seráfica. Estando el real de Legazpi todavía en Cebú, llegó a noticia de los españoles la existencia de un soldado cautivo español, llamado Juanes, «que vivía entre los indios más había de veinte años, y que era casado con una hija de un principal, y que estaba pintado como los otros naturales desde la cintura abajo». Rescatado por el maestre de campo, resultó que el tal Juanes «no era español como los indios decían, sino indio, natural de México, nacido en Santiago de Tlatelolco, que vino en la armada de Villalobos y se quedó allí perdido con unos españoles de una fragata que dio al través en aquella costa… En viendo a los españoles, viniendo en una canoa que le traían otros indios, la primera palabra que habló fue “Yo creo en Dios”. Y saltando en tierra donde estaba el maestre de campo, se hincó de rodillas y, puestas las manos y los ojos en el cielo, dijo “¡Oh, bendito y alabado sea mi Dios todo poderoso!”, y luego abrazó a los españoles. Habla poco en castellano y muy menos en su lengua mexicana, que se le ha olvidado. La lengua de estas islas la sabe y habla bien, sino que después no la puede darnos a entender a nosotros lo que los indios dicen por no saber su lengua ni la española; así, al presente, puede servir poco o nada de intérprete». Juanes tuvo una muerte desastrada: una mujer de Cebú, por celos, lo envenenó con una ponzoña (todo ello en AGI, Patronato, 23, r. 22 = Legazpi. El tornaviaje. Navegantes olvidados por el Pacífico Norte, Biblioteca Castro, Fundación José Antonio de Castro, 2019, p. 349, 352-353 y 373). Triste final para una vida ajetreada.

  11. Cf. J. T. Medina, El descubrimiento del Océano Pacífico: Vasco Núñez de Balboa, Fernando de Magallanes y sus Compañeros. Fernando de Magallanes, Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1920, pp. ccccliii-ccccliv.

  12. AGI, México, 19, n. 23, 2.

  13. Cristobal Colón. Textos y documentos completos, ed. de Consuelo Varela; Nuevas cartas, ed. de Juan Gil, Madrid, Alianza Editorial, 1992, p. 306.

  14. Carta quinta (ed. citada, ii, p. 194).

  15. Naufragios, cap. iii (pp. 13-13). A las señas se hace referencia también en los cap. iv (p. 16), v (p. 17), xi (p. 43), xii (p. 46), xiii (p. 49) y xxxi (p. 115).

  16. Historia, xx, 10 (BAE 118, p. 251 b).

  17. In Rufinum, ii, 106-107.

  18. Cf. W. Ensslin, «The Government and Administration of the Byzantine Empire», en The Cambridge Medieval History, vol. iv, Part ii, Cambridge, 1967, p. 36.

  19. Libro de las ceremonias, cap. 52 (ed. Albert Vogt, París, Les Belles Lettres, 1967, ii, p. 28, 24; 32, 6).

  20. X. de Castro, J. Hamon y Luís Filipe Thomaz, Le voyage de Magellan (1519-1522), Éditions Chandeigne-Librairie Portugaise, 2007, i, p. 479.

  21. Cf. Cartas de Eugenio de Salazar. Las reproduce en facsímile la Sociedad de bibliófilos españoles con motivo del primer centenario de su fundación, Madrid, 1966, p. 64. La mezcla de lenguas se transparenta otra vez en otros versos de la canción del paje: «Cuenta y passa, que buen viaje faça» (ibidem, p. 72), donde el portugués faça, asegurado por la rima, equivale al castellano ‘haga’.

  22. AGI, Patronato, 34, r. 19 f. 1v.

  23. Ibidem, f. 2r.

  24. AGI, Patronato, 23, r. 22 (= Legazpi. El tornaviaje, p. 334).

  25. El Diccionario de Corominas-Pascual documenta por primera vez la palabra alarma en 1548 (el Palmerín), pero el vocablo se encuentra ya en Hernán Cortés (Segunda carta [ed. citada, i, p. 226]): «las velas de los españoles apellidaron “¡Al arma!”»; Tercera carta (ii, p. 26) «las velas… apellidaron de llamar “¡Al arma!”». Muy posterior es el testimonio de Alonso de Santa Cruz, citado por el CDH de la Academia como si fuera del año 1491; alerta (un ejemplo que debo a J. A. Pascual) aparece en 1517, pero sin duda entró en nuestro idioma antes. En cuanto a alto, el Diccionario de Corominas-Pascual la supone incorporada al léxico castellano en las guerras de Flandes.

    Poco sé acerca de la transmisión de las órdenes en las guerras de Italia. Pero no deja de ser llamativo que, antes de la batalla de Cerignola, el capitán de los alemanes se negase a recibir las órdenes del Gran Capitán si estas no se le entregaban por escrito (Crónica manuscrita del Gran Capitán, vi 17 [NBAE 10, p. 368 a]): la comunicación oral no bastaba.

  26. Tercera carta (ed. citada, ii, p. 14).

  27. Segunda carta (ed. citada, p. i, 200: «Que… en oyéndome el apellido del señor Santiago, saliesen»; ibidem, p. 202: «Con el apellido de señor Santiago comenzaron a subir»); Tercera carta (ed. citada, ii, p. 17): «Comencé a dar voces: Tener, tener».

  28. Dos perspectivas americanas, ASALE, Madrid, 2018, p. 82.

  29. Tercera carta (ed. citada, ii, pp. 27-28).

  30. Tercera carta (ed. citada, ii, p. 31).

  31. Segunda carta (ed. citada, i, p. 204). De otras pinturas se habla en la Quinta carta (ii, p. 157).

  32. Comentarios, cap. xxiv.

  33. Compárese esta situación con esta otra: «Entró [el Gran Capitán] por ellos [un escuadrón de picardos y borgoñeses] como un león, diciendo “¡España! ¡Victoria! ¡Santiago!” a voces, que todos lo oían, con su espada en la mano» (Crónica manuscrita del Gran Capitán, vi 17 [NBAE 10, p. 369 a]).

  34. Así lo sancionó en su sesión XXIV, cap. 7 (Sacrosanctum oecumenicum Concilium Tridentinum, additis declarationibus cardinalium ejusdem Concilii interpretum, ex ultima recognitione Ioannis Gallemart, necnon remissionibus Augustini Barbosae, et annotationibus practicis cardinalis de Luca, cum uariis Rotae Romanae decisionibus editio nouissima, Madrid, 1762, p. 270), y así lo ratificaron en el Nuevo Mundo los concilios provinciales, como el mexicano de 1585 en su libro i, título i, cap. 8, § 1 (cf. José Sáenz de Aguirre, Collectio maxima conciliorum omnium Hispaniae et Noui Orbis, Roma, 1755, vi, p. 81) y el limense de 1594 en su cap. 9 (ibidem, p. 431).

  35. Sus palabras, que abarcan y comentan todas las situaciones posibles, merecen ser citadas por extenso: «Ytem, que V. A. mande dar orden por todas vías cómo entre estos naturales y en toda esta tierra se aprenda y hable la lengua castellana nuestra, porque es cosa conveniente y d’ello se siguirá grandes provechos: lo primero, que estos serán más y mejor y más presto doctrinados y enseñados, porque tantos maestros ternán para su conversión para ser alumbrados en las cosas de nuestra fe y para la polycía, de que caresçen, en las cosas mecánicas y en lo demás, quantos españoles y hombres de nuestra lengua ay por acá… Lo que agora no se puede hazer por no entendernos los unos a los otros, y paresçe que es darles a estos la doctrina y el enseñamiento que han menester escasamente y como por tasa, contra lo que Dios manda, por aver como ay tan pocas lenguas y estas, resumido el negocio, en poquitos que entienden la lengua d’estos; y aun estos que dizen que la saben, si saben algo d’ella, no entienden todas las phrasis y maneras de hablar d’ellos ni perfectamente se les declara lo que es menester; y demás d’esto, son tan varias las lenguas entre estos naturales, que de quatro a quatro leguas ay differençia d’ellas… Y después d’esto, es dar ocasión a una manera de ambiçión para el que sabe la lengua, como en la verdad pasa que, viendo cómo él solo sabe aquella lengua y que no ay otro, encaresçe más y haze fieros al obispo y al prelado y quiere ser un rey en aquel pueblo. Y por todo esto tengo entendido que hasta que ellos se conviertan en nuestra lengua o todos nosotros en la suya, para que de golpe y por todas vías les entre la doctrina y conversión, es imposible o, a lo menos, muy dificultoso su ensañamiento, porque, si no oyen, ¿cómo creerán? Y si no entienden nuestra lengua, ¿cómo oirán? Ytem resultará otro provecho, que al fin ternán nuestra lengua, buena, elegante, y dexarán la que tienen bárbara y sin policía alguna; y entendiéndonos, y nosotros a ellos, travarse ha más conversaçión, y de la conversaçión, amor y amistad, porque natural razón es por la lengua travarse la amistad» (AGI, Guatemala, 9A, r. 17, n. 68; cf. S. Muñoz Machado, Hablamos nuestra lengua, p. 196). Es de advertir que, en el mismo memorial, López recomendó vivamente que los problemas de la predicación a los indios fueran tratados en una junta integrada por letrados «de toda confiança, como es un doctor Egidio… y un doctor Constantino»: dos personas que, acusadas de luteranismo, habrían de ser apresadas muy poco después por la Inquisición.

  36. De promulgatione euangelii siue de procuranda Indorum salute libri sex, Salamanca, 1589, libro i, cap. 9, p. 173: «Quod si Christianus princeps id effecisset in Christi gratiam, quod barbarus Guainacapa imperio suo effecit, ut vna lingua omnes uterentur aut vna certe vbique haberetur, profecto maximam praedicationi Euangelii commoditatem fuisset allaturus». El uso de una lengua general (quechua, aimara o nahua) facilitó la evangelización; este es un punto en el que volvió a insistir el padre Acosta en su Historia natural y moral de las Indias, Sevilla, 1590, p. 530.

  37. Del origen y principio de la lengua castellana o romance que oi se usa en España, Roma, 1606, p. 146. Antes había señalado: «Los Indios que tratan con Españoles, que son casi todos los que están en nuestras prouincias, saben hablar Romance mas o menos bien, como se aplican a el, i todos los mas lo entienden. Algunos Indios principales lo pronuncian tam bien como los nuestros, lo mismo hacen todos los que tienen raça de Españoles. Los Indios, aunque, como he dicho, comúnmente lo saben i entienden, pero vsanlo poco por la afición que tienen a su lengua, no auiendo quien les obligue usar la agena, i algunos tuuieron por pundonor no hablarla, como los de Mexico» (ibidem, pp. 145-146).

  38. Oeuvres romanesques et voyages, Texte établi, présenté et annoté par Maurice Regard, Gallimard, 1969, i, p. 876.

  39. Cf. mi artículo sobre "El libro greco-latino y su influjo en Indias", Homenaje a: Enrique Segura Covarsí, Bernardo Muñoz Sánchez y Ricardo Puente Broncano, Badajoz, 1986, pp. 61-111.